John Darnton - Ánima
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Está privado de todos los signos vitales. De hecho, tiene el convencimiento de que está muerto y es imposible conseguir que salga de ese delirio. En ocasiones huele su propia carne descompuesta. Y, en otros momentos, se convence de que los gusanos se arrastran sobre su cuerpo putrefacto y se rasca sin cesar. Por esa razón debemos inmovilizarlo de vez en cuando.
Kate no podía esperar un minuto más para abandonar aquel lugar. Butterworth la estaba esperando en la sala de enfermeras.
– Bastante siniestro, ¿verdad?
Ella asintió, con evidente preocupación. Miraba por encima del hombro como si estuviese buscando a alguien.
– Disculpa -dijo-. Sólo será un minuto.
Se dirigió a donde se encontraba la auxiliar y la llevó aparte. Ambas hablaron brevemente y la mujer frunció el ceño; luego Kate regresó y el grupo se volvió a reunir en el vestíbulo para marcharse.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Butterworth.
– Nada, en realidad -dijo Kate-. Me he dado cuenta de que ese hombre tenía una llaga que parecía haberse infectado. Se lo he dicho a la auxiliar y ella me ha asegurado que se encargaría de solucionarlo.
– No parecía muy feliz.
– No -dijo Kate, preocupada.
A lo largo del corredor, incluso a través de la pesada puerta que se cerraba herméticamente con un leve sonido succionador, Saramaggio podía oír el craneótomo. Agudo y penetrante, el aparato producía un característico sonido apagado en el material que cortaba con su broca rotatoria: el resistente hueso del cráneo humano. El sonido era inconfundible, incluso, aunque resultara extraño, para aquellas personas que jamás lo habían oído antes.
Saramaggio era tristemente famoso por hacer que le pasaran las llamadas de negocios al quirófano durante las operaciones. Una de las enfermeras sostenía el aparato junto a su oreja mientras él mantenía los brazos extendidos, enfundados en guantes estériles como si fuese un sonámbulo. Entretanto, a dos metros de distancia, el cirujano ayudante estaba abriendo una pequeña tapa de hueso en el cráneo, de pie junto al paciente, cuya cabeza estaba envuelta en vendas verdes estériles que cubrían el rostro como si fuese una tienda. Luego trasladaría el trozo cuadrado de piel desde el cráneo hasta el soporte. Posteriormente, su pie accionaría el pedal, elevaría el gran taladro negro, lo bajaría con sumo cuidado y ese sonido estridente atravesaría las paredes como si fuese un alarido. Tarde o temprano, la persona que se encontraba en el otro extremo de la línea -el representante de una tarjeta de crédito o un empleado de banco o un corredor de Bolsa- preguntaría: «Por cierto, ¿qué es eso que se oye de fondo?». «No quiera saberlo», respondía Saramaggio, realmente encantado.
A Leopoldo Saramaggio, Leo para sus amigos, le encantaba ser dramático. Le gustaba que hablaran de él, ser el ombligo del mundo, tener el control de todo. Desde el principio había sido bendecido con las facilidades que concede el privilegio. Hijo de una familia que poseía un rancho en Nebraska, que él llamaba Huna granja» para dar un matiz de «hombre que se ha hecho a sí mismo» al relato de su vida, había asistido a Yale, a la Facultad de Medicina de Harvard y al Johns Hopkins para hacer la residencia casi sin pestañear. Era un buen cirujano, muy bueno, y probablemente habría ascendido igual de rápido, aunque no hubiera estado en todos los buenos clubes, desde Skull & Bones hasta Knickerbocker. Ya de mediana edad, corría el peligro de convertirse en un cliché, el neurocirujano elegante que lleva una vida lujosa. Conducía un Ferrari negro, aunque sin matrícula personalizada, que consideraba vulgar. Tenía licencia de piloto y disponía de un avión para utilizarlo cuando le apeteciera, cortesía de un importante ejecutivo a quien había tratado un aneurisma. En Nueva York había muchos lugares que le abrían alegremente las puertas: restaurantes donde jamás le permitían pagar la cuenta, palcos preferentes en el Metropolitan Opera House, asientos a pie de pista para ver los partidos de los Knicks en el Madison…
Resultaba realmente asombroso cuántos hombres ricos y bien relacionados requerían tarde o temprano la intervención de un famoso neurocirujano en alguna urgencia médica. Leopoldo -«por favor, puede llamarme Leo», respondía al instante- aceptaba esos tributos como si se tratara de un derecho. No eran sobornos, sino muestras de estima. Era muy importante comprender la diferencia, porque lo que motivaba a Leo Saramaggio no era el dinero, aunque no carecía de él, sino la mirada en los ojos de una persona a quien le había salvado la vida. O la forma en que un marido o una esposa saltaban prácticamente de su asiento en la sala de espera para correr hacia él, ansiosos pero llenos de esperanza. No existía ninguna otra experiencia comparable a ésa; el propio Zeus no podría haber sentido un placer más profundo.
En el St. Catherine era un secreto a voces que Saramaggio tenía el poder. Si alguna vez se producía una confrontación entre él y Calvin Brewster, el administrador del hospital, no cabía absolutamente ninguna duda acerca de quién saldría victorioso. Pero una confrontación era una situación altamente improbable dadas las circunstancias; Brewster jamás permitiría que eso sucediese, sin importar lo que hiciera Saramaggio. Y el jefe de neurocirugía podía ser un hombre exigente y arrogante. Sólo quería trabajar con el mejor equipamiento del mundo, olvidarse de los costes, contar con los mejores cirujanos a sus órdenes y que los salarios estuviesen en relación directa con el talento. No le importaba irrumpir intempestivamente en el despacho de Brewster para quejarse porque en el lavabo de los residentes el dispensador de papel higiénico estaba vacío.
En la vida de Saramaggio había una única nube negra. Por el momento se encontraba en el horizonte lejano y no era mayor que la mano de un hombre, pero él sabía muy bien que su tamaño aumentaría. Había cumplido los cincuenta y cinco hacía dos semanas, y aunque estaba en buena forma física y jugaba al tenis (dos veces por semana con un espíritu competitivo realmente salvaje), comenzaba a sentir el peso de la edad. No tanto física como psicológicamente. Adquiría la forma de una silenciosa desesperación, como si alguien le estuviese pisando los talones. Sí, era un cirujano consumado y famoso, pero lo que él necesitaba, lo que anhelaba, era algo por lo que la gente siempre lo recordase: un acto de grandeza médica. Y estaba trabajando en pos de ese objetivo con cada fibra de su ser. Tenía la idea, y con la ayuda de Cleaver, tenía el equipo. Ahora lo único que necesitaba era tiempo para investigar y realizar experimentos y luego, un día, el paciente apropiado.
Zeus nació inmortal; el resto de nosotros tenemos que trabajar en ello.
– En muy poco tiempo se pondrá al corriente de todo -dijo Saramaggio, hablando por encima del hombro. Hablaba con la nueva cirujana residente, Kate Willet, mientras le mostraba las instalaciones.
Entraron en su despacho, las paredes cubiertas con diplomas, medallas, premios y fotografías en compañía de personajes famosos.
Él, por supuesto, lo sabía todo acerca de ella. Su currículum, de varios centímetros de grosor y lleno de excelentes informes, había permanecido en una esquina de su escritorio durante semanas, y la había entrevistado personalmente tras lograr el premio al residente del año en el hospital Moffitt de San Francisco. Pero, esa mañana, cuando ella se presentó para empezar su trabajo, él se había mostrado inusualmente reservado y frío, casi como si nunca se hubieran conocido. Tal vez actuaba de ese modo porque ella era joven y atractiva. El hecho de tenerla a su alrededor sería muy agradable, pero también perturbador.
Saramaggio tenía una gran reputación de seductor. Estaba casado con una sufrida mujer llamada Joy, y su centenaria mansión estilo colonial, situada en Round Hill Road, en la zona residencial de Greenwich, Connecticut, era el hogar que ambos compartían con sus tres hijos. No obstante, nadie podía esperar que alguien de su nivel y su temperamento creativo fuese esclavo de la monogamia. Se acostaba con muchas de las enfermeras y de las internas, pero raramente mantenía largos romances con alguna mujer. Tan pronto como vio a Kate, cuando entró en su despacho para mantener aquella primera entrevista, supo que la contrataría y que, tarde o temprano, tendría que hacerle una proposición amorosa. Pero, en verdad, ahora no se sentía con ánimo para ello empezaba a preguntarse si los asuntos del corazón, con toda la expectación y la emoción añadidas, no acababan por hundirle a uno. Comenzaba a pensar que las mujeres se llevaban más de lo que dejaban.
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