Greg Bear - La radio de Darwin

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La
es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino.
Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.
Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.
El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de
y
.
Premio Nebula 2000.
Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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Traía los pequeños animales desde la cueva por la noche y la alimentaba. Amaba tanto a aquella mujer que quería gritar, o rodar por el suelo y gemir, y no podía creer que estuviese malherida, a pesar de la sangre que empapaba sus pieles.

Cargó de nuevo con su mujer y ella le miró, suplicándole con voz aguda y cantarina, como un río que fluía en lugar de rocas que entrechocaban, la nueva voz que él también tenía. Ahora los dos sonaban como niños, no como adultos.

En una ocasión se había aproximado a un campamento de caza de caraplanas y les oyó cantar y bailar en la noche alrededor de un inmenso fuego. Sus voces sonaban agudas y líquidas, como niños. Quizás él y su mujer se estuviesen transformando en caraplanas y se irían a vivir con ellos cuando naciese el niño.

Cargó con ella atravesando la nieve blanda, con los pies tan insensibles como troncos. Durante un rato, ella guardó silencio, dormida. Cuando despertó, gritó e intentó refugiarse en sus brazos. Durante el crepúsculo, cuando el resplandor dorado teñía las alturas nevadas, la miró y vio que las zonas vellosas cuidadosamente afeitadas de sus sienes y mejillas, que la máscara no cubría, y el resto de su pelo, parecían sin brillo y enmarañado, como sin vida. Olía como un animal a punto de perecer.

Subió terrazas rocosas resbaladizas por el hielo. Recorrió una cresta cubierta por la nieve, y luego descendió, se deslizó, cayó rodando, llevando todavía a la mujer en brazos. Se puso en pie en el fondo, se volvió para orientarse con respecto a las paredes planas de las montañas, y de pronto se preguntó por qué todo le parecía tan familiar, como si fuese algo que hubiese practicado una y otra vez con los entrenadores de caza en la temporada de las cabras de las montañas.

Aquéllos habían sido buenos tiempos. Pensó en aquella época mientras llevaba a la mujer lo que quedaba de camino.

Usaba el atlatl de conejo, el palo para lanzar más pequeño, desde la infancia, pero nunca se le había permitido llevar el atlatl de alces y bisontes hasta que los entrenadores de caza itinerantes pasaron por el poblado el año en que le habían dolido los testículos y había derramado su semilla mientras dormía.

Entonces había salido con su padre, quien ahora se encontraba con la gente de los sueños, para reunirse con los entrenadores de caza. Eran hombres solitarios y feos, sucios, llenos de cicatrices, con grandes mechones de pelo. No tenían poblado, ni ley de acicalamiento, sino que iban de lugar en lugar y organizaban al pueblo cuando las cabras montesas, el ciervo, el alce o el bisonte estaban listos para compartir su carne. Algunos murmuraban que iban a los poblados de los caraplanas y les enseñaban a cazar en una temporada, y en realidad, algunos de los entrenadores podrían ser caraplanas que ocultaban sus rasgos con mechones de pelo y barbas. ¿Quién iba a cuestionarles? Ni siquiera el Hombre Toro. Cuando llegaban, todos comían bien, y las mujeres rascaban las pieles, reían, comían hierbas irritantes y bebían agua, y meaban juntas en contenedores de piel y masticaban y mojaban las pieles. Estaba prohibido cazar los grandes animales sin los entrenadores de caza.

Llegó a la entrada de la cueva. Su mujer se quejó suave y rítmicamente, mientras la arrastraba al interior. Miró afuera. La nieve empezaba a cubrir las gotas de sangre que habían dejado en el exterior.

Supo entonces que todo había terminado. Se agachó, apenas le cabían los anchos hombros, y colocó a la mujer con suavidad sobre una piel que empleaba para cubrir la carne mientras se congelaba en la cueva. Fue en busca de musgo y ramas en un saliente en el que sabía que estarían secos. Esperaba que ella no muriese antes de su regreso.

«Oh, Dios, permíteme que me despierte. No quiero ver más.»

Encontró ramas suficientes para encender un pequeño fuego y las llevó a la cueva. Allí las colocó en línea y frotó el palo, asegurándose primero de que la mujer no podía verlo. Encender el fuego era cosa de hombres. Seguía dormida. Cuando se encontró demasiado cansado para seguir frotando el palo, y aún no se veían volutas de humo, sacó pedernal comenzó a golpearlo. Durante mucho tiempo, hasta que los dedos se le quedaron magullados e insensibles, golpeó los pedernales en el musgo, sopló, y de pronto, el Pájaro Solar abrió los ojos y extendió sus diminutas alas naranja. Añadió más ramas.

La mujer gimió otra vez. Se acurrucó de espaldas y le dijo a él, con aquella voz líquida y chillona, que se fuese. Era cosa de mujeres. Él no le hizo caso, como se permitía en ocasiones, y la ayudó a tener el bebé.

Para ella fue muy doloroso y gritó mucho, y él se preguntó cómo era posible que le quedase tanta vida, habiendo perdido tanta sangre, pero el bebé salió con rapidez.

«No. Por favor, déjame despertar.»

Sostuvo al bebé, y se lo mostró a la mujer, pero los ojos de la niña estaban vacíos y el pelo seco y rígido. El bebé no lloró ni se movió por mucho que lo intentó.

Dejó al bebé en el suelo y golpeó con el puño las paredes de roca. Rugió y se acurrucó junto a su mujer, quien ahora guardaba silencio, e intentó mantenerla caliente mientras el humo llenaba la parte alta de la cueva y las brasas se volvían grises. Finalmente, el Pájaro Solar plegó las alas y durmió.

Hubiese sido su hija, el regalo supremo de la Madre Sueño. No se la veía tan diferente de otros niños del poblado, a pesar de tener una nariz pequeña y una barbilla prominente. Suponía que al crecer se hubiese convertido en una caraplana. Intentó meter hierba seca en el agujero en la parte posterior de la cabeza de la niña. Pensó que quizás el palo la había golpeado en ese punto. Se sacó la piel que llevaba al cuello, la mejor y más suave, y envolvió con ella el cuerpo y luego lo empujó hacia el fondo de la cueva.

Recordó los gritos de aquel idiota mientras le pateaba el cuello, pero no le sirvió de mucha ayuda.

Todo había terminado. Las cuevas habían sido lugares apropiados para los enterramientos desde los tiempos de las historias, antes de que se hubiesen trasladado a poblados de madera para vivir como los caraplanas, aunque todos decían que el Pueblo había inventado los poblados de madera. Ésa era una forma muy antigua de morir y ser enterrado, en el fondo de una cueva, así que no había problema. La gente del sueño encontraría a la niña y la llevaría a casa, de la que sólo habría estado ausente un momentito, por lo que quizá naciese de nuevo con rapidez.

Su mujer se estaba poniendo tan fría como la roca. Le movió brazos y piernas, arregló pieles y pellejos, retiró la máscara todavía pegada a su frente, miró aquellos ojos apagados y ciegos. No le quedaban energías para llorarla.

Después de un rato, volvió a sentir calor suficiente como para no necesitar las pieles, así que las retiró. Quizás ella también sintiese calor. Le quitó las pieles a la mujer, por lo que quedó casi desnuda. Así sería más fácil que la gente del sueño la reconociese.

Esperaba que la gente del sueño de la familia de ella se aliara con la gente del sueño de su propia familia. Le gustaría estar con ella en el lugar del sueño. Quizás él y ella volverían a encontrar a la niña. Creía que la gente del sueño podía hacer muchas cosas buenas.

Quizás esto, quizás aquello, quizá tantas cosas, cosas mejores. Sintió más calor.

Durante un momento, no odió a nadie. Miraba a la oscuridad donde se encontraba el rostro de su mujer y susurró palabras de pedernal, palabras contra la oscuridad, como si pudiese convocar a otro Pájaro Solar. Era tan agradable no moverse. Tan cálido.

A continuación, su padre entró en la cueva y le llamó por su nombre verdadero.

Mitch estaba de pie en calzoncillos frente a la caravana y miraba la luna y las estrellas sobre Kumash. Se sonó sin hacer ruido. Las primeras horas de la mañana eran frías y tranquilas. El sudor que tenía en la cara y sobre la piel se secaba lentamente y le producía escalofríos. Tenía la piel de gallina. Algunas codornices se movían entre los arbustos cercanos a la caravana.

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