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Ted Dekker: Rojo

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Ted Dekker Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados. El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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La falta de oxígeno hizo estragos en su cuerpo durante larguísimos segundos y él no intentó detener la muerte.

Entonces lo intentó. Con todo su ser trató de revertir ese horrible curso.

Elyon, te ruego. Tómame. Tú me hiciste; ahora tómame.

La penumbra le invadió la mente. Comenzó a gritar.

Luego todo se hizo negro.

Nada.

Estaba muerto; lo sabía. Pero aquí había algo más allá de la vida. Desde la lobreguez, un gemido empezó a llenarle los oídos, reemplazando sus propios bramidos. El gemido aumentó en volumen y se volvió un lamento, luego un grito.

¡Él conocía esa voz! Era Justin. ¡Elyon estaba gritando! Y gritaba de dolor.

Thomas se presionó las manos contra los oídos y comenzó a gritar al unísono, pensando ahora que esto era peor que la muerte. Su cuerpo se sobresaltó con energía como si hasta la última célula se sublevara ante el sonido; y así debían hacerlo, le susurró una voz en el cráneo. ¡Su Hacedor gritaba del dolor!

¡Él había estado aquí antes! Exactamente aquí, en lo profundo del lago esmeralda. Había oído este grito.

Una voz profunda reemplazó el clamor.

– Recuérdame, Thomas -expresó. Pronunció Justin. Formuló Elyon.

Se le iluminaron los bordes de la mente. Una luz roja. Thomas abrió los ojos, asombrado de este cambio repentino. Había desaparecido el ardor en el pecho. El agua era tibia y la luz abajo parecía más brillante.

¿Estaba vivo?

Aspiró el agua roja y la exhaló. ¡Respirándola! ¡Estaba vivo!

Thomas gritó de asombro. Se miró las piernas y los brazos. Sí, esto era real. Él estaba aquí, flotando en el lago, no en otra realidad desconectada.

Y la piel… se la frotó con el pulgar. La enfermedad había desaparecido. Giró lentamente en el agua, buscando a Rachelle o a Johan, pero ninguno de los dos estaba ahí.

Thomas giró una vez más en el agua y lanzó el puño por encima (¿o fue por debajo?) de la cabeza. Se zambulló en lo profundo, luego ejecutó una voltereta hacia atrás y se lanzó hacia la superficie. ¡Debía localizar a Rachelle! Justin había cambiado el agua.

En el momento en que su mano tocó el agua fría por sobre la tibia le empezaron a arder los pulmones. Trató de respirar pero descubrió que no podía. Luego pasó y emergió del agua.

Tres pensamientos le aparecieron en la mente mientras el agua aún le caía del rostro. El primero fue que salía a la superficie en el mismo instante en que lo hacían Rachelle a su derecha y Johan a su izquierda. Como tres delfines que rompían la superficie en un salto coordinado, con las cabezas arqueadas hacia atrás, el agua escurriéndoseles del cabello, sonriendo tan ampliamente como el cielo.

El segundo pensamiento fue que podía sentir el fondo del lago debajo de los pies. Se estaba parando.

El tercero fue que aún no podía respirar.

Salió del agua hasta la cintura, se dobló y expulsó de los pulmones un litro de agua. El dolor se fue con el agua. Boqueó una vez, descubrió que podía respirar con facilidad y se volvió lentamente.

Hacia la derecha. Agua y saliva en chorritos salían de la sonriente boca de Rachelle. Ella también acababa de morir.

Hacia la izquierda. Por un breve instante no reconoció al hombre a metro y medio a su izquierda. Este era Martyn el encostrado, pero la piel le había cambiado. Tono color carne. Suave. Rosada como la piel de un bebé. Sus ojos brillaban como esmeraldas. Este era Johan como una vez había sido, sin rastro de la enfermedad. Él también había respirado el agua.

Se pararon en el agua, tres extraños empapados frente a cien mil hordas, unos vestidos en las túnicas de los habitantes del bosque, otros en las capas encapuchadas de los moradores del desierto, todos mostrando la blanquecina piel de la enfermedad.

Por un rato ninguno habló. Qurong permanecía con su ejército a cien metros a la derecha, con el rostro cubierto por su capucha. Ciphus estaba a cincuenta metros a la izquierda, con los labios demacrados. Allí, directamente adelante, estaban Mikil, Jamous, Marie y Samuel, boquiabiertos como los demás.

Thomas salió del lago, salpicando ruidosamente agua con los muslos. En alguna forma sintió que miraba un mundo totalmente nuevo. No solo era una nueva persona, cubierta de magia, sino que los miles que tenía en frente eran distintos. La enfermedad se les adhería como estiércol seco. Pero cuando entendieran lo que Elyon había hecho por ellos en este lago, se reunirían en grandes cantidades dentro de las aguas rojas. Lo atropellarían, pensó irónicamente.

Los guerreros de las hordas que habían enviado a investigar se hallaban a cincuenta pasos de distancia. Tenían su respuesta, Thomas dudó que la entendieran.

Regresó a mirar donde había visto los shataikis. Se habían ido. No, no se habían ido. Aún estaban allí, sin duda, pero él ya no los veía.

Estaba a punto de hablar, de contarles lo que había ocurrido, cuando una voz chillona rompió el silencio.

– ¡Fueron ellos! -gritó Ciphus-. Nos han engañado y envenenaron el agua de Elyon.

– Ya no toleraremos tus mentiras, ¡viejo! -exclamó Johan poniéndose al lado de Thomas-. ¿Estás ciego? ¿Te parecemos envenenados?

– ¡Mírense! ¡El agua les ha quitado la carne!

– ¿Nos la quitó? -preguntó Thomas, anonadado; miró a las personas-. Nos ha quitado nuestra enfermedad. ¿Pueden ver eso?

– ¡Imposible! -cuestionó Ciphus-. Este ya no es el lago de Elyon. Esta es agua roja, envenenada por la muerte.

Eso es lo que diría alguien de los de las hordas, pensó Thomas. Ciphus se había virado por completo. Buscó en la orilla a Marie y Samuel, los encontró, y vio que Rachelle ya corría hacia ellos. Ella sabía tan bien como él que si la enfermedad había atrapado tan rápido a todos, quizás sus hijos no estuvieran tan receptivos.

Thomas miró al anciano, que se volvió hacia la gente.

– La ley establece sin lugar a dudas que el cuerpo debe permanecer en el agua hasta la mañana, pero todos ustedes lo vieron con sus propios ojos. ¡No hay cuerpo!

Otra vez fue Johan quien se adelantó en la defensa.

– Nadie atravesó mi línea de guardias para robarse el cuerpo y ustedes apenas registraron. Además, la que estás citando es la ley de las hordas, no la tuya. ¿Desde cuándo conoces la ley de las hordas?

– ¡Es la ley! -gritó el anciano-. Y tú fuiste cómplice en el plan de ellos para robar el cuerpo. ¿Quién habría sospechado que los dos generales estaban obrando juntos para esclavizar al mundo entero en una enredada conspiración?

Señaló hacia el lago.

– ¡Miren lo que han hecho!

Johan dio un paso adelante y se dirigió directamente a la gente.

– El lago no está envenenado; solo ha cambiado. ¿Estoy muerto? ¿Está la enfermedad pegada a mi cuerpo? ¿Soy un encostrado? No, estoy libre de la enfermedad, y eso se debe a que hice lo que Justin nos pidió. ¡Seguirlo en su muerte ahogándonos en el lago y encontrando nueva vida! Este es el cumplimiento de la profecía del niño. Este es el golpe contra el maligno del que nos hablara el niño, y llegó cuando se había perdido toda esperanza.

Johan volvió a extender el brazo hacia el lago.

– Entren al lago y encuentren la vida de él. ¡Ahóguense, todos ustedes! ¡Ahóguense!

Nadie corrió hacia el lago. Lo miraron como si se hubiera vuelto loco. El gran Martyn que ahora era Johan ya no infundía el respeto que tuviera solo minutos antes.

Hubo movimiento al lado de Qurong, a la derecha de ellos. Y a su izquierda.

– ¿Lo van a oír? -preguntó Ciphus caminando lentamente hacia ellos.

Rachelle había guiado a Marie y a Samuel hacia el borde del agua y les susurraba a los oídos. Ellos temblaban.

– ¡Martyn el general completaría su engaño con Thomas haciendo que todos nos ahoguemos! -continuó Ciphus-. ¡Nunca!

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