Mary Hand depositó a la niña en una manta azul sobre el abdomen de Kaye y la limpió con gestos rápidos.
Mitch miró la sangre, a la niña.
Chambers regresó, todavía con la mascarilla, pero Mitch no hizo caso de su presencia. Estaba centrado en Kaye y en la niña, tan pequeña, agitándose. Lágrimas de cansancio y alivio recorrieron las mejillas de Mitch. Le dolía la garganta por lo que sentía. El corazón le resonaba. Abrazó a Kaye, y ésta le devolvió el abrazo con asombrosa fuerza.
—No le pongas nada en los ojos —fueron las instrucciones de Felicity para Mary—. Es algo completamente diferente.
Mary asintió feliz tras la mascarilla.
—Placenta —dijo Felicity. Mary le ofreció una bandeja de acero.
Kaye nunca había estado segura de si sería una buena madre. Ahora, nada de eso importaba. Miró cómo ponían a la niña en la báscula y pensó: «No pude verle bien la cara. Estaba toda arrugada.»
Felicity usó una gasa con alcohol y una enorme aguja quirúrgica entre las piernas de Kaye. A Kaye no le gustó, pero se limitó a cerrar los ojos.
Mary Hand realizó todo el conjunto de pruebas y terminó de limpiar a la niña mientras Chambers extraía sangre del cordón. Felicity le mostró a Mitch dónde cortar el cordón y luego le llevó la niña a Kaye. Mary le ayudó a levantarse la bata y le colocó a la niña.
—¿Se le puede dar el pecho? —preguntó Kaye con una voz que era poco más que un susurro ronco.
—Si no fuese así, nos podríamos olvidar de todo el experimento —dijo Felicity con una sonrisa—. Adelante, cariño. Tienes lo que necesita.
Le mostró a Kaye cómo acariciar la mejilla del bebé. Los pequeños labios rosa se abrieron y se cerraron sobre el enorme pezón moreno. Mitch estaba boquiabierto. Kaye quería reírse de su expresión, pero volvió a centrarse en el pequeño rostro, deseosa por saber cómo era su hija. Sue permaneció a su lado e hizo soniditos de felicidad para madre e hija.
Mitch miró a la niña y la vio chupar del pecho de Kaye. Sentía una calma casi religiosa. Ya estaba; era sólo el comienzo. En cualquier caso, aquello era algo a lo que aferrarse, un centro, un punto de referencia.
El rostro de la niña estaba rojo y arrugado, pero el pelo era abundante, fino y sedoso, de un pálido castaño rojizo. Tenía los ojos cerrados, los párpados apretados, preocupada y concentrada.
—Cuatro kilos —dijo Mary—. Ocho en el apgar. Un buen apgar. —Se quitó la mascarilla.
—Oh, Dios, ya está aquí —dijo Sue llevándose la mano a la boca, como si de pronto hubiese comprendido lo que sucedía. Mitch le sonrió como un tonto, luego se sentó junto a Kaye y la niña y apoyó la barbilla sobre el brazo de Kaye, con el rostro a pocos centímetros de su hija.
Felicity terminó de limpiar. Chambers le dijo a Mary que pusiese todos los trapos y desechables en una bolsa especial de residuos para quemarlos. Mary lo hizo en silencio.
—Es un milagro —dijo Mitch.
La niña intentó volver la cabeza en dirección a su voz, abrió lo ojos e intentó localizarle.
—Tu papaíto —dijo Kaye. De su pezón fluía un espeso y amarillo calostro. La niña agachó la cabeza y volvió a chupar con un ligero empujón del dedo de Kaye—. Ha levantado la cabeza —dijo Kaye maravillada.
—Es hermosa —dijo Sue—. Felicidades.
Felicity le habló a Sue durante un momento mientras Kaye, Mitch y la niña ocupaban el punto de brillo solar bajo la lámpara quirúrgica.
—Ya está aquí —dijo Kaye.
—Ya está aquí —afirmó Mitch.
—Lo hemos hecho.
—Vaya si lo hemos hecho —dijo Mitch.
Una vez más, su hija levantó la cabeza, abrió los ojos, en esta ocasión por completo.
—Mirad eso —dijo Chambers. Felicity se inclinó, golpeando casi la cabeza de Sue.
Mitch miró fascinado a su hija. Tenía pupilas leonadas salpicadas de oro. Se inclinó.
—Aquí estoy —le dijo a la niña.
Kaye volvió a indicarle el pezón, pero la niña se resistió, desplazando la cabeza con sorprendente fuerza.
—Hola, Mitch —dijo su hija, con una voz como el maullido de un gatito, no mucho más que un gritito, pero muy clara.
Mitch sintió que se le erizaba el vello del cuello. Felicity Galbreath se quedó boquiabierta y retrocedió como si le hubiesen pegado.
Mitch se apoyó en el borde de la cama y se quedó quieto. Se estremecía. La niña que descansaba sobre el pecho de Kaye le pareció por un momento más de lo que podía soportar; no sólo inesperada, sino incorrecta. Quería salir corriendo. Aún así, no podía apartar la vista de la pequeña. Sintió calor en el pecho. La forma de su pequeño rostro se convirtió en una especie de centro. Parecía que intentaba hablar de nuevo, sus labios moviéndose y desplazándose a un lado, pequeños y rosáceos. En la comisura de su boca apareció una pequeña burbuja láctea. Pequeñas motas pardas, leonadas, se destacaron por sus mejillas y frente.
Movió la cabeza y miró al rostro de Kaye. Unas arrugas de perplejidad ocuparon el espacio entre sus ojos.
Mitch alargó la enorme mano huesuda y sus dedos callosos para tocar a la niña. Se inclinó para besar a Kaye, luego a la niña y le acarició la sien con toda suavidad. Tocándola con un pulgar, guió sus labios de color rosa de vuelta al pezón. Con un suspiro, un sonido silbante, y con una contorsión, agarró la tetilla de su madre y chupó con fuerza. Sus pequeñas manitas flexionaron deditos perfectos de un color moreno dorado.
Mitch llamó a Sam y Abby en Oregón y les comunicó la noticia. Apenas pudo prestar atención a lo que le decían; la voz temblorosa de su padre, el grito de alegría y alivio de su madre. Hablaron un rato y luego les dijo que apenas podía tenerse en pie.
—Necesitamos dormir —dijo él.
Kaye y la niña ya estaban dormidas. Chambers les dijo que deberían quedarse allí dos días más. Mitch pidió que le pusiesen un camastro en la habitación, pero Felicity y Sue le persuadieron de que todo iría bien.
—Ve a casa y descansa —le dijo Sue—. Estarán bien.
Mitch se movió con incomodidad.
—¿Me llamarán si hay problemas?
—Te llamaremos —dijo Mary Hand al pasar con una bolsa de ropa de cama.
—Haré que dos amigos se queden en el exterior de la clínica —dijo Jack.
—Necesito un sitio para dormir esta noche —dijo Felicity—. Quiero ver cómo están mañana.
—Quédate en nuestra casa —le propuso Jack.
A Mitch apenas le sostenían las piernas mientras caminaba de la clínica al Toyota.
En la caravana, durmió toda la noche y toda el día. Cuando despertó, anochecía. Se arrodilló en el sofá y miró por la inmensa ventana a la maleza, la grava y las lejanas colinas.
Se duchó, se afeitó y vistió. Buscó más cosas que Kaye y la niña pudiesen necesitar y que hubiesen olvidado.
Se miró en el espejo del baño.
Lloró.
Regresó a la clínica caminando a solas, disfrutando del crepúsculo. El aire estaba limpio y claro y traía olores a salvia, hierba, polvo y agua del riachuelo. Pasó junto a una casa en la que cuatro hombres retiraban el motor de un viejo Ford, empleando un roble y una grúa de cadena. Los hombres le saludaron y apartaron la vista con rapidez. Sabían quién era; sabían lo que había sucedido. No se sentían cómodos ni con él ni con el acontecimiento. Apresuró el paso. Le dolían las cejas, y ahora las mejillas. La máscara estaba muy suelta. Pronto se caería. Podía sentir la lengua contra los lados de la boca; tenía un tacto diferente. Sentía la cabeza diferente.
Más que nada, quería ver a Kaye de nuevo, y a la niña, su hija, para asegurarse de que era real.
El banquete de bodas ocupaba la mayor parte del medio acre del patio trasero. El día se presentaba cálido y neblinoso, alternando momentos de sol con nubes ligeras. Mark Augustine permaneció en la línea de recepción con su prometida durante cuarenta minutos, sonriendo, dando la mano, abrazando con amabilidad. Senadores y congresistas recorriendo la línea, charlando amigablemente. Hombres y mujeres vistiendo libreas unisex negras y blancas llevaban bandejas de champaña y canapés desplazándose sobre el césped de un verde campo de golf. Augustine miró a su prometida con una sonrisa forzada; sabía lo que sentía en su interior, amor, alivio y triunfo, todo ligeramente frío. El rostro que mostraba a sus invitados, a los pocos periodistas que habían ganado en la lotería de prensa, era de calma, calidez, dedicación.
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