—No quería que vieras esto.
—Me cansé de esperar.
—Quiero decir, gracias, pero…
—No tienes que agradecerme nada y no tienes de qué disculparte.
Ella asintió. Todavía tenía el pulso acelerado.
—Vamos a la cocina —dijo. Porque aquella iba a ser una de esas largas noches de insomnio cargadas de adrenalina. Quizás se trataba de una costumbre que había tomado de su padre, pero, ¿dónde pasas una noche así excepto en la cocina? Haciendo té y tostadas y tratando de restaurar un poco de orden en tu vida.
Ray había dicho algunas cosas que la habían afectado profundamente. Había mucho en lo que pensar, y no quería pasar más vergüenza viniéndose abajo enfrente de Chris. De modo que lo condujo a la cocina y lo sentó en una sil a mientras ella ponía la tetera en el fuego. Chris la obedeció sumiso. De hecho, parecía un poco sombrío.
—¿Siempre era así? ¿Entre tú y Ray? —preguntó.
—Tan malo no. No siempre. Y especialmente no al principio. —¿Cómo explicar que lo que ella había confundido con amor se había convertido tan rápidamente en aversión? La mano con la que le había abofeteado todavía le dolía—. Ray es bastante buen actor. Sabe ser encantador cuando quiere.
—Supongo que le puede su mal humor.
Ella sonrió.
—¿Escuchaste algo de lo que dijo?
Chris sacudió la cabeza.
—Dijo que no me devolverá a Tess.
—¿Crees que lo dice en serio?
—Normalmente diría que no. Pero normalmente no me habría amenazado con ello. Normalmente no habría venido aquí. Cuando estábamos en el mundo real, Ray era muy puntilloso en lo que se refiere a respetar los límites legales. Aunque solo fuera para no quedarse desprotegido. Ahí arriba hablaba como alguien que no tiene nada que perder. Hablaba de la cuarentena. Dijo que todos moriríamos en una semana.
—¿Crees que sabe algo?
—O sabe algo o quiere hacerme creer que es así. Lo que puedo decir es que no estaría armando jaleo sobre nuestros acuerdos de custodia si pensara que yo puedo presentar un recurso legal. Quiero decir, alguna vez.
Chris guardó silencio durante un rato, reflexionando sobre aquello. La tetera silbó. Marguerite se concentró en preparar el té, aquel ritual relajante, dos bolsitas de infusión, un dedo de leche en una taza, nada en la de Chris.
—Supongo que nunca me he permitido pensar en eso —dijo ella—. Quiero creer que un día cercano abrirán los accesos y restablecerán las conexiones con el exterior, y alguien de uniforme se disculpará con nosotros y nos agradecerá nuestra paciencia y nos suplicará que no los demandemos. Pero supongo que podría acabar de otra forma. —Otra forma letal. Y que, por supuesto, podía llegar en cualquier momento—. ¿Por qué nos hacen esto, Chris? Aquí no hay nada peligroso. Nada ha cambiado desde el día anterior al bloqueo. ¿Por qué nos tienen miedo?
Él sonrió sin alegría.
—El chiste.
—¿Qué chiste?
—Hay una vieja comedia. Ya he olvidado dónde la vi. Transcurre en la Segunda Guerra Mundial, y los ingleses desarrol an el arma definitiva: un chiste tan bueno que uno se muere si lo oye. El chiste se traduce palabra a palabra al alemán. Los tipos del frente lo gritan a través de altavoces en la línea del frente, y las tropas nazis caen muertas en las trincheras.
—De acuerdo. ¿Y qué?
—Es el virus original de transmisión de información. Una idea o una imagen capaz de volver loco a alguien. Quizás es eso de lo que el mundo tiene miedo.
—Esa era una idea ridícula, y se descartó en las audiencias del Congreso hace una década.
—Pero supón que ha sucedido en Crossbank, o que ha ocurrido algo parecido.
—Crossbank no está observando el mismo planeta. Aunque el os encontraran algo peligroso, ¿cómo nos afectaría eso?
—No lo haría, a no ser que el problema surgiese de los O/CBE. Eso es lo que tenemos en común con Crossbank, el hardware.
—De acuerdo, pero todo esto son solo conjeturas ridículas. No hay ninguna evidencia de que en Crossbank haya sucedido nada malo.
Marguerite había olvidado el fragmento de la página de revista que Chris había robado de la clínica. Lo sacó de su chaqueta y lo puso sobre la mesa de la cocina.
—Ahora sí —dijo él.
Tess veía la televisión mientras su padre estaba fuera. Blind Lake Television todavía emitía su programación de grabaciones descargadas, la mayoría viejas películas y series televisivas. Aquella noche echaban un musical anglo-indio con multitud de números musicales y ropajes multicolores. Pero a Tess le costaba prestar atención.
Sabía que su padre estaba actuando de forma extraña. Le había hecho todo tipo de preguntas sobre el avión que se había estrellado y sobre Chris. La única sorpresa era que no había mencionado a la Chica del Espejo ni una sola vez. Tampoco Tess la había mencionado; sabía que lo mejor con él era no sacar el tema. Cuando estaban en Crossbank y sus padres vivían juntos, habían discutido sobre la Chica del Espejo más de una vez. Su padre culpaba a su madre por las apariciones. Tess no alcanzaba a ver cómo podían estar relacionadas: su madre y la Chica del Espejo no tenían nada en común. Pero había aprendido a no decir nada. Intervenir en aquellas peleas no servía para nada bueno, y normalmente hacía que el a o su madre acabaran llorando.
A su padre no le gustaba oír hablar de la Chica del Espejo. Últimamente tampoco le gustaba oír hablar de su madre, ni tampoco de Chris. Se pasaba la mayor parte de la tarde en la cocina, hablando consigo mismo. Tess se preparaba el baño sin ayuda aquellas noches. Se metía sola en la cama y leía un libro hasta que lograba dormirse.
Aquel a noche estaba sola en la casa. Había hecho palomitas en la cocina, lo había limpiado todo después meticulosamente y había intentado ver la película. Se titulaba Destino Bombay. Los bailes estaban bien. Pero sintió la presión de la curiosidad de la Chica del Espejo detrás de los ojos.
—Solo están bailando —dijo despectiva.
Pero era poco tranquilizador el escucharse a sí misma hablar en voz alta cuando no había nadie más en casa. El sonido rebotó en las paredes. La casa de su padre parecía demasiado grande en su ausencia, antinaturalmente limpia, como una maqueta ensamblada para una muestra, no para vivir en ella. Caminó nerviosamente de habitación en habitación, encendiendo las luces. La luz la hacía sentirse mejor, aunque estaba segura de que su padre le reñiría por malgastar energía.
Sin embargo, no lo hizo. Cuando volvió a casa apenas habló con el a, tan solo le dijo que se preparara para irse a la cama y después se fue a la cocina a hacer unas l amadas. Escaleras arriba, después del baño, Tess todavía podía escuchar su voz allí abajo, hablando, hablando, hablando. Hablando al teléfono. Hablando al aire. Se puso el camisón y se llevó un libro a la cama, pero las palabras de las páginas evadían su atención. Al poco apagó la luz y se quedó mirando por la ventana.
La ventana del dormitorio de la casa de su padre estaba orientada al sur, y desde allí se podía ver el acceso principal y la l anura, pero cuando estaba echada en la cama todo lo que podía ver era el cielo. Había cerrado la puerta para estar segura de que ninguna luz se iría a reflejar en la ventana, convirtiéndola en una superficie reflectante. El cielo estaba despejado esa noche y no había Luna. Podía ver las estrellas.
Su madre le había hablado a menudo de las estrel as. A Tess le parecía que su madre era alguien que se había enamorado de las estrel as. Tess comprendía que las estrellas que veía por la noche eran simplemente otros soles muy lejanos, y que aquel os soles a menudo tenían planetas a su alrededor. Algunas estrellas tenían nombres extraños y evocadores (como Rigel o Sirio), pero más habitualmente eran números y letras, como UMa 47, como algo que uno pide de un catálogo. No se podían dar nombres especiales a cada estrella porque había más de las que uno podía ver a simple vista, miles de mil ones más. No todas las estrel as tenían planetas, y solamente algunas tenían planetas parecidos a la Tierra. Incluso así, debía de haber muchísimos planetas como la Tierra.
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