– ¿Sabes que hay una estatua de ti en la parte oriental del jardín de la Casa Blanca?-inquirió Kara respirando hondo y acomodándose en la silla-. Granito blanco.
¿Puedes imaginar lo que pensaría Washington si te acercaras a ese césped y saludaras a! presidente después de todos estos años?
– Eso es inaceptable -exclamó él levantándose repentinamente.
– Quizás -terció Monique-. Pero créeme, el mundo se desordenaría si fueras allá, Thomas Hunter, habiendo regresado de entre los muertos. Y el mundo podría tener un poco de esperanza ahora.
– Eso no tiene nada que ver conmigo. Mi hijo se acaba de unir a los eramitas, ¡por Dios! No nos desviemos del tema.
– Al dar recibirás.
– Estás manipulando la situación.
– ¿De veras? -objetó Kara-. Piensa en eso, Thomas. Existe un vínculo entre e i presente y el futuro, y no se trata solo de ti. Es tan real para nosotros como para ti.
Tal vez si encuentras la respuesta aquí, la hallarás para tu mundo.
Él no tenía deseos de dar un paso fuera de este salón, pero tal vez había algo de verdad en lo que Kara indicaba.
Lo que sucedía en las historias siempre se había relacionado con lo que pasaba en este mundo. Si él lograra encontrar una manera de alterar esta historia podría encontrar la respuesta para el otro.
Pero aun así no creía que eso fuera correcto.
– No me gusta -replicó, volviéndose a sentar, sudando ahora.
– ¿Desde cuándo no te gusta tener nada que ver con la verdad? -contraatacó Monique-. A mí no me ha gustado desde que te fuiste. Sintió las palabras de ella como una merecida bofetada.
– Y es posible que nos equivocáramos -planteó Kara-. Pero del modo en que lo veo, estás aquí, y mientras estés…
– No estoy aquí por mucho tiempo -insistió él-. Ten eso claro.
– Ayúdanos, Thomas -pidió ella-. Tú cambiaste este mundo una vez; hazlo de nuevo.
– Eso fue hace mucho tiempo.
La puerta se abrió y entró un criado cubierto con una bata.
¿Un criado con una bata?
Thomas tardó solo un instante en ver que se trataba de Billy, y que llevaba en la mano una pistola nueve milímetros.
Luego observó, atónito, cuando Janae, y luego Qurong, avanzaban pesadamente por detrás, examinando el salón.
– ¡Atrás! -ordenó Billy haciendo oscilar la pistola-. ¡Retrocedan!
La mirada de Janae se posó en los libros perdidos.
Las piezas se acomodaron en la mente de Thomas y formaron un cuadro completo. Ellos ya tenían cortadas las manos y sangraban. Habían venido solo por un motivo: Usar los libros perdidos.
– ¡No se muevan! -volvió a ordenar Janae, acercándose a la pila de libros; si llegaban a tocarlos desaparecerían… con los libros.
– Por favor… -pidió Thomas levantando la mano.
Janae fue la primera en abalanzarse hacia los libros, seguida casi en frenesí por Billy y Qurong. La sangrante mano de ella se posó en el primero de los libros, y toda la mesa empezó a perder el equilibrio, haciendo que la lámpara cayera al suelo. Thomas les gritó a sus piernas: ¡Vamos! Hay que seguirlos; ¡vamos! Pero tenía las piernas paralizadas.
La mano de Janae desapareció, seguida por el brazo. ¡Se estaba desvaneciendo delante de los ojos de ellos!
Pero no antes de que Billy y Qurong pusieran las manos sobre la muchacha, y se le subieran encima para unírsele en el pasadizo momentáneamente abierto por medio de los libros.
Todo sucedió en el espacio de tres, no más de cinco, palpitaciones del corazón de Thomas. Janae, luego Billy, y después Qurong fueron tragados como por arte de magia.
Y luego se esfumaron. El espacio que acababan de ocupar estaba vacío. Y los libros…
Los libros habían desaparecido con ellos.
Dejando a Thomas varado en este mundo, mientras Billy, este Ba’al en versión pelirroja; Janae, la vampiresa sedienta de sangre; y Qurong, el enemigo de todos los albinos, regresaban para devastar el mundo de Thomas.
La sangre se le escurrió del rostro.
– Elyon, ayúdanos -logró expresar Thomas con voz muy débil; todo el cuerpo se le estremeció-. Elyon ayúdanos a todos.
SAMUEL DE Hunter estaba sentado con las piernas cruzadas en un cojín relleno de paja ante una mesa bajita en que había dátiles, nueces y pasteles de trigo. El té caliente humeaba en pequeñas tazas de cristal modeladas burdamente. Un criado le ofreció una desconocida sustancia marrón cristalina en polvo. El muchacho levantó la mirada curiosa hacia Eram, que lo observaba tanto a él como a sus compañeros desde donde se hallaba recostado al otro lado de la mesa.
– Deshidratado de caña de azúcar cultivada al norte. Endulza el té, muy parecido a la fruta de blano que el círculo usa.
Samuel hizo una reverencia con la cabeza, y el criado le puso en la taza un poco de la caña seca de azúcar usando una cuchara de madera.
– Adelante, pruébalo.
Sorbió el líquido. Le pareció totalmente agradable, como mucho de lo que había visto desde que llegara con sus hombres. Los eramitas los habían conducido en silencio por los cañones nororientales. Atravesaron un enorme valle cubierto de extensos campos de higos secos hasta una amplia meseta desierta que se extendía en todas direcciones. No era extraño que las hordas nunca hubieran intentado llevar a su ejército armado contra los mestizos. Los eramitas controlaban las tierras altas.
– Delicioso -dijo Samuel levantando la taza.
– No escatimamos en comodidades, muchacho -contestó sonriendo Eram-. En ningún modo. Las hordas podrán tener riquezas, pero nosotros no estamos peor. Seguramente mejor que tus tribus pobres, ¿eh? Aquí tenemos todo: Las mujeres más hermosas, los tés más deliciosos, la mejor carne, más espacio del que podemos utilizar o, por encima de todo, libertad. ¿Qué más puede querer un hombre?
– ¿Así es como ves al círculo? ¿Pobre?
– No seas tonto, muchacho. Ustedes son facinerosos que huyen, vagabundos que usan materiales de desecho para cubrirse, y que danzan hasta altas horas de la noche como majaderos para ocultar su dolor.
El hombre tenía su razón. Todo el mundo sabía que los albinos eran pobres, pero Samuel no se había dado cuenta de que el enemigo veía eso como una característica definida.
El muchacho miró alrededor de la tienda de lona, una estructura semipermanente construida contra un muro de bahareque, una combinación de las hordas y los guardianes del bosque. Los observaban cuatro mujeres, entre ellas la hija de Eram, inclinadas en postes o sentadas en cojines; ellos eran probablemente los únicos albinos que alguna vez pusieran los pies en la ciudad.
Seis guerreros se hallaban detrás de Eram, y otra docena esperaba afuera. Como todos los eramitas, estaban cubiertos con la enfermedad de las costras y usaban túnicas tejidas con el mismo hilo delgado que las hordas confeccionaban de tallos de trigo del desierto. Comían como las hordas y apestaban como las hordas. Pero allí es donde terminaban las similitudes. En vez de mechas enmarañadas, tenían el cabello lavado y estilizado en una variedad de modelos, tanto lisos como rizados. Extraño. Y extrañamente agradable si se miraba por bastante tiempo, en especial a las mujeres.
La armadura que usaban era la tradicional de los guardianes del bosque, más liviana que la mayoría de las hordas, a fin de priorizar la facilidad de movimientos por encima de la protección. En el viaje por los desfiladeros Samuel vio que muchos de los guerreros masticaban cierta clase de nuez, y luego lanzaban escupitajos rojos a la arena. Viendo su curiosidad, uno de los soldados le había ofrecido una, llamándola nuez escarabajo. Comida con limón, calmaba el dolor muscular. El hombre dijo que solamente la usaban los guerreros y tan solo fuera de la ciudad. Samuel no quiso probarla.
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