John Darnton - Ánima

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Nueva York: un chico de trece años yace en la cama de un hospital con el cerebro dañado a causa de un accidente. Dos científicos se hacen cargo de su destino. Ambos médicos alcanzarán juntos un resultado que superará todas las expectativas de la ciencia médica.

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– ¿De verdad? ¿Han cesado por completo? -lo presionó la mujer.

– Sí. Casi siempre. Excepto… excepto cuando uso las gafas protectoras.

Cleaver tomó la palabra y se extendió sobre «el sistema cerrado» del razonamiento paranoide, cómo la mente buscaba una explicación, no importa cuán absurda, para dar cuenta de algo profundamente inquietante como las alucinaciones auditivas. Una vez que esa extravagante premisa era aceptada y explicada, todo lo demás continuaba en un orden lógico. La casa era sólida; los cimientos eran los que se encontraban en mal estado.

– En este caso nos hallamos ante una anomalía en el centro de la audición localizado en la corteza cerebral. El paranoico lo incorpora en un esquema de racionalización mayor, lo atribuye a unas gafas de protección inexistentes y procede a actuar como si fuese una verdad incontrovertible. Él sigue ese delirio allí donde lo lleve, incluso al asesinato.

A Kate no le gustaba que estuviesen hablando del paciente delante de él, como si el hombre no existiera. Lo miró, pero tras devolverle la mirada él bajó rápidamente los ojos y ella apartó la vista.

A continuación pasaron otra media docena de pacientes con pérdida grave de memoria, personalidades múltiples, lobotomías frontales y diversos trastornos de personalidad.

Una mujer de unos treinta años, con una larga cabellera rubia, habría sido muy bella si no hubiese sido por la absoluta falta de expresión en su rostro. No respondía a las preguntas y permanecía inmóvil en su silla, aunque sus ojos se movían y estudiaban lentamente al grupo que tenía delante.

– Mutismo acinético -explicó Cleaver-. Un trastorno muy poco frecuente que, en ocasiones, se diagnostica erróneamente como catatonia. Sus ojos pueden seguir el movimiento. Ella está alerta, en el sentido de que es consciente de su entorno, pero no reacciona ante él. Es indolente y permanecerá acostada durante horas sin moverse. Se encuentra en lo que llamamos un coma vigile.

– Los pacientes que consiguen recuperarse (algo extremadamente raro) describen este estado como de apatía eterna. Nada les afecta. La espontaneidad no existe. La vida pasa ante ellos como una película.

La mujer fue acompañada lentamente fuera de la sala y un joven locuaz ocupó su sitio. Se presentó como Bruce y parecía tratarse de un individuo normal en todo sentido. Entonces comenzó el interrogatorio. Había crecido, explicó, en una pequeña ciudad de Michigan, pero no la echaba de menos y no quería regresar allí «porque mis padres han desaparecido».

– Pero Bruce, ¿cómo puedes decir que han desaparecido? -Preguntó la auxiliar administrativa-. Los dos te acompañaron el año pasado cuando ingresaste aquí, y te visitaron hace dos meses. -No, ellos no eran mis padres -contestó él casi con indiferencia-. Son personas muy agradables, pero no son mis padres. Son unos impostores.

Cleaver se adelantó para dirigirse a los visitantes. -«Impostores» es la palabra clave -dijo-. Ocurre continuamente con los pacientes afectados por el síndrome de Capgras. Bruce no está siendo paranoide en este caso. En muchos aspectos es un adulto joven y normal. Lo que sucede simplemente es que está convencido de que se han llevado a la gente más próxima a él y la han reemplazado por personas que sólo se parecen a ellas.

Mi opinión es que este trastorno tiene su origen en un funcionamiento anómalo de las amígdalas cerebelosas. Cuando Bruce se encuentra con un ser, querido carece de una respuesta emocional; literalmente, no siente nada. El centro de sus vínculos emocionales ha sufrido un cortocircuito. Y en un plano intelectual, sin embargo, él sabe que debería estar sintiendo algo. ¿Cómo es posible que mires a tu madre y a tu padre y no sientas absolutamente nada? La mente debe encontrar una explicación. De modo que la explicación es que no se trata realmente de tus padres, sino que son dobles, impostores.

Lo que están viendo es una patología del yo emocional. Creo que está provocada por un daño en el sistema límbico. ¿De qué otro modo podría estar tan minuciosamente especializada la anormalidad? Bruce sólo reconoce a un impostor cuando está mirando un rostro humano. Si habla con su padre por teléfono no tiene ninguna duda de que está hablando con su verdadero padre. En mi opinión, eso indica una interrupción en los caminos que unen el área visual de la corteza cerebral y las amígdalas cerebelosas.

El hombre que había hecho la primera pregunta lo interrumpió:

– Freud no estaría de acuerdo con esa interpretación mecanicista -dijo-. Él tenía una visión de la personalidad humana que se basaba en las relaciones sociales. Era, por así decirlo, un enfoque más complicado, más sofisticado.

– La navaja de Occam -replicó Cleaver-. En el terreno de la ciencia, cuanto más complicada es la teoría, menos correcta tiende a ser. Me pregunto qué habría hecho Freud en el caso de Phineas Gage.

Su interlocutor pareció sentirse arrepentido. Kate conocía ese nombre; era uno de los casos más famosos de trastorno de la personalidad. En 1848, Gage, un trabajador del ferrocarril de Vermont, había sido víctima de un accidente con dinamita, que hizo que una barra de hierro entrase por su mejilla izquierda y saliera por la parte superior de la cabeza. Gage había conseguido sobrevivir a ese terrible trance, pero su corteza cerebral prefrontal quedó dañada, lo cual provocó en él una misteriosa metamorfosis. De ser un hombre religioso, respetuoso con la ley y buen padre de familia, pasó a ser un individuo mentiroso, bebedor y depravado.

– ¿Puedo preguntarle si cree en Dios? -continuó Warren Cleaver, con sus ojos oscuros fijos en su interlocutor. -Bueno, sí, creo en Dios.

– Me siento tentado de apostar que, si pudiese llevarlo a mi mesa de operaciones, podría escoger una diminuta porción de su lóbulo frontal izquierdo y quitarla, y, cuando despertase, descubriría que su fe había desaparecido. Y Buién sabe, tal vez incluso su creencia en Freud.

Este último comentario suscitó las risas de los visitantes. Cleaver miró a su alrededor y añadió:

– Y ahora, si no hay más preguntas…

Dicho lo cual, agradeció a todos su presencia y se marchó de la sala.

Pocos minutos después, la auxiliar administrativa acompañó a los visitantes a la salida pero, en el camino, un pequeño grupo se apiñó en torno a la ventana de una puerta, atisbando al interior de la habitación. Kate se reunió con ellos y no pudo contener un leve sobresalto. -Por Dios -dijo el hombre que estaba a su lado-. ¿Qué le pasa a ese hombre?

La habitación estaba débilmente iluminada y ella no alcanzaba a ver bien lo que había en su interior, pero no se molestó en conseguir una visión mejor. En la habitación había una cama y un hombre joven acostado en posición supina. Las muñecas y los tobillos estaban sujetos a los lados de la cama con gruesas correas blancas, y el joven permanecía completamente rígido, como si fuese un trozo de madera. Tenía los ojos abiertos e inmóviles, y la mirada fija en el techo. Tampoco parecía parpadear. Su piel era de un color gris ceniciento. No llevaba camisa y, cuando Kate miró con más detenimiento, pudo apreciar que la parte superior del torso, los brazos, los tobillos y la cara estaban cubiertos de heridas. Estrías profundas y rojas que corrían en líneas paralelas. Era evidente que se las había hecho él mismo con las uñas.

La auxiliar administrativa se acercó al grupo. Cuando habló, Kate dio un respingo.

– Es un hombre muy desgraciado -explicó la mujer-. Padece una enfermedad extremadamente rara llamada síndrome de Cotard. El doctor Cleaver cree que se trata de un trastorno relacionado con el síndrome de Capgras que han podido ver antes, sólo que una variante mucho más severa. En este caso, el paciente carece de toda emoción. Está completamente vacío de afecto.

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