Gueorgui Martinov - Guianeya

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La aparición cerca de la Tierra de dos enigmáticos satélites invisibles provocó inquietud entre los científicos. Fracasaron los intentos de acercarse a estos satélites, pues éstos escaparon de toda persecución. A poco tiempo otro enigma emocionó al mundo: en el observatorio cósmico ubicado en uno de los sateróides apareció una muchacha de otro mundo. Se podia suponer que Guianeya ayudaría a descubrir el enigma de los misteriosos satélites, pero callaba aunque sabia que los satélites amenazaban la vida de la Humanidad. Además se reveló que Guianeya conocía el español, pero se empeñaba en ocultarlo…
La nueva novela de ficción de Martínov, de trama amena y sugestiva, trata acerca del humanismo y del triunfo del intelecto de las personas del futuro.
Georgui Martinov nació en 1906. A los catorce años empezó a trabajar en una fábrica como aprendiz de electricista. Luego terminó por correspondencia una escuela superior para alcanzar el título de ingeniero.
En 1953 apareció el primer libro de Martínov «220 días en una astronave». Después publicó las novelas «Caliste», «La hermana de la tierra», «Encuentro a través de los siglos», «Los calistianos» y «Guianeya», en las que desarrolla la idea sobre el posible encuentro de los habitantes de la Tierra con los representantes de civilizaciones de otros mundos del futuro.
La presente obra fue editada en español dos veces y obtuvo gran popularidad.
Cumpliendo numerosas peticiones del lector latinoamericano la editorial Mir la ha reeditado este año.

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Pasaron dos años.

Los satélitesexploradores no volvieron a aparecer cerca de la Tierra. Pero se podía suponer que habían cambiado el sistema de su «defensa» Y eran invisibles no sólo, como antes, por los telescopios visuales, sino también para los radiotelescopios. Si esto es así entonces ahora son mucho más peligrosos.

Las astronaves salían de la Tierra tomando grandes precauciones y sólo se les autorizaba a desarrollar su velocidad más allá de la órbita de la Luna.

No cesaron las búsquedas de la base secreta pero como antes no hubo resultados efectivos. Y en la opinión pública iba apareciendo, y fortaleciéndose gradualmente, la convicción de que en la Luna no había, y nunca hubo, ninguna base.

Los satélites, razonaban estas personas, no se ocultaron en la región del cráter Tycho, sino que es posible que hayan ido más allá de los límites del sistema solar. Encontrando en su camino espiral a la Luna, la pasaron y siguieron más adelante. Se podían explicar las señales registradas por las tres naves, como una radiación de los mismos satélites, que no tenía ningún sentido y que no era transmisión de radio. Podían haber lanzado ondas extracortas los motores desconocidos de los satélites, ya que nadie sabe su construcción y principios de funcionamiento. Y era una cosa «completamente casual» que las líneas de localización coincidieran en el cráter Tycho, ya que podían haber coincidido en cualquier otro lugar. ¡Tampoco tenía importancia el que estas líneas coincidieran en el mismo punto, donde, según los cálculos de Murátov y Sinitsin, terminaba la trayectoria de los dos satélites! ¡Estas casualidades suelen ocurrir!

La salvadora palabra «coincidencia» actuaba como un calmante en la opinión pública.

La mayoría de la población del globo terrestre pronto dejó de pensar en los satélites. La época era agitada. El pensamiento mundial liberado de las enmarañadas ideas seculares tomaba por asalto los secretos de la naturaleza con una energía y tenacidad desconocidas. Se sucedían uno tras otro descubrimientos que dejaban perplejos. El poder del hombre sobre la naturaleza crecía «a ojos vistas».

Pero los trabajadores de la cosmonáutica no podían olvidar, y no olvidaban, a los exploradores del mundo extraño. El secreto no descubierto continuaba pendiendo sobre la seguridad de las vías interplanetarias. El caso con la astronave «TierraMarte», a finales del siglo pasado, continuaba preocupando a los dirigentes del «Servicio del Cosmos». De ninguna manera se podía uno tranquilizar con la idea de que los satélites habían decidido no encontrarse con las naves terrestres. Aquella vez uno de ellos no sólo no se apartó, sino que chocó con la astronave. Esto podía repetirse en cualquier momento.

Si antes se empleaban las instalaciones de localización para notar a su debido tiempo el encuentro con los meteoritos, ahora los gravímetros eran una parte imprescindible del puesto de navegación de las astronaves. Pues cualquiera que fuera la defensa que utilizaran los amos de los satélites, sus masas sería imposible destruirlas o hacerlas «invisibles».

El trabajo en el cosmos se realizaba con todo orden, pero los astronautas sentían diariamente la incertidumbre de algún hecho inesperado. Era una necesidad perentoria descubrir el secreto, pero los científicos no encontraban el camino para ello.

¿Se encontraban todavía los satélites en el sistema solar?

Esta pregunta que era la fundamental y más importante, quedaba sin responder.

El personal de las estaciones científicas de la Luna, y en particular de la estación del cráter Tycho, observaba constantemente el espacio adyacente. La vigilancia por radio se realizaba de día y de noche. Si los satélites a pesar de todo se hubieran ocultado en la base lunar, tarde o temprano volverían a volar de nuevo alrededor de la Tierra. Esto podía tener lugar en cuanto recibieran la correspondiente señal y, ésta era necesario captarla, costara lo que costase.

Pero el tiempo pasaba y todo estaba tranquilo. No aparecían ni los satélites, ni las señales de radio dirigidas o que partieran de ellos.

Los miembros del consejo científico del Instituto de cosmonáutica mantenían la opinión de que la causa era el descanso correspondiente en el trabajo de los satélites, y que casualmente coincidió con el tiempo en que se realizó la expedición en la «Titov». Estas interrupciones sin duda alguna existieron antes. La aparición periódica de los satélites alrededor de la Tierra lo explicaba claramente el hecho de que no fueron hallados mucho antes.

¿Pero cuánto duraban estas interrupciones? Esto no lo podía saber nadie. Era necesario, posiblemente durante muchos años, tomar medidas contra el peligro desconocido y posiblemente inexistente. Y el medio único y radical era encontrar la base.

El desarrollo impetuoso de la técnica ofrecía nuevas y nuevas posibilidades para las búsquedas. Se utilizaban inmediatamente pero todo era en vano. Como antes las entrañas de la cumbre circular del cráter Tytfho y de los otros próximos parecían que no habían sido tocados nunca por nadie.

Pero entre los científicos se mantenía con firmeza el criterio de que la base existía a pesar de los sistemáticos fracasos. La comprobación reiterada de los cálculos de Murátov y Sinitsin conducía, incontrovertiblemente, a la conclusión de que las trayectorias de los dos satélites se aproximaban, según se acercaban a la Luna, y en el punto del espacio donde se encontraba el cráter Tycho ¡coincidían!

Esto de ninguna manera podía ocurrir si los satélites hubieran rodeado a la Luna y seguido adelante.

Creer en tal «casual coincidencia», podía creerlo cualquiera, pero no los matemáticos, los astrónomos ni los físicos, por eso las búsquedas continuaban tenaz e insistentemente.

Víktor Murátov conoció todo esto sólo por las poco frecuentes conversaciones radiofónicas con Sinitsin. Estaba completamente enfrascado en su trabajo, y en estos dos años no se ocupó de otra cosa. Los cálculos matemáticos del proyecto de Jean Leguerier eran una cosa difícil. Recordaba los satélites y sus secretos sólo después de las conversaciones con Sinitsin. Víktor ya hacía tiempo que consideraba inconsistente su hipótesis sobre la estancia en la Luna de representantes vivos de otra humanidad, ya que numerosas consideraciones estaban en contra, y además él nunca fue terco.

El proyecto de Leguerier dejó de ser tal. Había sido aprobado y entró en la fase de su realización práctica. Los cálculos demostraban la posibilidad de su realización y su conveniencia. Los gastos de energía necesarios para el cambio de la órbita de Hermes eran considerablemente menores que los que se exigían para un viaje de este tipo en una astronave por el sistema solar. Ni hablar de que la realización de observaciones astronómicas desde el asteroide serían de un volumen mucho mayor que desde una nave. Perfectamente se podía instalar en Hermes un observatorio.

Hermes, que es un asteroide relativamente pequeño, de medio kilómetro de diámetro, tendría que pasar dentro de algunos meses cerca de la Tierra, a una distancia de quinientos setenta y tres mil kilómetros, y se decidió utilizar este momento para comenzar el viaje sin precedente del científico francés.

Según el plan de Leguerier, aprobado por el Instituto de cosmonáutica, debía descender en el asteroide el satélite artificial de la Tierra, construido y puesto en órbita hace veinte años, especialmente destinado para realizar trabajos astronómicos. Por muchas razones este satélite artificial era ya anticuado, pero valía para los fines que quería Leguerier. En él había todo lo necesario, y sólo exigía reequiparlo un poco para que el grupo de astrónomos pudiera realizar, sin privaciones, un vuelo de muchos años.

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