– ¡Thomas! -exclamó una voz después de que un puño diera unos toques en la puerta-. Ya me voy. Se te va a hacer tarde.
Una imagen mental de una Kara mucho mayor le resplandeció en la mente. Tenía el cabello canoso, tal vez entre cincuenta y sesenta años, y le pedía que la llevara con él. Solo eso: «Llévame contigo, Thomas».
Entonces desapareció la imagen. Él parpadeó bajo chorros de agua, desorientado de repente. ¿Cuánto tiempo había estado aquí? Por brevísimos instantes estuvo confundido respecto a cómo había llegado aquí.
Entonces todo le vino precipitadamente. Se hallaba en la ducha. Era tarde, por la mañana. Su turno en Java Hut empezaba al mediodía. ¿Correcto? Sí, por supuesto. Se sacudió el agua de la cabeza.
– Está bien -contestó, luego añadió-. Te veré esta noche.
Pero probablemente Kara ya estaba fuera de la puerta, dirigiéndose a su turno en el hospital. La realidad acerca de su hermana es que podría tener poco más de veinte años, igual que él, pero lo que le faltaba en edad le sobraba en madurez. No es que él fuera un irresponsable, pero pasar de vivir en las calles de Manila a vivir en Estados Unidos no había resultado tan fácil para él como lo fue para ella. Salió de la ducha y con el antebrazo secó el empañado espejo. Se pasó ambas manos por el cabello húmedo y se examinó el rostro lo mejor que pudo entre los hilillos de agua sobre el cristal.
Nada mal. Nada mal. Las chicas se fijan en una barba de varios días, ¿verdad?
Thomas había perdido un poco de su habilidad durante los últimos dos años en Nueva York, pero Denver sería diferente. Ya habían quedado atrás los problemas con usureros y compañeros sospechosos en los trámites de importación. Tan pronto como volviera a levantarse, se reinsertaría en la sociedad y hallaría la manera de sobresalir en algo.
Mientras tanto, estaba la cafetería donde trabajaba, y el apartamento, gratis, gracias a Kara.
Se vistió rápidamente, al salir agarró una rosquilla dulce del día anterior, y se dirigió a la Novena, luego tomó el callejón hacia Colfax, donde se hallaba la cafetería de moda, más conocida como Java Hut. Las Montañas Rocosas se elevaban contra un cielo azul, visibles solamente entre rascacielos de apartamentos mientras él recorría la calle. Mamá aún estaba en Nueva York, donde se había establecido después del divorcio. Había sido un camino difícil, pero ahora se encontraba estable.
En realidad, el mundo se encontraba estable. Él simplemente debía esperar algo de tiempo, buscar nuevas relaciones y dejar que la vida llegara como siempre lo había hecho, con puñados de dólares y una mujer que apreciara las cosas exquisitas de la vida. Como él.
Está bien, solo en sueños por el momento, pero las cosas estaban mejorando. Tal vez finalmente lograría resarcirse con una de esas novelas que había escrito cuando su sueño de conquistar el mundo editorial aún estaba vivito y coleando. Thomas entró en la cafetería dos minutos después del mediodía y dejó que la puerta golpeara detrás de él.
– Hola, Thomas -lo saludó Edith, la recién contratada pelinegra, con una sonrisa y guiñándole un ojo.
Muy bien… interesante. Bastante bueno. Pero, siendo un imán para los problemas, Thomas no tenía el hábito de flirtear con mujeres de las que no sabía nada.
– Hola -contestó.
– A Frank le gustaría que me enseñaras los trucos -informó ella lanzándole un delantal verde.
– Está bien -asintió él rodeándola y poniéndose detrás del mostrador.
– Cerramos juntos esta noche -dijo ella.
Perfecto. Frank había empezado estos turnos de diez horas una semana antes.
– Está bien.
– Sí.
No quiso mirarla, sabiendo desde y a qué es lo que ella tenía en mente. Lo cual era lo más lejano en la mente de él.
***
HABÍAN TRANSCURRIDO dos días y Bill sabía ya lo que necesitaba saber, gracias a Tony, el insignificante delincuente con acento neoyorkino que había convenido en actuar según las reglas de Bill por diez mil dólares al día. Tony había estudiado los movimientos de Thomas, enterándose de que al salir del trabajo cruzaba el callejón en cualquier momento después de las diez.
– Atento, Tony -expresó Bill de pie en lo alto del edificio y señalando hacia la callejuela-. Solo asegúrate que entre a este callejón sin salida.
– Por favor Bill, no me menosprecies. ¿Después qué?
Se preguntó si se arrepentiría de haber contratado al tonto, pero esta no era la clase de proyecto al que se le hacía publicidad a menos que se tuviera tiempo.
– Después vas tras él. Mantente en la radio, te dirigiré. Quiero hacerle creer que tenemos bloqueadas las calles. Que la única salida es subir una de las escaleras.
– Y entonces es tuyo.
Bill se ajustó las gafas de sol, cuidando de mantener ocultos los ojos negros, y examinó los techos planos al otro lado de la callejuela.
– Entonces es mío -respondió asintiendo con la cabeza.
– Y los polis, ¿qué?
– ¿Qué pasa con ellos? Usaremos silenciadores.
– Yo podría conseguir un poco de ayuda -respondió el neoyorkino asintiendo-.
Solo para estar seguros. Si tenemos la oportunidad, ¿quieres que lo eliminemos?
Porque eso te costará más.
– No, Tony. Lo quiero en lo alto del techo.
El estuche del rifle se hallaba a los pies de Bill, donde tomaría posición y esperaría. Una bala en la cabeza, nada más, nada menos. No podía arriesgarse a poner en peligro la misión hiriendo a Thomas y sacarlo corriendo.
Él tiene que beber el agua, le susurró una voz de su pasado. No tenía idea de qué significaba eso.
– Entendido, Bill -consintió el hombre con una sonrisita burlona-. ¿Cuándo recibo mi paga?
– Tan pronto como él esté muerto, Tony -contestó Bill forzando una sonrisa-.
Tan pronto como esté muerto.
***
EL DÍA pasó rápidamente, y Thomas se las arregló para enfrentarse a Edith sin delatar su desinterés general en ella ni brindarle ninguna esperanza. Pero enseñarle los trucos, como ella lo llamaba, había tardado más de lo acostumbrado, y esa noche no pudo salir antes de las diez y media.
El joven recorrió la calle, dirigiéndose al apartamento. Otro día, otro dólar. No a puñados, pero al menos el ingreso era constante. Más de lo que podría decir de sus, este… trabajitos más ambiciosos. Todo estaba bien. Todo estaba… Pero de repente no todo estuvo tan bien. Caminaba por la misma callejuela mal iluminada que siempre tomaba en su camino a casa cuando un ¡tas! interrumpió el zumbido del lejano tráfico. Unas salpicaduras de ladrillo rojo brotaron de un hoyo de poco más de dos centímetros como a medio metro de su rostro. Thomas se detuvo a mitad de un paso.
¡Tas!
Esta vez vio que la bala se estrellaba en la pared. Esta vez sintió en la mejilla el pinchazo de diminutos fragmentos de ladrillo que salieron disparados por el impacto. Esta vez se le paralizó cada músculo del cuerpo.
¿Le acababa alguien de disparar?
¿Le estaban disparando?
Thomas saltó hacia atrás y quedó agazapado, pero sin poder dejar de mirar esos dos hoyos en el ladrillo, inmóviles al frente. Debió de ser alguna equivocación. Un producto de su febril imaginación. Sus aspiraciones de novelista finalmente habían traspasado la línea entre la fantasía y la realidad con esos dos hoyos vacíos que lo observaban desde el ladrillo rojo.
– ¡Thomas Hunter!
Eso no era su imaginación, ¿verdad que no? No, era su nombre, y aún resonaba por el callejón. Una tercera bala se estrelló en la pared de ladrillo. Saltó hacia la izquierda, aún agazapado. Dio un largo paso, se dejó caer sobre el hombro derecho, rodó. El aire se partió otra vez por encima de su cabeza. Esta bala repicó en una escalera de acero y resonó por el callejón.
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