Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Maya flotó cerca del muro ventana de esa cúpula burbuja, volviéndose con curiosidad hacia la imagen de la nave. Se había construido recurriendo a los tanques de combustible de las lanzaderas; a finales de siglo la NASA y Glavkosmos habían añadido pequeños cohetes de propulsión a los tanques y los había puesto en órbita. Multitud de tanques fueron lanzados de ese modo y luego remolcados a los emplazamientos de trabajo: con ellos se construyeron dos grandes estaciones espaciales, una estación L5, una estación orbital lunar, el primer vehículo tripulado a Marte, y numerosos cargueros no tripulados enviados a Marte. De manera que cuando las dos agencias acordaron construir el Ares, el uso de los tanques se había convenido en rutina, y se disponía de unidades de acoplamiento estándar, cámaras interiores, sistemas de propulsión; la construcción de la gran nave había requerido menos de dos años.

Parecía como si la hubieran hecho con las piezas de un modelo para armar, con cilindros que se ensamblaban por los extremos… en este caso, ocho hexágonos de cilindros, que ellos llamaban toros, alineados y unidos en el centro por un eje central hueco, un haz de cinco ramales de cilindros ensamblados. Unos delgados radios de tracción conectaban los toros al eje central, y el objeto resultante tenía cierto parecido con un accesorio de maquinaria agrícola, como el brazo de una segadora trilladora o de una unidad aspersora móvil. O como ocho donuts llenos de bultos, pensó Maya, ensartados en un palo. Justo el tipo de cosa que apreciaría un niño.

Los ocho toros se habían construido con tanques norteamericanos, y los cinco ramales de cilindros del eje central eran rusos. Los tanques tenían unos cincuenta metros de largo y unos diez de diámetro. Maya flotó a la deriva a lo largo del eje central; le llevó un buen rato, pero no tenía prisa. Entró en el Toro G. Había cuartos de todas las formas y tamaños; los más grandes ocupaban un tanque entero. El suelo corría justo por debajo del punto medio del cilindro, de modo que el interior se parecía a una larga cabaña Quonset. Pero la mayoría de los tanques habían sido divididos en más de quinientos cuartos pequeños. En total, el espacio interior equivalía casi al de un gran hotel de ciudad.

Pero ¿seria suficiente? Quizá sí.

Después de la Antártida, la vida en el Ares parecía una experiencia expansiva, laberíntica, fresca. Cada mañana, alrededor de las seis, la oscuridad en los toros residenciales empezaba a aclararse poco a poco hasta convertirse en un amanecer gris, y a eso de las seis y treinta una súbita claridad marcaba la «salida del sol». Maya despertaba con ella como lo había hecho toda la vida. Después de ducharse se encaminaba a la cocina del Toro D, se calentaba una comida y se la llevaba al gran comedor. Allí se sentaba a una mesa flanqueada por limoneros plantados en macetas. Colibríes, pinzones, tanagras, gorriones y loros picoteaban a sus pies y volaban rápidamente sobre ella para esconderse entre las parras trepadoras que colgaban de la larga bóveda del techo gris azulado, que le recordaba el cielo invernal de San Petersburgo. Comía despacio, observaba a los pájaros, se estiraba en la silla, escuchaba la charla de alrededor. ¡Un desayuno tranquilo!

Después de toda una vida de penoso trabajo, al principio se sintió algo incómoda, incluso alarmada, como si fuera un lujo robado. Como si todos los días fueran domingo por la mañana, como decía Nadia. Pero las mañanas de los domingos de Maya no habían sido nunca particularmente tranquilas. Durante su infancia aquél había sido el momento de limpiar el cuarto que compartía con su madre. Su madre era una doctora, y como la mayoría de las mujeres de su generación, tuvo que trabajar con ferocidad para salir adelante, conseguir comida, criar a una hija, mantener una casa, hacer una carrera; era demasiado para una sola persona, y se había unido a las muchas mujeres que exigían un trato mejor que el que habían recibido en los años del Soviet, que les daba la mitad de un sueldo y además les encomendaba todas las tareas del hogar. Basta de esperar, basta de resistencia muda; tenían que aprovechar mientras durara la inestabilidad. «¡Todo está en la mesa», exclamaba la madre de Maya mientras preparaba una cena escasa, «todo menos la comida!».

Y tal vez se habían aprovechado. En la era del Soviet, las mujeres habían aprendido a ayudarse entre ellas, había aparecido un mundo casi autónomo de madres, hermanas, hijas, babushkas, amigas, colegas, incluso desconocidas. En la comunidad de estados independientes, ese mundo se había consolidado y se había introducido aún más en las estructuras de poder, en las cerradas oligarquías masculinas del gobierno ruso.

Uno de los campos más afectados había sido el programa espacial. La madre de Maya, ligeramente involucrada en la investigación médica, siempre juró que la cosmonáutica necesitaría de la entrada de mujeres, aunque no fuera más que para proporcionar datos femeninos a la experimentación. «¡No pueden salirnos siempre con Valentina Tereshkova!», exclamaba. Y, al parecer, tenía razón, porque después de estudiar ingeniería aeronáutica en la Universidad de Moscú, Maya fue aceptada en un programa en Baikonur, y luego la destinaron a la Novy Mir. Mientras estuvo allá arriba rediseñó los interiores para mejorar la eficiencia ergonómica, y más tarde pasó un año al mando; un par de reparaciones de emergencia reforzaron su buena reputación. Luego siguieron puestos administrativos en Baikonur y Moscú, y con el tiempo se las arregló para introducirse en el pequeño politburó de Glavkosmos, consiguiendo sutilmente que los hombres se enfrentaran entre sí, casándose con uno de ellos, divorciándose, elevándose después como agente libre de Glavkosmos, convirtiéndose en parte del máximo círculo interior, el doble triunvirato.

Y allí estaba, tomando un tranquilo desayuno. «Tan civilizado», se burlaba Nadia. Era la mejor amiga de Maya en el Ares, una mujer baja y redonda como una piedra, de cara cuadrada y pelo corto y entrecano. Más fea imposible. Maya, que se sabía atractiva y que eso la había ayudado muchas veces, amaba la fealdad de Nadia, que de algún modo acentuaba su competencia. Nadia era ingeniera y muy pragmática, una experta en construcción en climas fríos. Se habían conocido en Baikonur hacía veinte años, y una vez vivieron juntas en la Novy Mir durante varios meses; con los años habían llegado a ser como hermanas, que no se parecían mucho y que a menudo no se llevaban bien.

En ese momento Nadia miró alrededor y dijo:

—Instalar los alojamientos rusos y los norteamericanos en toros distintos fue una idea horrible. Trabajamos juntos durante el día, pero pasamos la mayor parte del tiempo aquí entre las mismas caras de siempre. Esto sólo acrecienta las otras divisiones que hay entre nosotros.

—Quizá deberíamos proponer que intercambiemos la mitad de las cabinas.

Arkadi, que estaba devorando bollos de café, se inclinó desde la mesa vecina.

—Eso no basta —dijo, como si hubiera participado todo el tiempo en la conversación. Tenía la barba roja, cada día más salvaje, salpicada de migas—. Los domingos tendrían que ser día de mudanza y ese día todos cambiarían de alojamiento al azar. La gente llegaría a conocerse y habría menos camarillas. Y se reduciría la idea de propiedad sobre los cuartos.

—Pero a mí me gusta ser dueña de una cabina —dijo Nadia.

Arkadi engulló otro bollo y le sonrió mientras masticaba. Era un milagro que hubiera pasado el comité de selección.

Pero Maya planteó el tema a los norteamericanos, y aunque nadie aprobó el plan de Arkadi, les pareció una buena idea intercambiar la mitad de las cabinas. Después de ciertas consultas y discusiones, se dispuso la mudanza. La llevaron a cabo en la mañana de un domingo, y en adelante el desayuno fue un poco más cosmopolita. Las mañanas en el comedor D ahora incluían a Frank Chalmers y a John Boone, y también a Sax Russell, Mary Dunkel, Janet Blyleven, Rya Jiménez, Michel Duval y Úrsula Kohl.

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