—¿Enseñar a las ovejas? —repitió él. Hubo una larga pausa mientras el viento ululaba a nuestro alrededor—. Son muy buenas saliéndose de los cercados donde se supone que tienen que estar metidas.
Eso no era exactamente lo que yo tenía en mente.
—Te diré una cosa. Conectaré con Internet y veré si hay alguien que haya enseñado alguna vez un truco a una oveja. —Se quitó el sombrero, a pesar de la nieve, y lo hizo girar entre sus manos—. Te dije que había algo de lo que quería hablar contigo. He tenido un montón de tiempo para pensar últimamente, mientras conducía a Durango y todo eso, y he estado pensando mucho en la vida del rancho. Es una vida solitaria, siempre fuera de cobertura, sin ver nunca a nadie, sin ir a ningún sitio.
«Excepto a Lodge Grass y Lander y Durango», pensé.
—Y últimamente me he estado preguntando si todo eso merece la pena y para qué lo hago. He estado pensando en ti.
—Barbara Rose —dijo el camarero siberiano.
—Somos nosotros —dije yo. Le devolví a Billy Ray el abrigo y los guantes, él se puso el sombrero, y seguimos al camarero hasta nuestra mesa. Tenía un hornillo en el centro, y me calenté las manos en él.
—Creo que te dije el otro día que me sentía incómodo, como insatisfecho —dijo Billy Ray después de que recibiéramos nuestros menús.
—Inquieto.
—Es una buena palabra. Inquieto, sí. Y mientras regresaba de Lodgepole finalmente comprendí por qué —me cogió la mano.
—¿Qué?
—Tú.
Retiré la mano involuntariamente.
—Sé que esto es una sorpresa para ti —dijo él—. Fue una sorpresa para mí. Conducía por las Rocosas, sintiéndome vacío y como si nada importara, y pensé, voy a llamar a Sandy; y después de hablar contigo, me puse a pensar: tal vez deberíamos casarnos.
—¿Casarnos? —exclamé.
—Quiero decirte antes que nada que, sea cual sea tu respuesta, podrás quedarte con las ovejas todo el tiempo que quieras. Sin compromisos. Y sé que tienes una carrera a la que no quieres renunciar. No tendríamos que casarnos hasta que acabes con eso del pelo corto, y luego podrías instalarte en el rancho con fax y módem y e-mail. No te darías ni cuenta de que no estás en HiTek.
«Excepto que Flip no estaría allí —pensé absurdamente—, ni Alicia. Y no tendría que asistir a reuniones ni hacer ejercicios de sensibilidad. ¡Pero casarme!»
—No tienes que darme la respuesta ahora mismo —dijo Billy Ray—. Tómate todo el tiempo que quieras. Yo he tenido un par de miles de kilómetros para pensármelo. Puedes hacérmelo saber después del postre. Hasta entonces, te dejaré en paz.
Cogió una carta de menú roja con un gran oso ruso grabado y empezó a leerla, y yo me quedé sentada mirándolo, tratando de asimilar todo aquello. Casarme. Quería que me casara con él.
Y, bueno, ¿por qué no? Era un tipo agradable que estaba dispuesto a conducir cientos de kilómetros para verme, y yo tenía, como le había dicho a Alicia, treinta y uno, ¿y dónde iba a conocer a nadie más? ¿En los anuncios de contactos, con sus atléticos y preocupados NF que ni siquiera estaban dispuestos a cruzar la calle para conocer a alguien?
Billy Ray había estado dispuesto a venir en coche desde cualquiera sabía qué sitio por si podía llevarme a cenar. Y me había prestado un rebaño de ovejas y una mansa. Y sus guantes. ¿Dónde iba a conocer a alguien tan amable? Nadie en HiTek se me iba a declarar, eso seguro.
—¿Qué quieres? —me preguntó Billy Ray—. Creo que voy a tomar las patatas rellenas.
Yo tomé borscht sazonado con albahaca (no recordaba que fuera un plato de la cocina siberiana) y patatas rellenas, y traté de pensar. ¿Qué quería?
Averiguar de dónde venía el pelo corto, pensé, y sabía que eso era tan probable como ganar la beca Niebnitz. A pesar de la teoría de Feynman de que trabajar en un campo totalmente distinto favorecía los descubrimientos científicos, no estaba más cerca que antes de hallar el origen de las modas. Tal vez lo que necesitaba era irme por completo de Hi-Tek, a respirar aire puro, en un rancho aislado de Wyoming.
—Lejos del mundanal ruido —murmuré.
—¿Qué?
—Nada —contesté, y él siguió cenando.
Le observé comerse las patatas rellenas. De verdad que se parecía un poco a Brad Pitt. Era horriblemente moderno, pero tal vez eso sería una ventaja para mi proyecto, y no tendríamos que casarnos inmediatamente. Había dicho que podría esperar a que terminara mi investigación.
Y, contrariamente al dentista de Flip, no le importaría que fuera geográficamente incompatible mientras trabajaba en él.
«Flip y su dentista», pensé, preguntándome incómoda si todo aquello no era más que otra moda. Aquel artículo decía que el matrimonio estaba a la última, y todas las niñas pequeñas andaban locas por la Barbie Novia Romántica. La madre de Lindsay pensaba en casarse de nuevo a pesar de aquel capullo de Mark, Sara intentaba convencer a Ted para que se declarara, y Bennett dejaba que Alicia le escogiera las corbatas. ¿Y si todos formaban parte de una moda de compromisos?
Estaba siendo injusta con Billy Ray. Le encantaba todo lo que estaba de moda, incluso podía aguantar hora y media de cola en plena tormenta, pero no se casaría con alguien sólo porque se llevara el matrimonio. ¿Y qué si era una moda? Las modas no son tan malas. Mira el reciclado y el movimiento en favor de los derechos civiles. Y el vals. Y, de todas formas, ¿qué tenía de malo seguir la moda de vez en cuando?
—Hora de tomar el postre —dijo Billy Ray, mirándome desde debajo del ala de su sombrero.
Llamó a la camarera, y ella trajo a rastras los sospechosos habituales: áreme brülée, tiramisú, pudín de pan.
—¿No hay tarta de chocolate y queso? —pregunté.
Ella puso los ojos en blanco.
—¿Qué quieres tú? —dijo Billy Ray.
—Un minuto —dije, resoplando—. Pide tú.
Billy Ray le sonrió a la camarera.
—Tomaré el pudín de pan.
—Es nuestro postre de más éxito —comentó la camarera.
—Creía que no te gustaba el pudín de pan —dije yo.
Él alzó la cabeza, aturdido.
—¿Cuándo he dicho eso?
—En aquel lugar de comida de la pradera al que me llevaste. El Rosa de Kansas. Tomaste tiramisú.
—Ya nadie toma tiramisú —dijo él—. Me encanta el pudín de pan.
MASCOTAS VIRTUALES (otoño 1994–primavera 1996)
Juego de ordenador japonés de moda en el que aparecía una mascota programada. El cachorrito o el gatito crecía y jugaba, aprendía trucos (los perros, se sobreentiende, no los gatos) y se escapaba si no se le cuidaba bien. Su éxito se debió al amor de los japoneses por los animales y al problema del exceso de población que hace que tenerlos en casa sea imposible.
Ben se encontró conmigo en el aparcamiento a la mañana siguiente.
—¿Dónde está la mansa? —preguntó.
—¿No está con las otras ovejas? —Salí del coche. Sabía que no tendría que haberme fiado de Flip—. Billy Ray dijo que la había metido en el corral.
—Bueno, si está allí, es igual que cualquier otra oveja.
Tenía razón. Lo era. Hicimos un rápido conteo, y había una más que antes, pero resultaba imposible adivinar cuál era la mansa.
—¿Qué aspecto tenía cuando tu amigo la metió en el corral?
—Yo no estaba aquí —dije, mirando las ovejas, tratando de detectar una que fuese diferente—. Sabía que tendría que haber bajado a comprobarlo, pero íbamos a cenar y…
—Ya —me cortó él—. Será mejor que busquemos a Shirl.
Shirl no estaba por ninguna parte. Busqué en la sala de fotocopias y en Suministros, donde Desiderata estaba examinando sus puntas abiertas, que había extendido cortadas sobre el mostrador, delante de ella.
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