—Suena a taller de reparación de parabrisas.
—Es perfecto latín —dijo Mitch.
—Deja que lo piense.
—Pagaron la clínica con el dinero del casino —dijo Kaye mientras doblaba las toallas. Mitch había traído los dos cestos de ropa de la lavandería a la caravana antes de la puesta de sol. Se sentó en la cama de matrimonio del diminuto dormitorio porque apenas había sitio para permanecer de pie. Sus enormes pies apenas cabían entre las paredes y la estructura de la cama.
Kaye tomó cuatro bragas de algodón y dos sujetadores de lactancia y los dobló, luego los puso a un lado para colocar la maleta. La había tenido a mano durante una semana y parecía un buen momento para prepararla.
—¿Tienes un neceser? —preguntó—. No puedo encontrar el mío.
Mitch se movió y miró debajo de la cama para sacar su maleta. Volvió con una gastada bolsa de cuero con cremallera.
—¿Juego de afeitado de las Fuerzas Aéreas? —preguntó ella mientras la levantaba por la correa.
—Totalmente auténtico —dijo Mitch.
Mitch la vigilaba como un halcón, lo que hacía que Kaye se sintiese confiada y algo maliciosa. Siguió doblando la ropa.
—El doctor dice que las futuras madres están en muy buen estado de salud. Asistió tres de los partos anteriores. Dice que ya sabía que algo no iba bien meses antes. Marine Pacific le envió mi historial la semana pasada. Está rellenando algunos de los formularios del Equipo Especial, pero no todos. Se le plantean muchas dudas.
Terminó con la ropa y se sentó al borde de la cama.
—Cuando se mueve de esta forma, tengo la impresión de que me voy a poner de parto.
Mitch se inclinó ante ella y colocó la mano sobre el abultado vientre. Le brillaban los ojos.
—Vaya si se mueve esta noche.
—Está feliz —dijo Kaye—. Sabe que estás aquí. Cántale.
Mitch la miró y luego cantó su versión del abecedario.
—A, be, ce, de, e, efe, ge, hache, i, jota, ka, ele, eme, ene, o, pe…
Kaye se rió.
—Es muy serio —dijo Mitch.
—A ella le encanta.
—Mi padre solía cantármela. Así me preparaba para reconocerlas. Ya sabes que empecé a leer a los cuatro años.
—Está dando patadas —dijo Kaye encantada.
—No.
—¡Lo juro, toca!
A Kaye le gustaba realmente la pequeña caravana con los gastados armarios de contrachapado color roble claro y el viejo mobiliario. Había colgado los grabados de su madre en el salón. Tenían comida suficiente y por las noches hacía el calor justo. Pero era demasiada calurosa durante el día, por lo que Kaye iba a trabajar con Sue al Edificio de Administración y Mitch paseaba por las colinas con un teléfono móvil en el bolsillo, en ocasiones acompañado de Jack, o hablaba con los otros futuros padres en el salón de la clínica. A los hombres les gustaba reunirse allí, y a las mujeres les parecía perfecto. Kaye echaba de menos a Mitch durante las horas en que estaba lejos, pero había muchas cosas en las que pensar y preparar. Por las noches siempre la acompañaba, y nunca se había sentido tan feliz.
Sabía que el bebé estaba sano. Podía sentirlo. Mientras Mitch terminaba la canción, le tocó la máscara alrededor de los ojos. Él no se apartó, aunque solía hacerlo durante la primera semana. Las máscaras eran ya muy gruesas y escamosas en los bordes.
—Sabes qué me gustaría hacer —dijo Kaye.
—¿El qué?
—Me gustaría meterme en un agujero oscuro cuando llegue el momento.
—¿Como una gata?
—Exacto.
—Ya me lo imagino —dijo Mitch conforme—. Nada de medicina moderna; suelo de tierra y simplicidad salvaje.
—Una correa de cuero entre los dientes —añadió Kaye—. Así es como dio a luz la madre de Sue. Antes de que tuviesen la clínica.
—Mi padre asistió mi parto —dijo Mitch—. La camioneta se había quedado atrapada en una zanja. Mamá se subió a la parte de atrás. Nunca le deja olvidarlo.
—¡No me lo contó! —dijo Kaye riéndose.
—Ella lo llama «parto difícil» —dijo Mitch.
—No estamos tan lejos de los tiempos antiguos —dijo Kaye. Se tocó el estómago—. Creo que la has dormido con la canción.
A la mañana siguiente, al despertarse, Kaye sintió la lengua hinchada. Salió de la cama, despertando a Mitch en el proceso, y fue a la cocina para beber la insípida agua de la reserva. Apenas podía hablar.
—Mitz —dijo.
—¿Ké? —preguntó él.
—¿Noz paza argo?
—¿Ké?
Kaye se sentó a su lado y sacó la lengua.
—Tene una koztra.
—Io, tambén —dijo Mitch.
—Ez komo en la kara —dijo ella.
Esa tarde, en la sala de la clínica, sólo uno de los cuatro padres podía hablar. Jack usó la pizarra portátil para marcar los días que faltaban a cada una de las esposas y luego se sentó para intentar hablar de deportes con los demás, pero la reunión terminó muy pronto. El médico jefe de la clínica —había cuatro médicos trabajando en la clínica, aparte del obstetra— los examinó a todos, pero no pudo dar un diagnóstico. No parecía haber ninguna infección.
Las futuras madres también lo tenían.
Kaye y Sue fueron a comprar juntas en el Little Silver Market. La gente en el mercado las miraba, pero no hicieron ningún comentario. Se refunfuñaba mucho entre los empleados del casino, pero sólo la vieja mujer cayuse, Becky, expresaba su opinión en las reuniones del consejo.
Kaye y Sue estaban de acuerdo en que Sue daría a luz primero.
—No pueo esperá —dijo Sue—. Ni Jack tampoxo.
86
Condado de Kumash, este de Washington
Mitch volvía a estar allí. Empezó siendo una sensación vaga, y luego se convirtió en cruel realidad. Todos sus recuerdos de ser Mitch estaban almacenados de esa forma propia de los sueños. Lo último que hizo como Mitch fue tocarse la cara, tirar de la gruesa máscara, la máscara situada sobre piel nueva e hinchada.
Luego se encontró en el hielo y las rocas de nuevo. Su mujer gritaba y gemía, casi doblada por el dolor. Él echó a correr, luego volvió atrás y la ayudó a ponerse en pie, ululando continuamente, con la garganta dolorida, los brazos y piernas magullados por la paliza y las burlas, junto al lago, en el poblado, y los odiaba a todos ellos, que se reían y gritaban mientras agitaban los palos con terrible estrépito.
El joven cazador que había golpeado a la mujer en el vientre estaba muerto. A ése lo había golpeado hasta que se retorció y gimió, y luego le partió el cuello a patadas; pero era demasiado tarde, había sangre y su mujer estaba herida. Los chamanes se adentraron en la multitud e intentaron alejar a los otros con palabras guturales, entrecortadas palabras de ritual, nada igual a los líquidos y ligeros sonidos de pajarillo que él podía producir ahora.
Llevó a su mujer a la choza e intentó confortarla, pero el dolor era demasiado intenso.
Empezó a nevar. Oyó los gritos, los alaridos de duelo, y supo que se les había acabado el tiempo. La familia del cazador muerto iría tras ellos. En ese momento estarían pidiendo permiso al viejo Hombre Toro. Al viejo Hombre Toro nunca le habían gustado los padres con máscara y sus niños caraplanas.
Era el final, había murmurado en muchas ocasiones el Hombre Toro; los caraplanas lo ganaban, forzando al pueblo cada vez más hacia las montañas a medida que pasaban los años, y ahora sus propias mujeres les traicionaban y producían más niños caraplanas.
Sacó a su mujer de la choza, atravesó el puente de troncos hasta la orilla mientras oía los gritos de venganza. Oyó al Hombre Toro dirigir la cacería. La persecución había comenzado.
Anteriormente había usado la cueva para almacenar comida. Era difícil encontrar caza y la cueva estaba fría, por lo que cuando salía de caza guardaba en ella conejos y marmotas, bellotas y ratones para su mujer. En caso contrarío, ella no hubiese tenido lo suficiente para comer con las raciones de la tribu. Las otras mujeres con sus hambrientos niños se habían negado a cuidarla, en cuanto su barriga comenzó a abultarse.
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