Ted Dekker - Rojo

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Todo gira en torno a Thomas Hunter, un escritor de poco éxito que sobrevive trabajando en el café Java Hut, en Denver. Pero su aparentemente monótona vida sufrirá un vuelvo radical cuando fuerzas desconocidas liberen un arma bacteriológica en la atmósfera. Al final de la jornada, tres millones de personas serán portadoras del virus más letal que haya conocido la humanidad, y en sólo un par de días habrá noventa millones de infectados.
El punto es que no existe ninguna vacuna… pero extrañamente, la única esperanza es Thomas Hunter. ¿Cómo? ¿Por qué? Él no lo sabe, pero su existencia amenaza importantes planes y por eso debe morir.

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Thomas de Hunter.

Él sonrió y levantó la mano hacia las personas mientras buscaba alguna señal de Ciphus o del Consejo.

– Deberías estar al frente, Thomas -sugirió Peter-. Rápido, él pronto estará aquí.

– Puedo ver bastante bien…

– No, no, tenemos un lugar reservado -lo interrumpió Peter agarrando a Thomas por el brazo y tirando de él-. Ven. Rachelle, ven.

Se había iniciado un canturreo pronunciando su nombre, como era la costumbre.

– Hunter, Hunter, Hunter, Hunter -repetían a voz en cuello treinta mil voces.

Con los ojos puestos en él y gritando su nombre, lo menos que Thomas podía hacer era seguir a Peter del Sur colina abajo, donde la multitud se había separado para dejarlo pasar, hacia el fondo del valle, lugar en que solo un momento antes los niños habían estado brincando y danzando. Ahora estaban quietos y miraban asombrados al gran guerrero cuyo nombre se realzaba.

Peter lo llevó a la primera fila.

– Gracias, Peter.

El anciano se fue.

Samuel y Marie, el hijo y la hija de Thomas, se esforzaban por llegar hasta él desde la izquierda, rebosantes de orgullo, pero tratando de no ser demasiado evidentes al respecto. Él les guiñó un ojo y sonrió.

Los gritos no cesaban. Hunter, Hunter, Hunter, Hunter. Él levantó la mano y volvió a agradecer a la muchedumbre que esperaba con naturalidad en las laderas blanqueadas. La franja que bajaba setenta metros y que atravesaba el valle por el medio era la ruta del desfile, y ni un alma se atrevía a perturbar el césped. Esta era la costumbre. El sendero por el que Justin cabalgaría dividía el valle en dos, solo a treinta metros de donde se hallaba la gente.

Una niñita, quizás de nueve o diez años de edad, con un pequeño lirio blanco en el cabello, lo miraba con enormes ojos café, a tres metros de distancia. Ella se había olvidado de gritar en su impresión por estar tan cerca de esta leyenda, pensó Thomas, que le sonrió y le hizo una reverencia con la cabeza.

En la boca de la pequeña se dibujó una amplia sonrisa. Él vio que no tenía uno de sus dientes. Quizás ella no contaba con más de nueve años.

– Es adorable -comentó Rachelle al lado de él, quien había estado observando la mirada de la niña.

La multitud aún gritaba el nombre del famoso guerrero.

Nadie dio la señal. Ninguna luz brillante apareció en el cielo para indicar algún cambio. Y sin embargo todo cambió entre dos gritos. Fue Hunter, Hunt… y luego silencio.

El rotundo y profundo silencio le pareció a Thomas más fuerte que el estruendo que lo precedió.

Miró a través del valle y vio que todas las cabezas habían girado a la izquierda. Allí, donde los árboles terminaban y empezaba el césped, se hallaba un caballo blanco. Y sobre el caballo estaba un hombre vestido con una túnica blanca sin mangas.

Justin del Sur había llegado.

Dos guerreros en traje tradicional de batalla montaban detrás de él, uno al lado del otro. Justin y sus alegres hombres, pensó Thomas.

Por un prolongado instante que pareció extenderse más allá de sí mismo, Justin permaneció sentado perfectamente quieto. Llevaba una corona de flores blancas en la cabeza. Tenía bandas de bronce rodeándole los bíceps y los antebrazos, y sus botas estaban atadas hasta arriba, al estilo de batalla. Tenía un cuchillo pegado a la pantorrilla y una espada de empuñadura negra colgaba en una vaina roja detrás de él. Se hallaba en la silla con la confianza de un guerrero endurecido por las luchas, pero parecía más un príncipe que un soldado.

Sus ojos examinaron a la multitud, se posaron por un momento en Thomas y luego se movieron hacia adelante. Aún sin un sonido.

Su caballo pisoteó una vez el suelo y entró al valle.

Un rugido sacudió la tierra, una erupción de energía salvaje taponada en las gargantas de treinta mil personas. Los puños se elevaron al aire y las bocas se ensancharon con pasión. El trueno de las voces del gentío pareció alimentarse a sí mismo y, cuando Thomas estaba seguro de que alcanzaba su punto álgido, el rugido aumentó.

Había cinco kilómetros desde el poblado, pero no hubo sombra de duda en la mente de Thomas de que en ese mismo instante los postigos de todas las casas vibraron. ¿Cuántos de esos individuos gritaban porque los demás lo hacían? ¿Cuántos estaban deseando celebrar, fuera cual fuera el objeto de esa celebración? Aparentemente la mayoría.

Miró a Rachelle, que sonreía sinceramente y gritaba, contagiada por el momento. Él sonrió. ¿Por qué no? Todo guerrero merecía honra y Justin del Sur, aunque quizás también merecedor de otras consideraciones, sin duda se había ganado algún honor. Que el Consejo sudara de preocupación. Hoy era el día de Justin.

Thomas levantó el puño en reconocimiento.

Poco a poco, con pasos deliberadamente marcados, Justin hizo que su caballo entrara cabalgando al valle. Miraba directo al frente sin reconocer a la multitud. Sus hombres marchaban detrás a treinta pasos.

Ahora comenzó el griterío. El estruendo formó una palabra que rugía de las gargantas de cada hombre, mujer y niño en el valle, quizás más allá…

Justin! Justin! Justin! Justin!

…hasta que se oyeron como apabullantes detonaciones que explotaban con cada rugido del nombre del guerrero. Justin! Justin! Justin! Justin!

Thomas nunca había visto antes tal despliegue de adoración por un hombre. El hecho de que Justin aceptara la alabanza sin más que una modesta sonrisa solo parecía justificar la adoración que le prodigaban. Era como si supiera que él no merecía menos y estuviera dispuesto a aceptarlo.

El aire retumbaba con los gritos de la gente. Las hojas de los árboles a lo largo del riachuelo vibraban. Thomas sintió que el sonido le llegaba al estómago y le estremecía el corazón.

Justin! Justin! Justin! Justin!

Justin cabalgó hasta la mitad del valle y detuvo el caballo. Luego se paró en los estribos, alzó los puños al cielo, levantó la cabeza y comenzó a gritar algo.

Al principio las personas no lograban oír sus palabras debido al rugido, Pero tan pronto como se imaginaron que el guerrero estaba diciendo algo, comenzaron a callarse. Ahora el grito de Justin se elevaba por sobre el barullo. Gritaba un nombre. Voceaba un nombre al cielo.

El nombre de Elyon.

Un frió envolvió a Thomas. Justin estaba clamando la autoridad del Creador. Y esto, sabiendo muy bien que se había lanzado un careo contra él. El Consejo estaría furioso. Si Justin no era inocente, entonces era tan taimado y manipulador como ellos.

Justin gritaba el nombre de su Hacedor, con los ojos cerrados, el rostro contraído, como quien se hallaba desgarrado entre gratitud y terrible temor. El valle se acalló con incertidumbre.

Con un postrero grito que agotó cada onza de su aliento, Justin gritó el nombre. ¡Ellllyyyyonnnnnnl Luego se acomodó en su silla y lentamente enfrentó a Thomas.

– Te saludo, Thomas de Hunter -gritó.

Thomas inclinó la cabeza. Pero no podía ir tan lejos como para homenajear al hombre en retribución, no con el duelo a las puertas.

Justin inclinó la cabeza en respuesta. Miró a las personas, primero al costado lejano, haciendo girar su caballo para tener una vista completa, luego al lado de Thomas. Su corcel pisoteaba debajo de él. Parecía estar buscando a alguien.

Los niños, pensó Thomas. Él buscaba a los niños.

Justin hizo girar el caballo y miró otra vez hacia la parte lejana. Luego de nuevo hacia el lado de Thomas, con sus ojos verdes buscando, escudriñando.

Como a quince metros de donde se hallaba Thomas salió de la multitud una niñita, anduvo algunos pasos en el pasto y se detuvo. El cabello rubio le pasaba de los hombros. Tenía los brazos caídos a los lados. Una de sus manos estaba seca como en un muñón. Temblaba de pies a cabeza y le corrían lágrimas por las mejillas.

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