Paolo Bacigalupi - La chica mecánica

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Premios Hugo, Nebula, Locus (Primera Novela) Y John W. Campbell Memorial 2010.
Bienvenidos al siglo XXII. Anderson Lake es el hombre de confianza de AgriGen en Tailandia, un reino cerrado a los extranjeros para proteger sus preciadas reservas ecológicas. Su empleo como director de una fábrica es en realidad una tapadera. Anderson peina los puestos callejeros de Bangkok en busca del botín más preciado para sus amos: los alimentos que la humanidad creía extinguidos. Entonces encuentra a Emiko… Emiko es una «chica mecánica», el último eslabón de la ingeniería genética. Como los demás neoseres a cuya raza pertenece, fue diseñada para servir. Acusados por unos de carecer de alma, por otros de ser demonios encarnados, los neoseres son esclavos, soldados o, en el caso de Emiko, juguetes sexuales para satisfacer a los ricos en un futuro inquietantemente cercano… donde las personas nuevamente han de recordar qué las hace humanas.

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»Me alegro de haber bajado a los amarraderos esta noche. Tendrías que haber visto la cantidad de dinero que iban a embolsarse esos agentes de aduanas tan solo por hacer la vista gorda y dejar que pasara cualquier cosa. La próxima mutación de cibiscosis podría estar contenida en las ampollas que tenían justo delante de las narices, y ellos se limitarían a estirar la mano esperando un soborno. A veces creo que estamos reviviendo los últimos días de la antigua Ayutthaya.

– No seas exagerado.

– La historia se repite. Tampoco nadie movió un dedo por defender Ayutthaya.

– ¿Y eso en qué te convierte? ¿En la reencarnación de algún aldeano de Bang Rajan? ¿Que contuvo la marea de farang ? ¿Que luchó hasta que no quedó ni un hombre? ¿Algo así?

– ¡Por lo menos ellos pelearon! ¿Qué preferirías ser tú? ¿Los campesinos que repelieron al ejército birmano durante un mes, o los ministros del reino que salieron huyendo y dejaron su ciudad a merced de los saqueadores? -Hace una mueca-. Si fuera más listo, acudiría a los amarraderos todas las noches y les daría una lección de verdad a Akkarat y a los farang . Les enseñaría que todavía queda alguien dispuesto a luchar por Krung Thep.

Espera que Chaya intente acallarlo de nuevo, templar su apasionada soflama, pero en vez de eso, la mujer guarda silencio.

– ¿Crees que siempre renacemos aquí -pregunta por fin-, en este lugar? ¿Que debemos volver y enfrentarnos a todo esto una y otra vez, al margen de lo que hagamos?

– No lo sé -responde Jaidee-. Esa es la clase de duda que se plantearía Kanya.

– Qué seria es. Debería comprarle un amuleto a ella también. Algo que le haga sonreír por una vez.

– Es un poco rara.

– Creía que Ratana se quería declarar ante ella.

Jaidee guarda silencio mientras piensa en Kanya y en la guapa Ratana, con su mascarilla y su vida bajo tierra en los laboratorios de contención biológica del ministerio.

– No meto la nariz en su vida privada.

– Sonreiría más si fuera hombre.

– Si alguien de la talla de Ratana no es capaz de hacerla feliz, ningún hombre tiene la menor esperanza. -Jaidee esboza una sonrisa-. En cualquier caso, si fuera un hombre, se pasaría todo el día atormentado por los celos de los integrantes de la unidad que está bajo su mando. Todos esos muchachos, tan apuestos… -Se inclina hacia delante e intenta besar a Chaya, pero esta es demasiado rápida.

– Puaj. Y encima apestas a whisky.

– Whisky y humo. Así huelen los hombres de verdad.

– A la cama. Terminarás despertando a Niwat y a Surat. Y a madre.

Jaidee la atrae hacia él y acerca los labios a su oído.

– No le importaría tener otro nieto.

Chaya lo aparta de un empujón, riéndose.

– Le importará como la despiertes.

Las manos de Jaidee bajan por sus caderas.

– Seré muy discreto.

Chaya intenta zafarse de su abrazo, pero no pone demasiado empeño. Jaidee le coge la mano. Palpa los muñones de los dedos ausentes, acaricia los extremos. De repente, los dos vuelven a ponerse serios. Chaya aspira una bocanada entrecortada de aire.

– Todos hemos perdido demasiadas cosas. No soportaría perderte también a ti.

– Eso no pasará nunca. Soy un tigre. Y no soy idiota.

Chaya lo abraza con fuerza.

– Eso espero. De verdad que sí. -Su cuerpo cálido se pega al de él. Jaidee puede sentir su respiración, rítmica, cargada de preocupación por él. Chaya se aparta y le dirige una mirada solemne. Sus ojos oscuros rebosan ternura.

– No me pasará nada -repite Jaidee.

Chaya asiente con la cabeza pero es como si no estuviera escuchando. En vez de eso parece estar estudiándolo, siguiendo las arrugas de su frente, de sus sonrisas, de sus cicatrices y sus picaduras. El momento se prolonga, sus ojos oscuros fijos en él, memorizando, solemnes. Por fin asiente con la cabeza, como si escuchara algo que se hubiese dicho para sus adentros, y la expresión de preocupación se suaviza. Sonríe y lo atrae aún más hacia ella, pegándole los labios al oído.

– Eres un tigre -susurra, como si fuera una pitonisa pronunciándose, y su cuerpo se relaja contra el de él, abrazándolo por completo. Jaidee siente una oleada de alivio cuando se funden, por fin.

La abraza con más fuerza.

– Te he echado de menos -susurra.

– Ven conmigo. -Chaya se aparta y lo agarra de la mano. Lo conduce a la cama. Echa a un lado la mosquitera y se desliza bajo la tentadora telaraña. Susurro de ropas al caer. Una sombra femenina intuida, incitante-. Todavía hueles a humo.

Jaidee aparta la cortina de red.

– Y a whisky. No te olvides del whisky.

5

El sol se asoma sobre el borde de la tierra, bañando a Bangkok con su resplandor. Como un manto de lava, recorre los esqueletos de las torres de la antigua Expansión y las chedi recubiertas de oro de los templos de la ciudad, vistiéndolas de luz y calor. Enciende los altos y afilados tejados del Palacio Real, donde la Reina Niña vive enclaustrada con sus sirvientes, y arranca llamaradas de las filigranas de la Sagrada Columna de la Ciudad, donde los monjes entonan sus cánticos veinticuatro horas al día, los siete días de la semana, rezando por los rompeolas y los diques de la metrópoli. El océano, cálido como la sangre, rutila cuajado de brillantes olas azules mientras el sol continúa trazando su estela incandescente.

El sol aporrea el balcón de la sexta planta de Anderson Lake y entra a raudales en el piso. Los jazmines enroscados en el pasamanos de la barandilla se mecen con la brisa caliente. Anderson levanta la cabeza, entornados los ojos azules frente al fulgor. Gemas de sudor se forman y centellean en su piel blanca. Al otro lado de la veranda, la ciudad se extiende como un océano de magma, proyectando destellos dorados allí donde las agujas y el cristal capturan el sol en todo su esplendor.

Está desnudo para sobrellevar el bochorno, sentado en el suelo, rodeado de libros abiertos: catálogos de flora y fauna, apuntes de viaje, una historia completa del sudeste de la península asiática desparramada sobre la teca. Tomos mohosos, quebradizos. Jirones de papel. Diarios medio destrozados. Memorias rescatadas de una época en la que decenas de miles de plantas disparaban polen, esporas y semillas al aire. Se ha pasado toda la noche trabajando, y aun así apenas recuerda las numerosas variedades que ha examinado. En vez de eso, su mente regresa a la piel expuesta: un pha sin deslizándose por unas piernas femeninas, la evocación de pavos reales sobre un brillante tejido morado menguante, separados los muslos tersos.

A lo lejos, las torres de Ploenchit se yerguen majestuosas, recortadas contra la luz. Tres sombras rectas como dedos extendidos hacia el firmamento en medio de la húmeda bruma amarilla. A la luz del día su aspecto se asemeja más al de simples edificios desahuciados de la era de la Expansión, sin nada que insinúe las febriles adicciones contenidas en su interior.

Una chica mecánica.

Sus dedos sobre su piel. Sus ojos oscuros, solemnes, y sus palabras: «Puedes tocar».

Anderson aspira una temblorosa bocanada de aire y se obliga a arrinconar los recuerdos. Ella es el polo opuesto de las plagas invasoras que debe combatir a diario. Una flor de invernadero, abandonada en un mundo demasiado cruel para su delicada herencia. Es poco probable que sobreviva por mucho tiempo. No en este clima. No con estas personas. Quizá fuera esa vulnerabilidad lo que le conmovió, su fortaleza fingida cuando no tenía absolutamente nada. Ver cómo luchaba por un asomo de orgullo mientras se subía la falda a una orden de Raleigh.

«¿Por eso le hablaste de las aldeas? ¿Porque te compadecías de ella? ¿No porque su piel es tan suave como el mango? ¿No porque apenas si podías respirar cuando la tocaste?»

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