Kim Robinson - Marte rojo

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Siglo XXI. Durante eones, las tormentas de arena han barrido el estéril y desolado paisaje del planeta rojo. Ahora, en el año 2026, cien colonos, cincuenta mujeres y cincuenta hombres, viajan a Marte para dominar ese clima hostil. Tienen como misión la terraformación de Marte, y como lema: “Si el hombre no se puede adaptar a Marte, hay que adaptar Marte al hombre”. Espejos en órbita reflejarán la luz sobre la superficie del planeta. En las capas polares se esparcirá un polvo negro que fundirá el hielo. Y grandes túneles, de kilómetros de profundidad, atravesarán el manto marciano para dar salida a gases calientes. En este escenario épico, habrá amores y amistades y rivalidades, pues algunos lucharán hasta la muerte para evitar que el planeta rojo cambie.

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—Deberías decírselo a Helmut —indicó Nadia—. Si presentamos un frente unido e insistimos en que los devuelvan a la Tierra, no creo que pueda negarse.

—Nadia, no se cuanto poder real tiene Helmut —dijo John—. Pero valdria la pena intentarlo. Quiero que se vayan de Marte. Y a esos en particular los tengo grabados en el sistema de seguridad de Senzeni Na entrando en la clínica y hurgando en los robots de limpieza. Las pruebas son incontrovertibles.

Los otros no sabían qué pensar del asunto, pero resultó que varios de ellos también habían sido acosados por otros equipos de la UNOMA, Arkadi, Alex, Spencer, Vlad y Úrsula, incluso Sax, y acordaron en seguida que deportar a los agentes era una buena idea.

—Como mínimo deportar a esos dos —dijo Maya en un tono vehemente.

Sax se limitó a teclear en su ordenador de muñeca y llamó a Helmut. Le explicó la situación y el furioso grupo intervino de vez en cuando.

—Si tú no actúas, se lo plantearemos a la prensa terrana —declaró Vlad.

Helmut frunció el ceño y, después de una pausa, dijo:

—Lo investigaré. Esos agentes serán devueltos a casa, no lo dudes.

—Compruébales el ADN antes de dejarlos ir —pidió John—. El asesino de ese hombre de la Colina Subterránea es uno de ellos, estoy seguro.

—Lo comprobaremos —repuso Helmut de mala gana.

Sax cortó la comunicación y John volvió a mirar a sus amigos.

—Muy bien —dijo—. Pero hará falta algo más que una llamada a Helmut. Ha llegado el momento de que actuemos juntos otra vez, en todo un abanico de temas, sí querernos que el tratado sobreviva. Eso como mínimo. Será un comienzo. Necesitamos unirnos en un grupo político coherente sin importar los desacuerdos que haya entre nosotros.

—Poco importará lo que hagamos —dijo Sax con suavidad, pero se le echaron encima de inmediato en medio de un incomprensible balbuceo de protestas en pugna.

—¡Sí que importa! —gritó John—. Tenemos tantas posibilidades como cualquiera de influir en lo que pase aquí.

Sax sacudió la cabeza, pero los otros escuchaban a John, y la mayoría parecía de acuerdo con él: Arkadi, Ann, Maya, Vlad, cada uno desde una perspectiva distinta… Se podía hacer, John podía verlo en las caras de todos. Sólo Hiroko parecía oponerse: tenía el rostro en blanco, cerrado, impenetrable. Ella siempre había sido así, recordó John, y de repente se sintió herido e irritado.

Se puso de pie y señaló el exterior con una mano. Se acercaba la puesta de sol y una vasta textura de sombras moteaba la lámina curva del planeta.

—Hiroko, ¿podría hablar contigo en privado? Sólo un momento. Podemos bajar a esa otra tienda. Tengo un par de preguntas, y luego volveremos.

Todos los otros los miraron con curiosidad. Hiroko hizo al fin una reverencia y caminó delante de John hacia el tubo que llevaba a la tienda de debajo.

Se detuvieron en una punta de la medialuna, bajo las miradas de la gente de arriba y la de algún observador casual abajo. La tienda estaba casi desierta; la gente respetaba la intimidad de los primeros cien.

—¿Tienes alguna sugerencia sobre como identificar a los saboteadores? —inquirió Hiroko.

—Podrías empezar con el muchacho llamado Kasei —dijo John—. El que es una mezcla de ti y de mí. —Hiroko apartó los ojos. Furioso, John se inclinó hacia ella.— Imagino que hay un niño de cada hombre de los primeros cien, ¿no?

Hiroko ladeó la cabeza y se encogió de hombros muy levemente.

—Tomamos las muestras que aportó todo el mundo. Las madres son todas las mujeres del grupo, los padres todos los hombres.

—¿Qué te dio derecho a hacer esas cosas? —preguntó John—. Hacer a nuestros hijos sin consultarnos… huir y ocultarte, ¿por qué? ¿Por qué? Hiroko le devolvió la mirada con calma.

—Teníamos una visión de lo que podía ser la vida en Marte. Nos pareció que nunca la alcanzaríamos. Lo que ha sucedido desde entonces nos ha demostrado que teníamos razón. De modo que pensamos en organizar nuestra propia vida…

—Pero ¿es que no ves lo egoísta que es eso? ¡ Todos teníamos una visión, todos queríamos que fuera diferente, y hemos trabajado al máximo para eso, y todo este tiempo tú no has estado aquí, te fuiste a crear tu mundo de bolsillo para tu pequeño grupo! ¡Nos habría venido bien tu ayuda! ¡Quise hablar contigo tantas veces! Resulta que tenemos un hijo de los dos, una mezcla de ti y de mí, ¡y no me has hablado en veinte años!

—No pretendíamos ser egoístas —dijo Hiroko despacio—. Queríamos intentarlo, demostrar prácticamente cómo podíamos vivir allí. Alguien ha de demostrar qué es esa vida diferente de la que tanto hablas, John Boone. Alguien ha de vivir esa vida.

—¡Pero si lo haces en secreto nadie podrá verlo! Nunca planeamos mantenernos siempre en secreto. La situación se puso mal, y permanecimos alejados. Pero aquí estamos ahora, después de todo. Y cuando nos necesiten, cuando podamos ayudar, apareceremos otra vez.

—¡Los necesitamos todos los días! —dijo John bruscamente—. Así es como funciona la vida social. Cometiste un error, Hiroko. Porque mientras estabas escondida, las posibilidades de conservar la naturaleza de Marte han disminuido y mucha gente ha trabajado para acelerar ese proceso, entre ellos algunos de los primeros cien. ¿Y qué has hecho tú para detenerlos? —Hiroko no dijo nada y John prosiguió:— Supongo que has estado ayudando un poco a Sax. Vi una de las notas que le enviaste. Pero ésa es otra de las cosas que me molestan… que ayudes a unos y a otros no.

—Todos lo hacemos —dijo Hiroko, pero parecía incómoda.

—¿Se ha sometido tu colonia a los tratamientos gerontológicos?

—Sí.

—¿Con ayuda de Sax?

—Sí.

—¿Y esos niños saben de dónde vienen?

—Sí.

John sacudió la cabeza, más que exasperado.

—¡No puedo creer que lo hicieras!

—No pedimos tu opinión.

—Es evidente que no. Pero ¿no te preocupa haber robado nuestros genes y haber fabricado esos niños sin nuestro consentimiento?

¿Haberlos criado sin que los padres participáramos? Ella se encogió de hombros.

—Si lo deseas puedes tener tus propios hijos. En cuanto a éstos… bueno. ¿Había alguien aquí interesado en tener hijos hace veinte años? No. Jamás se sacó el tema.

—¡Éramos demasiado viejos!

—No lo éramos. Decidimos no pensar en el asunto. Casi toda la ignorancia es por propia elección, ¿sabes?, y por eso la ignorancia revela mucho sobre lo que importa a la gente. Los primeros no querían tener descendencia, y por eso no sabían nada de los nacimientos tardíos. Pero nosotros sí, y aprendimos las técnicas. Y cuando conozcas los resultados, verás que fue una idea acertada. Creo que nos lo agradecerás. ¿Qué has perdido, después de todo? Esos hijos son nuestros. Pero tienen un eslabón genético con vosotros, y a partir de ahora existirán para vosotros, digamos que como un regalo sorpresa. Un regalo muy extraordinario. —La sonrisa de Mona Lisa apareció y desapareció.

—Una vez más el concepto de regalo —John hizo una pausa, y dijo al fin—. Sospecho que hablaremos de esto durante mucho tiempo.

Mientras abajo empezaron a cantar liderados por los sufíes: — Harmakhis, Mángala, Nirgal, Auqakuh; Harmakhis, Mangala Nirgal, Auqakuh—, y vuelta al principio, una y otra vez, añadiendo notas de adorno que eran otros nombres de Marte, animando a las bandas ya presentes a sumar acompañamientos instrumentales, hasta que cada tienda se llenó con esa canción, todos cantándola juntos. Entonces los sufíes comenzaron a girar y pequeños grupos de bailarines giraron en todas las tiendas.

—¿Al menos te mantendrás en contacto conmigo? —le preguntó con vehemencia John a Hiroko—. ¿Me concederás eso?

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