Greg Bear - La radio de Darwin

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La
es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino.
Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.
Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.
El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de
y
.
Premio Nebula 2000.
Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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Otra contracción:

—¡Oh, mierda! —gritó.

Mary Hand fue a ver cómo estaba y mostró un gesto de preocupación.

—¿Le dijo el doctor Chambers cuándo debíamos administrar la pitocina?

Kaye negó con la cabeza, incapaz de responder. Mary Hand fue en busca de Chambers. Mitch se quedó con ella. Sue entró y se sentó en una silla. Kaye cerró los ojos y descubrió que el universo de esa oscuridad personal era tan pequeño que estuvo a punto de sufrir un ataque de pánico. Quería que todo aquello terminase. Ningún retortijón menstrual había tenido la fuerza de aquellas contracciones. En medio de los espasmos, temía que se le rompiese la espalda.

Sabía que sólo existía la carne y que el espíritu no era nada.

—Todos nacemos de la misma forma —le dijo Sue a Mitch—. Está bien que estés aquí, Mitch. Jack dice que me acompañará en mi parto, pero no es lo tradicional.

—Cosa de mujeres —dijo Mitch. La máscara de Sue le fascinaba. Estaba de pie, esbelta. Alta, con un vientre prominente pero equilibrado, parecía la esencia de la feminidad robusta. Confiada, en calma filosófica.

Kaye gimió. Mitch se inclinó y le acarició la mejilla. Estaba tendida de lado, buscando desesperadamente alguna posición cómoda.

—Dios, dame drogas —dijo con una sonrisa débil.

—Aquí tenemos tu sentido del humor —dijo Mitch.

—Lo digo en serio. No, no es cierto. No sé ni lo que digo. ¿Dónde está Felicity?

—Jack estuvo aquí hace unos minutos. Envió algunos camiones, pero todavía no tiene noticias.

—Necesito a Felicity. No sé cuáles son las ideas de Chambers. Dadme algo para que suceda.

Mitch se sentía inútil, deprimido. Se encontraba en manos del estamento médico occidental… o su versión en la Confederación de las Cinco Tribus. Francamente, no confiaba demasiado en Chambers.

—Oh, puta MIERDA —gritó Kaye, y se tendió de espaldas, con el rostro tan deformado que Mitch no pudo reconocerla.

Las siete en punto. Kaye miró al reloj de la pared con ojos entrecerrados. Más de doce horas. No recordaba cuándo habían llegado. ¿Había sido por la tarde? Sí. Más de doce horas. No era un récord. Su madre le había contado, cuando no era más que una niña, que el parto de Kaye había durado más de treinta horas. «Te lo dedico a ti, madre. Dios, me gustaría que pudieses estar aquí.»

Sue no estaba en la habitación. Estaba Mitch, masajeándole el brazo, reduciendo la tensión, pasándose al otro brazo. Sentía un afecto distante por Mitch, pero dudaba seriamente que volviese a hacer el amor con él. Por qué pensarlo siquiera. Kaye se sentía como un enorme globo a punto de estallar. Tenía que ir a orinar y la idea se convirtió en el acto y no le importó. Mary Hand vino, quitó el papel mojado y lo cambió por otro.

El doctor Chambers vino y le dijo a Mary que empezase con la pitocina. Mary insertó el vial en el receptáculo apropiado y ajustó la máquina que controlaba el goteo. Kaye se interesó profundamente por el procedimiento. Bardahl para bebés. Podía recordar vagamente la lista de péptidos y glicoproteínas que Judith había encontrado en el gran complejo proteínico. Malas noticias para las mujeres. Quizá.

Quizá.

Lo único que existía en todo el universo era el dolor. Kaye estaba sentada sobre el dolor como una pequeña mosca aturdida sobre una enorme pelota de goma. Vagamente oía que el anestesista se movía a su alrededor. Oía a Mitch hablar con el doctor. Mary Hand también estaba allí.

Chambers dijo algo totalmente irrelevante, algo sobre almacenar sangre del cordón en caso de que el bebé necesitase una transfusión posteriormente, o para legársela a la ciencia: sangre del cordón umbilical, llena de células madre.

—Hágalo —dijo Kaye.

—¿Qué? —preguntó Mitch.

Chambers le preguntó si quería la epidural.

—Dios, sí —dijo Kaye, sin sentir la más mínima culpa por no haber podido cumplir su propósito.

La pusieron de lado.

—Quieta un momento —dijo el anestesista. ¿Cómo se llamaba? No podía recordar su nombre. La cara de Sue apareció frente a ella.

—Jack dice que van a traerla.

—¿A quién? —preguntó Kaye.

—A la doctora Galbreath.

—Bien. —Kaye pensó que debería importarle.

—No le permitían romper la cuarentena.

—Cabrones —dijo Mitch.

—Cabrones —repitió Kaye.

Sintió un pinchazo en la espalda. Otra contracción. Empezó a estremecerse. El anestesiólogo lanzó un juramento y se disculpó.

—Fallé. Tendrá que estarse quieta.

Le dolía la espalda. No era nada nuevo. Mitch le puso un trapo frío en la frente. Medicina moderna. Le había fallado a la medicina moderna.

—Oh, mierda.

En algún lugar exterior a su esfera de conciencia, oyó voces como las de ángeles lejanos.

—Felicity está aquí —dijo Mitch, y su rostro, flotando justo frente a ella, mostraba alivio. Pero la doctora Galbreath y el doctor Chambers discutían, y el anestesista también estaba de por medio.

—Nada de epidural —dijo Galbreath—. Quítenle la pitocina ahora mismo. ¿Cuánto hace? ¿Qué cantidad?

Mientras Chambers miraba la máquina y leía cifras, Mary Hand hizo algo con los tubos. La máquina lanzó un pitido. Kaye miró el reloj. Siete y media. ¿Qué significaba ese número? Tiempo. Claro.

—Tendrá que hacerlo sin ayuda —dijo Galbreath. Chambers respondió con irritación, palabras duras bajo la horrible mascarilla, pero Kaye no le prestó atención.

No le darían calmantes.

Felicity se inclinó sobre Kaye y entró en su campo visual. No llevaba mascarilla. El enorme foco quirúrgico estaba conectado y Felicity no llevaba mascarilla, bendita mujer.

—Gracias —dijo Kaye.

—Puede que no me lo agradezcas más tarde, querida —dijo Felicity—. Si quieres este bebé, no podemos hacer nada más con drogas. Nada de pitocina, nada de anestésicos. Me alegra haber llegado a tiempo. Los mata, Kaye. ¿Lo comprendes?

Kaye hizo una mueca.

—Un maldito insulto tras otro, ¿no, querida? Son tan delicados estos nuevos bebés.

Chambers se quejó por la interferencia, pero Kaye oyó las voces de Jack y Mitch, voces que se alejaban mientras le sacaban de la habitación.

—El CCE vale para algo, cariño —le contó Felicity—. Enviaron un boletín especial sobre nacimientos vivos. Nada de drogas, especialmente anestésicos. Ni siquiera aspirina. Estos bebés no pueden soportarlas. —Hizo algo durante un momento entre las piernas de Kaye—. Episiotomía —le dijo a Mary—. Sin anestesia local. Aguanta, cariño. Esto va a doler, es como volver a perder de nuevo la virginidad. Mitch, ya sabes lo que debes hacer.

Empujar hasta diez. Expulsar aire. Aguantar, soplar, empujar hasta diez. El cuerpo de Kaye era como un caballo que supiese cómo correr pero aún así apreciase la presencia de un guía. Mitch frotando vigorosamente, de pie junto a ella. Apretó su mano y luego su brazo hasta que Mitch hizo una mueca de dolor. Aguantó, empujar hasta diez. Expirar.

—Vale. Veo la cabeza. Aquí está. Dios, ha llevado tanto tiempo, ha sido un camino tan largo y extraño, ¿eh? Mary, aquí está el cordón. Ése es el problema. Un poco oscuro. Uno más, Kaye. Hazlo, cariño, ahora.

Así lo hizo y algo salió, un movimiento impetuoso, como semillas de calabaza entre los dedos apretados, un estallido de dolor, alivio, más dolor, daño. Las piernas le temblaban. Un calambre en la pantorrilla, pero apenas se dio cuenta. Sintió un ataque súbito de felicidad, de delicioso vacío, luego una puñalada en el cóccix.

—Aquí está, Kaye. Está viva.

Kaye oyó un gemido débil y algo similar a un silbido musical.

Felicity le enseñó a la niña, rosada y ensangrentada, con el cordón colgando entre las piernas de Kaye. Miró a su hija y no sintió nada durante un momento, y luego algo enorme y suave, inmenso, le rozó el alma.

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