Sin embargo, algo había ocupado su mente durante todo el día, incluso durante la ceremonia. Se había equivocado durante la sencilla declaración, provocando risitas en las primeras filas de la capilla.
Los bebés nacían con vida. En los hospitales de cuarentena, en clínicas comunitarias designadas por el Equipo Especial, e incluso en hogares privados. Los nuevos bebés llegaban.
Se le había ocurrido momentáneamente la posibilidad de que estuviese equivocado, de pasada, como un picor, hasta que oyó que la hija de Kaye Lang había nacido con vida, asistida por un médico que trabajaba a partir de los boletines de emergencia emitidos por el Centro para el Control de Enfermedades, el mismo equipo de estudio epidemiológico que se había establecido siguiendo sus órdenes. Procedimientos especiales, precauciones especiales; los bebés eran diferentes.
Hasta ahora, veinticuatro niños SHEVA habían sido depositados en clínicas comunitarias por madres solteras o padres que el Equipo Especial no seguía.
Niños abandonados, vivos y anónimos, ahora bajo su cuidado.
La recepción llegó a su fin. Con los pies doloridos en los ajustados zapatos negros de vestir, abrazó a su novia, le susurró al oído y le indicó a Florence Leighton que se uniese a él en la casa principal.
—¿Qué nos ha enviado Alergias y Enfermedades Infecciosas? —le preguntó.
La señora Leighton abrió la cartera que había llevado durante todo el día y le pasó un fax.
—He estado esperando una oportunidad —le dijo—. El presidente llamó antes, envía sus mejores deseos, y le quiere en la Casa Blanca esta noche, lo más pronto posible.
Augustine leyó el fax.
—Kaye Lang tuvo su niña —dijo, mirándola y arqueando las cejas.
—Eso he oído —dijo la señora Leighton. Mantenía una expresión profesional, atenta, sin revelar nada.
—Deberíamos enviar nuestras felicitaciones —dijo Augustine.
—Lo haré —respondió la señora Leighton.
Augustine agitó la cabeza .
—No, no lo harás —dijo—. Todavía tenemos un procedimiento a seguir.
—Sí, señor —dijo ella.
—Dile al presidente que estaré allí a las ocho.
—¿Qué pasa con Alyson? —preguntó la señora Leighton.
—Se ha casado conmigo, ¿no? —preguntó Augustine—. Sabe en qué se ha metido.
89
Condado de Kumash, este de Washington
Mitch sostenía a Kaye por un brazo mientras caminaba de un lado a otro de la habitación.
—¿Cómo vais a llamarla? —preguntó Felicity. Estaba sentada en la única silla, de vinilo azul, de la habitación, acunando a la niña dormida entre sus brazos.
Kaye miró a Mitch expectante. Algo relacionado con darle nombre a la niña hacía que se sintiese una mujer vulnerable y pretenciosa, como si se tratase de un derecho que ni siquiera una madre se mereciese.
—Tú hiciste la mayor parte del trabajo —dijo Mitch con una sonrisa—. El privilegio es tuyo.
—Debemos estar de acuerdo —dijo Kaye.
—Ponme a prueba.
—Es una estrella nueva —dijo Kaye. Le seguían fallando las piernas. Sentía el vientre flojo y dolorido, y en ocasiones el dolor entre las piernas le hacía sentirse mal, pero mejoraba con rapidez. Se sentó a un lado de la cama—. Mi abuela se llamaba Stella. Significa estrella. Pensaba en llamarla Stella Nova.
Mitch tomó a la niña de entre los brazos de Felicity.
—Stella Nova —repitió.
—Suena atrevido —dijo Felicity—. Me gusta.
—Ése es su nombre —dijo Mitch, acercando a la niña a su cara. Le olió la cabeza, el calor húmedo de su pelo. Olía a su madre y a mucho más. Podía sentir cascadas de emociones, como bloques que se situasen en su lugar en su interior, estableciendo unos cimientos fuertes.
—Controla tu atención incluso cuando duerme —dijo Kaye. Medio consciente, se llevó la mano a la cara y retiró un trozo de máscara, mostrando la nueva piel que había debajo, rosácea y sensible, con un resplandor de pequeños melanóforos.
Felicity se acercó y examinó a Kaye más de cerca.
—No puedo creer que esté viéndolo —dijo—. Yo soy la que debería sentirse privilegiada.
Stella abrió los ojos y se estremeció como si estuviese inquieta. Dedicó a su padre una mirada larga y perpleja, y luego empezó a llorar. Era un llanto agudo y alarmante. Mitch se la pasó con rapidez a Kaye, quien se apartó la bata.
La niña se acomodó y dejó de llorar. Kaye volvió a saborear el placer de su leche fluyendo, el encanto sensual de la niña en su pecho. Los ojos de la niña examinaron a su madre, y luego apartó la cabeza, llevándose el pecho con ella, y miró hacia Felicity y Mitch. Los ojos pardos salpicados de oro derritieron a Mitch por dentro.
—Tan avanzada —dijo Felicity—. Es un encanto.
—¿Qué esperabas? —preguntó Kaye con dulzura, adoptando un ligero gorjeo en la voz. Con sorpresa, Mitch reconoció en la madre algunos de los tonos de la niña.
Stella Nova gorjeaba al chupar, como un dulce pajarillo. Cantaba mientras comía, mostrando su alegría, su felicidad.
La lengua de Mitch se movía tras los labios en inquieta simpatía.
—¿Cómo lo hace? —preguntó.
—No lo sé —dijo Kaye. Y era evidente que por el momento no le importaba la respuesta.
—En algunos aspectos, es como un bebé de seis meses —le dijo Felicity a Mitch mientras llevaba las bolsas desde el Toyota a la caravana—. Ya parece capaz de enfocar, reconocer rostros… voces… —susurró para sí misma, como si quisiese evitar lo que realmente separaba a Stella de otros recién nacidos.
—No ha vuelto a hablar —dijo Mitch.
Felicity le abrió la puerta.
—Quizá fue una ilusión auditiva —dijo.
Kaye tendió a la niña dormida en una pequeña cuna en la esquina del salón. Puso una manta ligera sobre Stella y se enderezó con un breve gruñido.
—Oíamos perfectamente —dijo.
Se acercó a Mitch y le arrancó un trozo de máscara de la cara.
—Ahh —dijo—. No está lista.
—Mira —dijo Kaye, de pronto científica—. Tenemos melanóforos. Ella tiene melanóforos. La mayoría, si no todos, de los nuevos padres van a tenerlos. Y nuestras lenguas… conectadas a algo nuevo en nuestras cabezas. —Se golpeó la sien—. Estamos equipados para tratar con ella, casi como iguales.
Felicity pareció confundida por ese cambió de nueva madre a una Kaye Lang objetiva y observadora. Kaye le devolvió la mirada sonriendo.
—No pasé el embarazo como una vaca —dijo—. A juzgar por estas nuevas herramientas, nuestra hija va a ser una niña difícil.
—¿Y eso? —preguntó Felicity.
—Porque en algunos aspectos nos va a dar mil vueltas —dijo Kaye.
—Quizás en todos los aspectos —añadió Mitch.
—No lo dices literalmente —dijo Felicity—. Al menos, no sabía moverse al nacer. El color de la piel, los melanóforos, como los llamas, puede ser… —Agitó la mano, incapaz de completar la idea.
—No son sólo color —dijo Mitch—. Puedo sentir los míos.
—Yo también —dijo Kaye—. Cambian. Imagínate a esa pobre chica.
Miró a Mitch. Éste asintió y le explicaron a Felicity su encuentro con los adolescentes de West Virginia.
—Si perteneciese al Equipo Especial, establecería oficinas psiquiátricas para los nuevos padres cuyos hijos hayan muerto —dijo Kaye—. Puede que se enfrenten a una nueva especie de pena.
—Preparados y sin nadie con quien hablar —dijo Mitch.
Felicity inspiró profundamente y se llevó la mano a la frente.
—He sido obstetra durante veintidós años —dijo—. Ahora me siento como si debiese dimitir y correr a ocultarme en un bosque.
—Trae a la pobre dama un vaso de agua —dijo Kaye—. ¿O prefieres vino? Yo necesito un vaso de vino, Mitch. Hace más de un año que no tomo un trago. —Se volvió hacia Felicity—. ¿Mencionaba el alcohol el boletín?
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