Greg Bear - La radio de Darwin

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La
es una intrigante especulación a partir de los actuales conocimientos biológicos y antropológicos, además de un ingenioso y bien tramado thriller que cuestiona casi todas nuestras creencias sobre los origenes del ser humano y su posible destino.
Tres hechos, que al principio parecen no estar relacionados, acabarán convergiendo para sugerir una novedad devastadora y sacudir los cimientos de la ciencia: la conspiración para ocultar los cadáveres de dos mujeres y sus hijos en Rusia, el descubrimiento inesperado en los Alpes de los cuerpos congelados de una familia prehistórica, y una misteriosa enfermedad que sólo afecta a mujeres gestantes e interrumpe sus embarazos.
Kaye Lang, una biológa molecular especialista en retrovirus, y Christopher Dicken, epidemiólogo del Servicio de inteligencia de Epidemias, temen que algo ha permanecido dormido en nuestros genes durante millones de años haya empezdo a despertar. Ellos dos junto al antropólogo Mictch Rafaelson, parecen ser los únicos capaces de resolver un rompecabezas evolutivo que puede determinar el futuro de la especie humana... si ese futuro sigue existiendo.
El premio Nebula, el equivalente en ciencia ficción al Oscar cinematográfico, avala el interés de esta obra, el más sugestivo thriller sobre la investigación genética y el futuro de la especie humana. Cinco premios Nebula, dos premios Hugo, el premio Apollo de Francia y el premio Ignotus en España garantizan la alta calidad e interés de la obra del brillante autor de
y
.
Premio Nebula 2000.
Novela Finalista del Premio Hugo 2000.

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—Allí no podrán llegar hasta vosotros —dijo Jack. Miró a la carretera con los ojos relucientes—. Van a convertir a todo el mundo en indios. Malditos cabrones.

84

Condado de Kumash, este de Washington

MAYO

Mitch se encontraba en la cresta de un promontorio calcáreo que miraba al Wild Eagle Casino and Resort. Se echó el sombrero atrás y miró al sol brillante. A las nueve de la mañana, el aire estaba quieto y muy caliente. En circunstancias normales, el casino, un llamativo botón rojo, oro y blanco en los tonos apagados del sudeste de Washington, daba empleo a cuatrocientas personas, trescientas de ellas de las Cinco Tribus.

La reserva estaba sometida a cuarentena por no cooperar con Mark Augustine. Tres camiones de la patrulla del sheriff del condado de Kumash habían sido aparcados en la carretera principal que venía de la autopista. Ofrecían refuerzos a los agentes federales que hacían cumplir una orden de restricción del Equipo Especial, que se aplicaba a toda la reserva de las Cinco Tribus.

El casino no hacía negocios desde hacía más de tres semanas. El aparcamiento estaba casi vacío y habían apagado las señales luminosas.

Mitch arañó la tierra con la bota. Había dejado la caravana con aire acondicionado y había subido a la colina para estar solo y pensar durante un rato, y por tanto, cuando vio como Jack recorría el mismo sendero, sintió un poco de resentimiento. Pero no se fue…

Ni Mitch ni Jack sabían si estaban destinados a gustarse. Siempre que se encontraban, Jack hacía ciertas preguntas, como un desafío, y Mitch ofrecía respuestas que nunca eran del todo satisfactorias.

Mitch se agachó y agarró una piedrecilla redonda cubierta de barro seco. Jack recorrió los últimos metros hasta la cima de la colina.

—Hola —dijo.

Mitch asintió.

—Veo que también lo tienes. —Jack se acarició la mejilla con un dedo. La piel de su cara estaba formando una máscara como la del Llanero Solitario, pelándose en los bordes, pero haciéndose más gruesa cerca de los ojos. Los dos hombres tenían aspecto de mirar a través de delgadas capas de barro—. No desaparecerá sin sangre.

—No deberías tocártelo —le dijo Mitch.

—¿Cuándo te empezó?

—Hace tres noches.

Jack se agachó al lado de Mitch.

—En ocasiones me siento furioso. Creo que quizá Sue podría haberlo planificado mejor.

Mitch sonrió.

—¿El qué? ¿Quedarse embarazada?

—Sí —dijo Jack—. El casino está vacío. Nos estamos quedando sin dinero. He dejado salir a la mayoría de nuestra gente, y los otros no pueden entrar a trabajar desde el exterior. Tampoco me siento muy feliz conmigo mismo. —Volvió a tocar la máscara y luego miró el dedo—. Uno de los jóvenes padres intentó arrancársela. Ahora está en la clínica. Le dije que era un estúpido.

—No es fácil, sí —dijo Mitch.

—Deberías venir alguna vez a una reunión del consejo.

—Agradezco el simple hecho de estar aquí, Jack. No quiero enfurecer a nadie.

—Sue opina que quizá no se enfurezcan si te reúnes con ellos. Eres un tío bastante agradable.

—Eso me dijo hace como un año.

—Ella opina que si yo no estoy furioso, los demás tampoco lo estarán. Quizá tenga razón. Aunque hay una vieja mujer cayuse, Becky. La echaron de Colville y vino aquí. Es una abuela agradable, pero cree que su labor consiste en estar en desacuerdo con cualquier cosa que quieran las tribus. Puede que, ya sabes, te mire y se meta un poco contigo. —Jack puso cara de cascarrabias y asestó golpes al aire con un dedo rígido.

Jack no era habitualmente tan locuaz y nunca hablaba de lo que se decía en las reuniones.

Mitch se rió.

—¿Crees que va a haber problemas?

Jack se encogió de hombros.

—Quieren celebrar pronto una reunión de padres. Sólo los padres. No como las clases de parto en la clínica con las mujeres. Avergüenzan a los hombres. ¿Vas a ir esta noche?

Mitch asintió.

—Será la primera vez para mí con esta piel. Va a ser difícil. Algunos de los nuevos padres ven la tele y se preguntan cuándo recuperarán sus trabajos. Culpan a las mujeres.

Mitch sabía que había tres parejas que todavía esperaban bebés SHEVA en la reserva, además de él y Kaye. Entre las tres mil setenta y dos personas que integraban la reserva, que formaban las Cinco Tribus, se habían producido seis nacimientos SHEVA. Todos habían nacido muertos.

Kaye colaboraba con el obstetra de la clínica, un joven doctor blanco llamado Chambers, y ayudaba a llevar las clases de parto. Los hombres eran un poco lentos y quizás estaban mucho menos dispuestos a aceptar la situación.

—Sue lo espera más o menos para la misma fecha que Kaye —dijo Jack. Cruzó las piernas y se sentó directamente en el suelo, algo que a Mitch no le salía muy bien—. He intentado aprender sobre genes y ADN, y qué es un virus. No es mi lenguaje.

—Puede ser difícil —dijo Mitch. No sabía si alargar la mano y ponerla sobre el hombro de Jack. Sabía tan poco de la gente moderna cuyos antepasados había estudiado—. Podríamos ser los primeros en tener bebés sanos —dijo—. Los primeros en saber qué aspecto tendrán.

—Creo que es cierto. Puede ser muy… —Jack se detuvo. Dobló los labios al pensar—. Iba a decir que un honor. Pero no es nuestro honor.

—Quizá no —dijo Mitch.

—Para mí, todo permanece vivo por siempre. Toda la Tierra está llena de cosas vivas, algunas vestidas de carne, otras no. Estamos aquí debido a los muchos que vinieron antes. No perdemos nuestra conexión con la carne al renunciar a ella. Nos dispersamos después de morir, pero nos gusta regresar a nuestros huesos y dar un vistazo. Para comprobar cómo les va a los jóvenes.

Mitch sentía cómo se iniciaba de nuevo el viejo debate.

—Tú no lo entiendes así —dijo Jack.

—Ya no estoy seguro de saber cómo entiendo las cosas —dijo Mitch—. Que la naturaleza juegue con tu cuerpo te da que pensar. Las mujeres lo experimentan de forma más directa, pero ésta debe de ser la primera vez para los hombres.

—Ese ADN debe de ser un espíritu en nuestro interior, las palabras que transmitieron nuestros antepasados, palabras del Creador. Puedo verlo.

—Una descripción tan buena como cualquiera —dijo Mitch—. Sólo que no sé quién podría ser el Creador, o siquiera si existe.

Jack lanzó un suspiro.

—Estudias cosas muertas.

Mitch se ruborizó ligeramente, como le pasaba siempre que discutía de esas cosas con Jack.

—Intento comprender cómo eran cuando estaban vivas.

—Los fantasmas podrían decírtelo —dijo Jack.

—¿Te lo cuentan a ti?

—En ocasiones —respondió Jack—. Una o dos.

—¿Qué te dicen?

—Que quieren cosas. No están felices. Un hombre mayor, ya ha muerto, escuchó al espíritu del Hombre de Pasco cuando lo sacaste del lecho fluvial. El hombre dijo que el fantasma se sentía muy infeliz. —Jack agarró una china y la echó rodando colina abajo—. Luego dijo que no hablaba como nuestros fantasmas. Quizá fuese un fantasma diferente. El anciano sólo me lo contó a mí, a nadie más. Opinaba que quizás el fantasma no fuese de nuestra tribu.

—Guau —dijo Mitch.

Jack se rascó la nariz y tiró de una ceja.

—La piel me pica continuamente. ¿A ti también?

—A veces. —Mitch siempre se sentía como si caminase por el borde de un precipicio cuando hablaba sobre los huesos con Jack. Quizá se sintiese culpable—. Nadie es especial. Todos somos humanos. El joven aprende del viejo, vivo o muerto. Te respeto a ti y respeto lo que dices, Jack, pero es posible que nunca estemos de acuerdo.

—Sue me hace pensar las cosas —dijo Jack con algo de mal genio, y miró a Mitch con sus profundos ojos negros—. Me dice que debo hablar contigo, porque escuchas, y luego dices lo que piensas y eres sincero. Los otros padres necesitan un poco de eso.

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