Título original: Естествен роман
© 1999 Gueorgui Gospodínov. All rights reserved
© 2020 María Vútova por la traducción
© 2013 Högni Sigurthórsson por la ilustración de cubierta bajo permiso de Dimma, Iceland.
© 2018 Dobrinka Stoilova por el retrato del autor
© 2020 Fulgencio Pimentel por la presente edición, incluidas sus revisiones y modificaciones de los materiales descritos.
www.fulgenciopimentel.com
ISBN de la edición en papel: 978-84-17617-26-4
ISBN de la edición digital: 978-84-17617-39-4
Primera edición: enero de 2020
Editor: César Sánchez
Editores adjuntos: Joana Carro y Alberto Gª Marcos
Revisión de textos: Curro Bernier y los editores
Diseño de cubierta: Högni Sigurthórsson
Retoque de imagen: Daniel Tudelilla
Comunicación: Isabel Bellido
prensa@fulgenciopimentel.com
Índice
1 1 Cada segundo, en este mundo, hay una larga fila de gente que llora. Y otra, más pequeña, de gente que ríe. Hay también una tercera fila que ya ni llora ni ríe. Es la más triste de todas. Es de esta de la que quiero hablar. Nos estamos separando. En el sueño, la separación consiste simplemente en abandonar la casa. Todo en la estancia está embalado, las cajas se apilan hasta el techo y, sin embargo, todavía queda espacio. El pasillo y los otros cuartos están abarrotados de familiares, míos y de Ema. Cuchichean, susurran, esperan a ver qué haremos. Ema y yo estamos junto a la ventana. Solo nos falta por repartirnos un lote de discos de vinilo. De pronto, saca de la funda el primer vinilo y lo arroja con fuerza por la ventana. Este es mío, dice. La ventana está cerrada, pero el vinilo la atraviesa como si fuese de aire. De manera instintiva, saco el siguiente y lo arrojo yo también. El vinilo vuela como un frisbi, gira alrededor de su eje como si girase en el gramófono, pero más rápido. Se escucha su silbido. Más o menos a la altura de los contenedores de basura, se dirige peligrosamente hacia una paloma mugrienta que vuela a ras del suelo. En un primer momento parece que la colisión podrá evitarse, pero enseguida contemplo horrorizado cómo el borde del vinilo penetra con suavidad en el inflado buche del ave. Todo parece ocurrir a cámara lenta, lo que no hace sino intensificar el horror. Se oyen con claridad unas breves notas cuando el disco le rebana el buche. La afilada fúrcula de la paloma arranca un sonido efímero del vinilo al rozar el surco. Nada más que el inicio de una melodía. Una chanson. No recuerdo. ¿Les Parapluies de Cherbourg? ¿Á Paris? ¿Le Café des trois colombes? No recuerdo. Pero había música. La cabeza cercenada sigue volando por inercia unos metros más mientras el cuerpo se desploma suavemente sobre el polvo, junto a los contenedores. No hay sangre. Todo en el sueño es de una sobriedad infinita. Ema se agacha y lanza el siguiente vinilo. Luego, yo. Ella. Yo. Ella. Cada vinilo reproduce el suceso del primero. La acera bajo la ventana se cubre de cabezas de pájaro, grises, uniformes, con las membranas de los ojos cerradas. Cada vez que una cabeza cae, los familiares a nuestras espaldas estallan en súbitos aplausos. Desde el alféizar, Mitza se relame, voraz. Me desperté con dolor de garganta. Primero pensé en contarle el sueño a Ema. Luego deseché la idea. Un sueño, nada más que eso.
2
3
4
00
5
00
6
7
8
9
10
11
12
13
14
15
16
17
18
19
20
21
22
23
24
25
26
27
28
29
30
31
32
33
34
35
36
37
38
39
40
41
42
43
44
45
46
47
ϒ
Último epígrafe
Unas cuantas palabras del autor quince años después
La historia natural no es sino la denominación de lo visible. De ahí su supuesta sencillez y esa apariencia inocente —al menos, vista desde la distancia—. Pues, en efecto, la historia natural proyecta una mirada simple, impuesta por la evidencia de las cosas.
Un moderno francés
París, 1966
Cada segundo, en este mundo, hay una larga fila de gente que llora. Y otra, más pequeña, de gente que ríe. Hay también una tercera fila que ya ni llora ni ríe. Es la más triste de todas. Es de esta de la que quiero hablar.
Nos estamos separando. En el sueño, la separación consiste simplemente en abandonar la casa. Todo en la estancia está embalado, las cajas se apilan hasta el techo y, sin embargo, todavía queda espacio. El pasillo y los otros cuartos están abarrotados de familiares, míos y de Ema. Cuchichean, susurran, esperan a ver qué haremos. Ema y yo estamos junto a la ventana. Solo nos falta por repartirnos un lote de discos de vinilo. De pronto, saca de la funda el primer vinilo y lo arroja con fuerza por la ventana. Este es mío, dice. La ventana está cerrada, pero el vinilo la atraviesa como si fuese de aire. De manera instintiva, saco el siguiente y lo arrojo yo también. El vinilo vuela como un frisbi, gira alrededor de su eje como si girase en el gramófono, pero más rápido. Se escucha su silbido. Más o menos a la altura de los contenedores de basura, se dirige peligrosamente hacia una paloma mugrienta que vuela a ras del suelo. En un primer momento parece que la colisión podrá evitarse, pero enseguida contemplo horrorizado cómo el borde del vinilo penetra con suavidad en el inflado buche del ave. Todo parece ocurrir a cámara lenta, lo que no hace sino intensificar el horror. Se oyen con claridad unas breves notas cuando el disco le rebana el buche. La afilada fúrcula de la paloma arranca un sonido efímero del vinilo al rozar el surco. Nada más que el inicio de una melodía. Una chanson. No recuerdo. ¿Les Parapluies de Cherbourg? ¿Á Paris?
¿Le Café des trois colombes? No recuerdo. Pero había música. La cabeza cercenada sigue volando por inercia unos metros más mientras el cuerpo se desploma suavemente sobre el polvo, junto a los contenedores. No hay sangre.
Todo en el sueño es de una sobriedad infinita. Ema se agacha y lanza el siguiente vinilo. Luego, yo. Ella. Yo. Ella. Cada vinilo reproduce el suceso del primero. La acera bajo la ventana se cubre de cabezas de pájaro, grises, uniformes, con las membranas de los ojos cerradas. Cada vez que una cabeza cae, los familiares a nuestras espaldas estallan en súbitos aplausos. Desde el alféizar, Mitza se relame, voraz.
Me desperté con dolor de garganta. Primero pensé en contarle el sueño a Ema. Luego deseché la idea. Un sueño, nada más que eso.
El apocalipsis también es posible en un país concreto.
Compré la mecedora un sábado de inicios de enero de 1997. Acababa de cobrar, y la mecedora se tragó la mitad de mi salario. Era la última, todavía a precios antiguos, relativamente bajos. La increíble inflación de aquel invierno subrayaba la insensatez de mi adquisición. Era una mecedora trenzada, imitación de bambú. No pesaba especialmente, pero parecía enorme e incómoda de transportar. Gastarse la otra mitad del sueldo en un taxi resultaba impensable. Así que me la cargué a cuestas y me dirigí a casa. Caminaba —la mecedora a la espalda, como un cestero— y concitaba las miradas indignadas de los transeúntes debido al lujazo que me había permitido. Alguien debería describir toda la miseria del invierno del 97 y todas las demás miserias, la del invierno del 90, la del 92. Recuerdo a una señora mayor, delante de mí, en el mercado, pidiendo que le corten medio limón. Otros recorren de noche los puestos vacíos por si alguna patata ha rodado por el suelo. Cada vez más personas bien vestidas superan la vergüenza y rebuscan en los contenedores de basura. Los perros aúllan hambrientos junto a ellas o bien se abalanzan en jaurías sobre los peatones rezagados. Mientras escribo estas frases sueltas imagino gruesos titulares de prensa en tipografía maciza.
Читать дальше