Ted Dekker - Blanco

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Nunca rompa el círculo.
En esta tercera parte de la innovadora Serie del círculo, Thomas Hunter sólo tiene días para sobrevivir en dos mundos diferentes, llenos de peligro, engaño y destrucción. El destino de ambos mundos depende de su singular habilidad de cambiar realidades por medio de sus sueños. Ahora, guiando un pequeño grupo multiforme conocido como El Círculo, Thomas se encuentra enfrentando nuevos enemigos, desafíos interminables y el amor prohibido de una mujer de lo más insólita.
Entre a la Gran Búsqueda, donde Thomas y una pequeña banda de seguidores deben decidir rápidamente en quién pueden confiar, tanto con sus propias vidas como con el destino de millones de personas.

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.-Creencia. Conocimiento -declaró Monique, y miró a Kara; una pequeña parte de ella aún recordaba a la teniente principal de Thomas, Mikil, del corto tiempo que había vivido como Rachelle.

.-Señor, creo que usted debe atender esta llamada -presionó Ron Kreet.

– ¿Quién es? -demandó el presidente sin quitar la mirada de Monique.

– Asegura ser Thomas Hunter.

– ¿Thomas Hunter? -preguntó el presidente, dando media vuelta.

– ¡Yo lo sabía! -susurró Kara-. ¡Las hordas no lo mataron!

– Él asegura tener información crítica para el callejón sin salida que tenían con Israel.

– Póngalo en el altavoz.

El funcionario en jefe pulsó un botón y colocó el auricular en su base.

– Sr. Hunter, tengo al presidente en la línea. Usted está en un teléfono altavoz. Su hermana y Monique de Raison también están aquí. La línea permaneció en silencio.

– ¿Thomas? -expresó el presidente.

– Hola, Sr. Presidente. ¿Entonces Monique está viva?

– Se encuentra exactamente aquí con Kara.

– El libro funciona.

– ¿Qué libro? -quiso saber el presidente.

– Lo siento, Sr. Presidente. Kara puede explicarle después. ¿Escaparon los demás?

Están a salvo -contestó Kara.

– ¿De qué se trata esto? -inquirió el presidente Blair. Lo siento, señor -declaró Thomas-. Sé que esto no tiene mucho Sentido, pero debe escuchar con sumo cuidado. Los franceses pretenden ofrecer el antivirus a Israel en un intercambio en altamar en cinco días a partir de ahora. La oferta es verdadera. Si Israel no les hace caso y lanza otro misil, Fortier tomará represalias aniquilando Tel Aviv.

– ¿Está usted seguro de esto? -preguntó el presidente sentándose lentamente.

– Sí, señor, así es. También le puedo informar que ellos no tolerarán la existencia de un Estados Unidos posterior al virus. ¿Me puede usted sacar de aquí?

Blair levantó la mirada a un general, quien asintió.

– Dejaré que el general Peter le dé algunas coordenadas. ¿Está usted seguro de poder lograrlo?

– No.

– Le estoy dando el teléfono a Peters -expresó Blair después de hacer una pausa-. Que Dios le ayude, Thomas. Vuelva a nosotros.

– Gracias, señor.

El general levantó el auricular y habló rápidamente, dándole información básica y coordenadas a Thomas para recogerlo en un punto a ochenta kilómetros al sur de París.

– Comuníqueme ahora con el primer ministro israelí -ordenó el presidente a Kreet; luego se dirigió a Monique y Kara-. Creo que merezco una explicación.

Kara miraba al suelo. Levantó una mano y se jaló distraídamente el cabello.

– Debo regresar y decirle a Mikil que él está con las hordas.

– ¿Sabes cómo regresar? -preguntó Monique.

– Sí.

***

THOMAS COLGÓ el teléfono y dio dos pasos hacia las escaleras antes de detenerse en seco. Del sótano venían voces. ¡Estaban en las escaleras! Habrían encontrado al guardia. Sin duda, revisaron la celda y descubrieron que él ya no estaba allí.

Thomas salió corriendo hacia la parte de atrás de la casa, por una vieja cocina, sobre un sofá de la sala, hacia una ventana grande. No se veía ningún guardia en el césped trasero. Corrió el pasador.

La ventana se abrió libremente. Thomas saltó a tierra; se hallaba a medio camino del suelo cuando llegó la primera alarma. Una fuerte sirena que lo hizo estremecer.

– ¡Un hombre abajo!

Thomas corrió hacia el bosque.

***

CARLOS OYÓ la alarma y se quedó helado en el último escalón. ¿Un intruso? Imposible. Justo el día antes habían desalojado la casa cuando los estadounidenses introdujeron fuerzas especiales en un intento por localizar a Thomas. Habían sabido de la misión por adelantado, naturalmente, y permanecieron fuera el tiempo suficiente para que el equipo se convenciera de que la información de Monique de Raison era errónea.

Ninguna intrusión en este momento podría ser parte de la obra estadounidense. No había habido informe. Siempre había la posibilidad de que se hubiera puesto en evidencia el contacto que tenían allí, pero Monique no habría podido decirles quién era su contacto, solo que tenían uno. Y esa fue equivocación de Fortier, no de Carlos.

– ¿Señor? -graznó la radio.

– Cerquen el perímetro -ordenó después de liberar la radio de su cintura-. Cubran las salidas. Disparen apenas vean algo.

Dio dos pasos y se detuvo. Un pensamiento le vino a la mente. La cortada en el cuello. La herida imposible desde la realidad de la que Thomas afirmaba haber venido. Un pequeño vendaje cubría ahora el pequeño corte.

Carlos retrocedió hacia el sótano y corrió al salón donde mantenían el cadáver. El cuerpo de Thomas Hunter. Atravesó la primera puerta e insertó la llave en la portezuela de la bodega. La abrió y encendió la luz.

Rugió de ira y lanzó las llaves contra la pared. Se habían llevado el cuerpo. ¿Pero cómo pudo un equipo haber traspasado sus defensas, irrumpir en este salón y llevarse el cuerpo en cosa de diez minutos? ¡Menos!

A no ser que este hombre realmente hubiera escapado antes a la muerte. A menos…

10

CHELISE DE Qurong salió al balcón del palacio de su padre y miró la procesión que subía por la enlodada calle. Habían capturado más los albinos disidentes. Ella no lograba entender por qué las personas veían en esto un motivo de celebración, pero se amontonaban bastantes en el fondo en la calle, observando, burlándose y riendo como si se tratara de un circo en vez del preludio para una ejecución. Ella comprendía la fascinación natural de ellos por los albinos: parecían más animales que humanos con su cabello brillante y su piel tersa. Como chacales que se habían afeitado el pelaje. Corría un rumor de que tal vez ya ni siquiera fueran humanos.

La bestia de Woref había atrapado a estos chacales. Él hacía desfilar los frutos de su cacería para que todas las mujeres vieran. Chelise no estaba segura de cómo sentirse al respecto. El comandante era un salvaje, pero no necesariamente insoportable. Así se había dicho a sí misma cien veces desde que supiera que él se interesaba en ella.

Ella no se casaría con él, por supuesto. Papá nunca permitiría que su única hija cayera en tales manos.

Por otro lado, no podría ser algo tan malo casarse con un hombre tan poderoso que ejemplificaba todo lo que en realidad era honorable respecto de un ser humano. Todo hombre tenía su lado tierno. Sin duda ella podría domar aun a este monstruo. La tarea hasta podría ser placentera.

Chelise levantó los ojos hacia la ciudad. Casi un millón de personas vivían ahora en esta abarrotada selva; aunque «selva» ya no describía exactamente el gran premio del que las hordas se apoderaran trece meses antes. M menos no aquí por el lago. Veinte mil casuchas cuadradas fabricadas de piedra y barro se extendían por varios kilómetros desde la orilla del lago. El castillo tenía cinco pisos y era la estructura más alta en el dominio de Qurong.

El lamento matutino aún salía del templo, donde los sacerdotes lanzaban sus peroratas acerca del Gran Romance mientras los fieles se bañaban adoloridos.

Ella nunca expresaría en voz alta esos pensamientos, por supuesto. Pero sabía que Ciphus y Qurong habían creado su religión en acuerdos motivados más por intereses políticos que por fe. Conservaban el nombre y muchas de las prácticas del Gran Romance de los habitantes de los bosques, pero también incorporaron muchas de las prácticas de las hordas. En esta religión de ellos había algo para todo el mundo.

No es que eso importara. En primer lugar, Chelise dudaba incluso que existiera un ser llamado Elyon.

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