Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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Cada órbita elíptica alrededor del planeta tomaba casi un día. Durante los próximos dos meses, las computadoras controlarían los impulsos de los cohetes que gradualmente darían forma circular al curso, justo dentro de la órbita de Fobos. Pero los grupos de descenso iban a bajar a la superficie mucho antes, mientras el perigeo se hallara tan cercano.

Trasladaron los escudos de calor de vuelta a sus posiciones de almacenamiento, y entraron en la cúpula burbuja para echar una ojeada. Durante el perigeo Marte llenaba la mayor parte del cielo, como si volaran sobre él en un avión de reacción. La profundidad del Valle Marineris era perceptible; las anchas cimas de los cuatro grandes volcanes aparecieron en el horizonte mucho antes de que vieran las tierras circundantes. Había cráteres por doquier en la superficie. El redondo interior era de un intenso naranja arenoso, un color un poco más claro que el de las planicies que los rodeaban. Polvo, probablemente. Las cordilleras montañosas bajas, escarpadas y curvas eran más oscuras que el entorno, de un color rojizo quebrado por sombras negras. Pero tanto los colores claros como los oscuros apenas se distinguían del omnipresente rojo anaranjado herrumbroso de todas las cumbres, cráteres, cañones y dunas, e incluso del halo curvo de la atmósfera llena de polvo, visible por encima de la brillante curvatura del planeta. ¡Marte rojo! Era paralizante, hipnotizante. Todo el mundo lo sintió.

Pasaron largas horas trabajando, y al fin era trabajo de verdad. Había que desmontar parcialmente la nave. Con el tiempo el cuerpo principal se pondría en órbita cerca de Fobos y se utilizaba como vehículo de regreso de emergencia. Pero veinte tanques en los tramos exteriores del eje central sólo tenían que ser desconectados del Ares y preparados para convertirse en vehículos de aterrizaje planetario, que bajarían a los colonos en grupos de cinco. Estaba previsto soltar el primer transbordador tan pronto como fuera desacoplado y aprestado, de modo que trabajaron en turnos las veinticuatro horas, pasando un montón de tiempo en los vehículos de emergencia. Llegaban a los comedores cansados y hambrientos, y las conversaciones eran ruidosas; el aburrimiento del viaje parecía olvidado. Una noche Maya entró flotando en el baño preparándose para ir a dormir, sintiendo una rigidez en los músculos que no había notado durante meses. A su alrededor Nadia, Sasha y Yeli Zudov charlaban, y en aquel cálido aluvión de ruso fluido de pronto se le ocurrió que todo el mundo se sentía feliz… se encontraban en el último momento de su esperanza, una esperanza que había anidado en sus corazones durante la mitad de sus vidas, o desde la niñez… y ahora, de repente, había florecido bajo ellos como el dibujo de Marte hecho por un niño con lápices de cera, creciendo y luego haciéndose pequeño, creciendo y haciéndose pequeño, y a medida que subía y bajaba se aparecía ante ellos en todo su inmenso potencial: tabla rasa, pizarra vacía. Una pizarra vacía roja. Todo era posible, todo podía suceder… en ese sentido eran, sólo en esos últimos días, perfectamente libres. Libres del pasado, libres del futuro, ingrávidos en su propio aliento, flotando como espíritus a punto de encarnar un mundo material… En el espejo Maya vio una sonrisa distorsionada por el cepillo de dientes, y se aferró a una barandilla para mantenerse en equilibrio. Se le ocurrió que quizá nunca volviera a ser tan feliz. La belleza era la promesa de felicidad, no la felicidad en sí misma; y el mundo anticipado era a menudo más magnifico que el mundo real. Pero ahora, ¿quién podía saberlo? Tal vez ésta fuera por fin la ocasión dorada.

Soltó la barandilla y escupió la pasta dentífrica en una bolsa de desperdicios líquidos; luego flotó hacia el corredor. Viniera lo que viniese, habían llegado a la meta. Por lo menos se habían ganado la oportunidad de intentarlo.

Desmontar el Ares hizo que muchos de ellos se sintieran un poco extraños. Era, como John dijo, como desmantelar un pueblo y arrojar las casas en distintas direcciones. Y era el único pueblo que tenían. Bajo el gigantesco ojo de Marte, todas sus diferencias se acentuaron; estaba claro que ése era el punto crítico, quedaba poco tiempo. La gente discutió, de forma abierta o soterrada. Había tantos pequeños grupos que ahora celebraban sus propios consejos… ¿Qué había ocurrido con ese breve momento de felicidad? Maya echaba casi toda la culpa a Arkadi. Él había abierto la caja de Pandora; si no hubiera sido por él y sus palabras, ¿se habría apiñado tanto el grupo de la granja en torno a Hiroko?, ¿habría mantenido consultas tan secretas el equipo médico? No lo creía.

Frank y ella trabajaron duro para reconciliar las diferencias y alcanzar un consenso, para darles la sensación de que aún formaban un solo equipo. Esto requirió largas conferencias con Phyllis y Arkadi, Ann y Sax, Houston y Baikonur. En el proceso se desarrolló entre los dos líderes una relación que todavía era más compleja que sus primeros encuentros en el parque, aunque éstos eran parte de esa misma relación; Maya ahora comprendía, por los esporádicos destellos de sarcasmo y de resentimiento de Frank, que el incidente lo había perturbado más de lo que ella había creído entonces. Pero ahora ya no se podía hacer nada.

Finalmente, se encomendó a Arkadi y sus amigos la misión de Fobos, principalmente porque nadie más la quiso. A todo el mundo se le prometió una plaza en un estudio geológico si la deseaba, y Phyllis, Mary y el resto del «grupo de Houston» recibieron garantías de que la construcción del campamento base se haría de acuerdo con los planes concebidos en Houston. Tenían la intención de trabajar en la base para verificarlo.

—De acuerdo, de acuerdo —gruñó Frank al final de una de esas reuniones—. Todos vamos a estar en Marte, ¿es realmente necesario, — pregunto—, que nos peleemos de esta manera por lo que vamos a hacer allí?

—Así es la vida —dijo Arkadi alegremente—. Estemos o no en Marte, la vida continúa.

Frank apretó las mandíbulas.

—¡Vine aquí para alejarme de ese tipo de cosas! Arkadi sacudió la cabeza.

—¡Pero no, desde luego que no! Ésta es tu vida, Frank. ¿Qué harías sin ella?

Una noche, poco antes del descenso, todos los cien se reunieron y celebraron una cena formal. La mayor parte de la comida había crecido en la granja: pasta, ensalada y pan, y vino tinto del almacén, reservado para una ocasión especial.

Mientras comían un postre de fresas, Arkadi se levantó flotando para proponer un brindis.

—¡Por el nuevo mundo que ahora creamos!

Un coro de gruñidos y vítores; para entonces todos sabían ya lo que quería dar a entender. Phyllis tomó una fresa y dijo:

—Mira, Arkadi, este asentamiento es una estación científica. Tus ideas son irrelevantes ahora. Quizá todo cambie dentro de cincuenta o cien años. Pero por el momento va a ser como las estaciones de la Antártida.

—Eso es verdad —dijo Arkadi—. Pero, en realidad, las estaciones de la Antártida son muy políticas. La mayoría se construyeron para que los países que las levantaron tuvieran la última palabra en la revisión del tratado de la Antártida. Y ahora las estaciones se rigen por las leyes fijadas en ese tratado, ¡que se firmó por medio de negociaciones muy políticas! Por lo tanto, no puedes enterrar la cabeza en la arena gritando «¡Soy un científico, soy un científico!». —Apoyó una mano en la frente, en el gesto universal de burla a la prima donna.— No. Cuando dices eso, sólo estás diciendo: «¡No quiero pensar en sistemas complejos!». Lo cual no es muy digno de los verdaderos científicos, ¿no es así?

—La Antártida está gobernada por un tratado porque nadie vive allá salvo en las estaciones científicas —dijo Maya con irritación. ¡Que su última cena, su último momento de libertad, se viera estropeado de aquella manera!

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