Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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John Boone resultó ser un madrugador, llegando al comedor incluso antes que Maya.

—Esta sala es tan espaciosa y aireada que se tiene la sensación de estar fuera —dijo desde su mesa cuando entró Maya—. Mucho mejor que la sala B.

—El truco está en quitar todo el cromado y el plástico blanco — repuso Maya. Hablaba un inglés bastante bueno, que mejoraba rápidamente—. Y luego pintar el techo como un cielo de verdad.

—¿Quieres decir no sólo de azul y punto?

—Sí.

Era, pensó, un norteamericano típico: sencillo, abierto, directo, tranquilo, y a la vez un héroe famoso. Esto parecía un hecho inevitable, de peso, pero Boone lo esquivaba. Concentrado en el sabor de un bollo, o en algunas noticias que aparecían en la pantalla de la mesa, nunca se refería a su expedición anterior, y si alguien sacaba el tema hablaba de ella como si no fuera distinta de cualquier otro vuelo. Pero no era así, y sólo su naturalidad mantenía esa ilusión: a la misma mesa cada mañana, riéndose de los malos chistes de ingeniería de Nadia, tomando parte en las conversaciones. Al cabo de un rato, no era fácil ver el aura que lo rodeaba.

Frank Chalmers parecía más interesante. Siempre llegaba tarde y se sentaba solo, atento únicamente a su café y a la pantalla de la mesa. Después de un par de tazas empezaba a hablar con la gente que tenía cerca en un ruso horroroso pero práctico. En la sala D ahora se conversaba casi siempre en inglés para incluir a los norteamericanos. La situación lingüística era como un juego de muñecas chinas: el inglés los contenía a todos, dentro de él estaba el ruso, y dentro de éste los idiomas de la comunidad de estados independientes, y luego los internacionales. Ocho de los tripulantes eran idiolingüistas, una triste especie de orfandad, en opinión de Maya; tenía la impresión de que estaban más atados a la Tierra que el resto, y en frecuente comunicación con la gente de allá. Era un poco extraño que el psiquiatra estuviera dentro de esa categoría.

En cualquier caso, el inglés era la lengua franca de la nave, y al principio Maya pensó que eso les daba ventaja a los norteamericanos. Pero luego se dio cuenta de que cuando hablaban siempre estaban en escena ante todo el mundo, mientras que el resto tenía idiomas más privados a los que podían recurrir en cualquier momento.

Sin embargo, Frank Chalmers era la excepción. Hablaba cinco idiomas, más que ningún otro a bordo. Y no temía usar su ruso, a pesar de que era muy malo; se dedicaba a soltar preguntas y luego a escuchar las respuestas, con auténtico interés y una risa asombrosa y rápida. En muchos sentidos era un norteamericano inusual, pensó Maya. Al principio parecía tener las habituales características: grande, ruidoso, de maniática energía, seguro de sí mismo, inquieto; bastante locuaz y amistoso después del primer café. Llevaba un tiempo notar cómo encendía y apagaba esa cordialidad y lo poco que revelaba su charla. Por ejemplo, Maya no pudo descubrir nada sobre su pasado, a pesar de que intentó hacerle hablar. Era un hombre raro. Tenía pelo negro, cara morena, ojos claros de color avellana —atractivo al estilo tipo duro—, sonrisa fugaz, risa profunda, como la madre de ella. Tenía una mirada demasiado penetrante, en especial cuando observaba a Maya; ella supuso que se trataba de evaluar a otro líder. Actuaba con ella como sí hubiesen tenido en la Antártida una larga relación; la presunción la incomodaba, dado lo poco que habían hablado allí. Estaba acostumbrada a pensar en las mujeres como sus aliadas y en los hombres como atractivos pero peligrosos problemas. De modo que un hombre que presumía de ser un aliado sólo era algo mucho más problemático. Y peligroso. Y… algo más.

Recordó sólo un momento en que le había visto algo más que la piel. Había ocurrido en la Antártida. Después de que el ingeniero térmico se viniera abajo y lo enviaran al norte, habían llegado noticias sobre el reemplazo, y todo el mundo se sintió enormemente sorprendido y entusiasmado al oír que iba a ser John Boone en persona, a pesar de que había recibido bastante más de la dosis máxima de radiación en la expedición anterior. La sala era un hervidero cuando Maya vio entrar a Chalmers y a alguien que le daba las noticias, y él había movido bruscamente la cabeza para mirar a su informante; entonces, durante una fracción de segundo, ella había visto un destello de furia, un destello tan breve que casi fue algo subliminal.

Pero hizo que desde entonces lo observara con atención. Y no cabía duda de que él y John Boone tenían una relación extraña. Para Chalmers resultaba difícil, por supuesto; era el líder oficial de los norteamericanos, e incluso tenía el título de «Capitán», pero Boone, con su atractivo pelo rubio y su extraña aureola de héroe, parecía ciertamente la autoridad natural… parecía el verdadero líder, y Frank Chalmers una especie de oficial demasiado activo, que cumplía las órdenes tácitas de Boone. Eso no podía ser cómodo.

Eran viejos amigos, le contaron a Maya cuando lo preguntó. Pero vio pocas señales de esa amistad, aun observándolos de cerca. Rara vez se hablaban en público, y no parecía que se visitaran en privado. Así pues, cuando estaban juntos ella los observaba, sin preguntarse conscientemente por qué… la lógica natural de la situación parecía exigirlo. Si hubieran estado en Glavkosmos, habría tenido sentido, quizá, meter una cuña entre ellos, pero no aquí. Había un montón de cosas en las que Maya no pensaba de manera consciente.

No obstante, los vigiló. Y una mañana Janet Blyleven entró a desayunar en la sala D con sus gafas de vídeo. Era una reportera importante de la televisión norteamericana, y a menudo iba por la nave con las videogafas puestas, mirando alrededor y haciendo comentarios, recogiendo historias y transmitiéndolas a casa, donde serían, según lo definió Arkadi, «predigeridas y vomitadas para el consenso de los imbéciles».

No era nada nuevo, desde luego. La atención de los medios era una parte familiar de la vida de todos los astronautas, y durante el proceso de selección habían sido escrutados más que nunca. No obstante, ahora eran la materia prima de programas miles de veces más populares que cualquier otro programa espacial anterior. Millones los observaban como el culebrón definitivo, y eso molestaba a algunos. De modo que cuando Janet se sentó al extremo de la mesa con esas gafas estilizadas de fibras ópticas en la montura, hubo algunos gruñidos. Y en el otro extremo de la mesa Ann Clayborne y Sax Russell estaban discutiendo, ajenos a todos los demás.

—Llevará años averiguar qué tenemos allá, Sax. Décadas. En Marte hay tanto suelo como en la Tierra, con una geología y química únicas. Hay que estudiarlo exhaustivamente antes de que podamos empezar a cambiarlo.

—Lo cambiaremos con nuestro primer paseo. —Russell hizo a un lado las objeciones de Ann como si fueran telarañas.

—Haber decidido ir a Marte es como la primera frase de una oración, y la oración completa dice…

—Veni, vidi, vid.

Russell se encogió de hombros.

—Si lo prefieres así…

—Tú eres el chiquillo, Sax —dijo Ann con una mueca de irritación y desprecio. Era una mujer de hombros anchos y pelo castaño alborotado, una geóloga de fuertes convicciones, un rival difícil en la discusión—. Mira, Marte es lo que es. Puedes hacer tus juegos de cambio de clima en la Tierra si quieres, lo necesitan. O inténtalo en Venus. Pero no puedes borrar una superficie planetaria de tres mil millones de años.

Russell apartó más telarañas.

—Está muerta —dijo simplemente—. Además, en realidad no es una decisión que nos corresponda. Nos la quitarán de las manos.

—No nos quitarán de las manos ninguna de esas decisiones —intervino Arkadi vivamente.

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