Kreet no ofreció ni una insinuación de disculpas. Simplemente se tocó los labios, queriendo decir que debía hablar con el presidente. Ahora.
Blair miró a los delegados. Era algo sumamente inusual, por supuesto, pero Kreet sabía esto mejor que nadie… pasó dos años como su embajador ante las Naciones Unidas.
Algo había sucedido. Algo muy malo.
– Discúlpenme un momento -declaró Blair y bajó de la plataforma.
DOCE ADULTOS y cinco niños. Diecisiete. Esos fueron todos los que entraron al lago y escaparon como desterrados.
Viajaron durante cinco horas en un infrecuente silencio. Poco a poco, los demás comenzaron a hablar de sus experiencias en el lago. Lentamente, la tristeza de los demás por haber perdido a Rachelle fue reemplazada por el asombro de sus propias resurrecciones en las aguas rojas. Poco a poco, Thomas, Marie y Samuel se quedaron solos en su persistente tristeza.
En la hora sexta Thomas les comenzó a hablar a Marie y a Samuel acerca de mamá. De cómo ella había salvado la vida de ellos y de los demás al guiarlos al lago. Del valor de ella al ponerlos primero en los caballos y luego salvar la vida de Thomas al volver por él. Del lugar en que se hallaba ahora Rachelle, con Elyon, aunque él en realidad no entendía esto último.
Llegaron al borde norte de la selva después de siete horas, toda señal de persecución había desaparecido.
Enrollaron a Rachelle en una sábana y la enterraron en una tumba profunda, como acostumbraban a hacer cuando las circunstancias no favorecían la cremación. Colocaron flores y frutas con el cuerpo y luego rellenaron la tumba.
– ¡Monten! -gritó él y se subió en su silla.
Con el paso de las horas lo había inundado una fresca determinación. Su destino se hallaba ahora con Elyon. Ahora honraría la memoria de su esposa con cada momento que estuviera despierto y les mostraría ternura a los dos hijos que ella le había dado, pero su senda estaba ahora más allá de él.
Sentado en su caballo, miró las abrasadoras dunas de tono rojizo. Se habían detenido en un riachuelo y llenaron las cantimploras cosidas a todas las sillas. Era agua de manantial, cristalina y fresca. No la usarían para bañarse. Aun así, solo tenían suficiente para sustentarlos dos o tres días como mucho.
– ¿Adónde ahora? -inquirió Johan poniendo su caballo al lado del de Thomas.
– Ellos no esperarán que salgamos de la selva -contestó él aclarándose la garganta.
– No, porque no es lógico que salgamos de la selva -intervino Mikil por detrás-. Nunca hemos vivido en el desierto. ¿Dónde hallaremos agua? ¿Comida?
– He vivido en el desierto -objetó Johan.
– El desierto -declaró Thomas-. Lo único que sé es que iremos al desierto.
– Dices eso como si supieras algo más -afirmó Johan mirándolo.
– Solo que debemos estar allá.
– La arena mostrará nuestras huellas -advirtió Mikil.
– No en las tierras del cañón norte -refutó Johan-. Podríamos perderlos allí para siempre.
– Nos podríamos perder allí para siempre.
Los demás habían montado y ahora se hallaban sobre sus caballos en una larga línea, mirando fijamente el desierto.
– ¿Crees que los lagos de las otras selvas estarán…? -preguntó Jamous… y se detuvo.
– ¿Rojos? -exclamó Thomas-. No lo sé. Pero no funcionarán de la manera en que solían hacerlo. La única forma de derrotar ahora a la enfermedad es seguir a Justin en su muerte.
– Y la enfermedad se ha ido para siempre -expresó Lucy.
– ¿Sabes eso? -preguntó Thomas volviéndose hacia la pequeña con ojos verdes brillantes.
– Eso es lo que oí.
– ¿De quién?
– De Justin. En el lago.
El intercambió una sonrisa de complicidad con la madre de la niña, Alisha.
– Ella tiene razón -apoyó Marie.
– Bien. Quizás entonces Lucy deba guiarnos. ¿Adónde crees que debemos ir? -inquirió él.
Lucy rió. La propia hija de Thomas esbozó una sonrisa, la cual le trajo esperanza, al considerar la pérdida que había sufrido la niña. Él le devolvió la sonrisa. Los ojos de Marie se empañaron y volteó a mirar hacia otro lado.
Él volvió a mirar las dunas rojas, conteniendo su propia tristeza.
– ¿Nos hallarán aquí las hordas, Johan?
– Esta noche no. Pero mañana sí.
– ¿Está…?
– Samuel balbuceó la pregunta que nadie había hecho aún-. ¿Está muerto Justin?
– Depende de lo que quieras decir por Justin -respondió Thomas.
– Quiero decir el Justin que se ahogó. No Elyon, sino Justin. Justin. Todos reflexionaban en la pregunta.
– Lo vimos ahogarse -explicó Johan-. Y observé el lago varias horas. No salió. Si su cuerpo desapareció, Ciphus pudo haberlo robado para culpar a Thomas. No obstante, ¿importa si Justin está muerto o no? Es solo un cuerpo el que usaba. ¿Correcto? Todos sabemos que Elyon no está muerto.
Johan fue quien hundió su espada en ese cuerpo… quizás estaba calmando su culpa.
Dejaron descansar a los demás.
Thomas volteó a mirar la fila de caballos. Cinco guerreros experimentados incluyendo a William y Suzan, cinco niños y seis civiles incluyendo a Jeremiah, el anciano convertido que una vez fuera encostrado. Ronin y Arvyl, por supuesto. Y los últimos tres también eran del Bosque Sur.
Un grupo inverosímil, pero del que de repente se sintió muy orgulloso. De tantos, estos fueron los únicos que respondieron al grito de Justin. El destino del mundo reposaba ahora en los hombros de personas como Marie, Lucy y Johan. Thomas se volvió a mirarse el brazo. La enfermedad no lo volvería a poner gris. En realidad eran nuevas personas. Ya no eran gente del bosque, y con seguridad tampoco de las hordas. Eran parias.
Eran los escogidos. Los que habían muerto. Quienes vivían.
Te amo, Rachelle. Te amo mucho de verdad. Siempre te amaré.
Sintió deseos de volver a llorar.
– Entonces acamparemos aquí esta noche -decidió, mirando hacia las rojas colinas-. Sin hacer fogatas.
– ¿Estás diciendo que desperdiciemos el resto del día? -cuestionó Mikil-. ¿Y si estoy equivocada? ¿Y si vienen tras nosotros?
– Entonces pondremos vigilantes. Pero esperemos aquí.
– ¿Qué es eso? -preguntó Samuel.
Thomas le siguió la mirada. Un punto en la arena. Un jinete.
El corazón le palpitó con fuerza. El caballo corría aprisa, directo hacia ellos desde el desierto. ¿Un explorador?
– ¡Retrocedan! -exclamó Mikil, haciendo girar el caballo-. Pónganse a cubierto. Si nos ven, nos denunciarán.
Los caballos reaccionaron a los jalones en las riendas y se retiraron detrás de una fila de árboles.
Miraron desde su escondite. El jinete se movía más raudo de lo que Thomas jamás había visto, bajando la ladera de la última duna, dejando un rastro de arena removida. Un caballo negro. El jinete vestía de blanco. La capa se le agitaba detrás de él y montaba en las puntas de los pies, inclinado.
– ¡Es él! -gritó Lucy.
La niña saltó del corcel de su madre y se puso a correr antes de que Thomas pudiera detenerla.
– ¡Lucy!
– ¡Es Justin! -exclamó ella.
Thomas parpadeó, forzando la vista para ver mejor. El corazón se le aceleró. Y entonces supo que el hombre sobre el caballo negro que galopaba hacia ellos era Justin.
La melena hasta los hombros le volaba con la capa y aun a esa distancia Thomas estaba seguro de poder verle el verde brillante de los ojos. La pasión de Thomas se contagió de inmediato.
Se quedó paralizado por la repentina comprensión de que Justin en realidad estaba vivo.
¿Había venido para devolverle a Rachelle?
El caballo de Justin paró en seco como a siete metros de los árboles. Tenía los ojos fijos en Lucy, que corría hacia él.
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