Él tenía razón. Una docena de años antes, este plan habría provisto la perfecta emboscada para los guardianes del bosque. Thomas comprendía los deseos de Samuel de destruir a sus enemigos. Era el instinto más natural que poseía el ser humano.
Amar al enemigo. Esta era la escandalosa enseñanza de Elyon. Iba totalmente contra la naturaleza humana.
A Thomas se le ocurrió entonces que Eram, el mestizo del norte, podría fácilmente entrar a toda velocidad con su ejército, rodear el cráter y destruir a todos sus enemigos, tanto a los albinos como al líder de las hordas, en un solo ataque.
– Dinos qué hacer -expuso Mikil rápidamente, intranquila.
– Lo haré. Tan pronto lo sepa.
– Elyon ayúdanos a todos.
– ¿No es esa la idea? ¿Ver si esas palabras tienen algún significado? Como una flecha hacia el centro de la oscuridad, Thomas guió a los cuatro más allá del anillo de rocas. Había pasado bastante desde que estuviera tan cerca de carne encostrada. Había olvidado lo rancia que era. Solo al acercarse más vio la razón: Ninguno de los sacerdotes se había aplicado pasta de morst.
Se detuvo entonces frente a Ba'al, que aún se hallaba en su acolchado trono bajo el toldo de seda. Sus criados lo habían bajado. Qurong miró hacia la derecha, negándose a honrarlos con una mirada directa. Su general, el llamado Cassak, si Thomas no se equivocaba, se hallaba en estoico silencio al lado, con los ojos fijos en Ba'al.
¿Quién dirigía a las hordas en estos días, de todos modos? ¿Ba'al o Qurong? Ambos, supuso. La escuálida serpiente esgrimía el poder de Teeleh sobre el pueblo, y el musculoso guerrero esgrimía la espada.
Baal se puso de pie y dio un paso al frente. Un atuendo negro de seda se le adhería al cuerpo desde las axilas hasta los talones. Una banda púrpura envuelta alrededor del cuello le colgaba hasta el estómago. Pero los hombros estaban desnudos, blancos, huesudos.
Tres cicatrices le marcaban la frente. Todos los demás usaban las mismas marcas, algo que los exploradores de Thomas habían informado por primera vez un año atrás.
– He venido a hablar con Qurong -declaró Thomas-. No con su criado.
Ba'al no mostró señal de molestia por este solapado insulto, pero Qurong |0 tomaría en cuenta.
– Bienvenido, anémico -contestó el siniestro sacerdote-. El comandante supremo, soberano de los humanos, siervo de Teeleh nuestro amo, ha aceptado tu desafío.
– Entonces deja que el amo hable por sí mismo. ¿O es tu marioneta? Esta vez el párpado izquierdo del brujo se contrajo.
– No supongas que todos los hombres se rebajarían a hablar contigo, albino.
– Pero tú sí. Llevo más de diez años esquivando la sentencia de muerte dictada sobre mí y mi esposa… Creo que eso me da el derecho de ser reconocido por el soberano de esta tierra -expuso Thomas mirando a Qurong.
– Entonces quizás te sobreestimas tanto como sobrevaloras a tu Dios.
– Para averiguar eso hemos venido aquí -replicó Thomas-. No dejes que se te suba aún todo el vestido de seda para la danza. Insisto en hablar con tu líder.
Ba'al se quedó con la mirada fija. Sus ojos grises no mostraban emoción, resentimiento ni señal de que Thomas lo ofendiera. Este era un individuo malvado, más shataiki que humano, pensó Thomas. La noche parecía haberse vuelto excesivamente fría.
– ¿Podríamos prescindir por favor de todo ese rebuscado jueguecito? -habló Qurong, mirando a Thomas por primera vez-. Has lanzado un desafío, lo he aceptado. Mi sacerdote invocará el poder de Teeleh y tú podrás clamar a tu Dios. Nos hemos incomodado mucho para ajustamos a este juego tuyo. Sugiero que empecemos. ¿Qué tienes exactamente en la cabeza?
– Cualquier cosa que tu siniestro sacerdote disponga.
Ninguno de los tres detrás de Thomas pronunció una palabra ni se movió. Baalmantenía la embrujadora y fija mirada puesta en él. Con un poco de imaginación. Thomas pudo ver el traicionero cerebro detrás de esos ojos que giraban como un escarabajo atado a una cuerda. Por interminables momentos, el único sonido provenía ocasional bufido o cambio de posición del caballo de un gutural.
– ¿Es ese tu hijo? -preguntó Ba'al, mirando a Samuel.
– Veo que ustedes han aceptado mutilarse la frente -comentó Thomas- esa la marca de tu bestia?
El fantasma blanco en forma humana llamado Ba'al, que era el más malvad0 de todos en las hordas, levantó la mano y señaló hacia el horizonte con un huesudo dedo.
– Desde el oriente el pálido traerá paz y comandará el cielo. Purgará la tierra con un río de sangre en el valle de Miggdon. Nosotros nos ofreceremos a él en ese día de ajuste de cuentas. La pregunta es: ¿Lo harán ustedes?
– No. No lo haremos. Nos sometemos a Elyon y a nadie más.
El sacerdote lo miró. Tenía la boca delgada como papel, apenas más que pliegues de carne blanca para protegerse de los bichos la dentadura. El religioso se llevó una mano a la cabeza y chasqueó dedos tan frágiles que Thomas se preguntó cómo el chasquido no los rompió.
– Lo veremos, albino.
Dos de los sacerdotes se apresuraron hacia uno de los carros tirados por bueyes. Mientras uno desenganchaba la bestia, el otro extraía del cofre una larga manta blanca de seda. Luego un cáliz plateado.
Los demás observaban inexpresivos mientras los dos sacerdotes aguijoneaban al toro hacia adelante, lo ataban a uno de los cuatro anillos de bronce sobre el altar y colocaban la manta blanca sobre el lomo de la bestia. Uno de ellos ató en lo alto un almohadón de color rubí. Una silla. Los sacerdotes volvieron a toda prisa a sus puestos, haciendo tintinear campanillas al arrastrar los pies. Toda la operación no tardó más de dos docenas de segundos.
Thomas no comprendía lo que Ba'al deseaba demostrar al ensillar un buey, pero no le sentaba bien la mirada continua y firme del sujeto.
– ¿Te gusta el espectáculo de sangre, Thomas? -preguntó Ba'al.
– No en particular.
Querido Elyon, no mantengas ahora oculto el rostro, no ahora. Todo el mundo está observando, y estoy imposibilitado. Entonces, como una reflexión tardía: Da la señal y yo cercenare por ti la cabeza de los hombros de este hombre.
Sugiero que te acostumbres a esto, albino. Porque nuestro dios demanda sangre. Pozos de sangre. Ríos de sangre. Sangre del cuello de los tuyos.
– Tu dios, Teeleh -replico Thomas y escupió a un lado-, quizás sea un inguinario…
Baal se movió mientras Thomas hablaba, sacando una espada que llevaba oculta por detrás, y acuchilló al toro con deslumbrante velocidad. La hoja se asentó en el 1110 del animal, justo por encima de las paletillas, y le atravesó limpiamente por la mitad del cuello.
La espada de Samuel raspó la vaina mientras la desenfundaba.
La cabeza del buey se deprendió del tronco y fue a parar en tierra con un sonido sordo. Por un prolongado momento el animal se quedó inmóvil, inconsciente de la sangre que le salía a borbotones desde las arterias hacia el suelo. Entonces dio medio paso y se desplomó.
Un suave lamento surgió de los doscientos sacerdotes, que ahora se bamboleaban en sus túnicas negras. La matanza había sido tan fulminante que Thomas ni siquiera pensó en reaccionar.
– Acepta mi ofrenda, Teeleh, el único y verdadero dios de todo lo que vive y respira, dragón del cielo -exclamó Ba'al hacia el aire nocturno, extendiendo los brazos a lado y lado-. Que tu venganza se cumpla por medio de mis manos.
El religioso bajó la cabeza y miró a Thomas.
– Diles a tus amigos que dejen caer las armas.
Los lamentos cesaron.
– Te digo que no. A ti y a todo encostrado -vociferó Samuel.
– Díselo -repitió Ba'al dejando caer su propia espada.
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