John Darnton - Experimento
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Para cuando Homer hubo cerrado el local, tras tapar los barriles de lombrices y gusanos, dejarlo todo en su lugar y apagar las luces, eran cerca de las doce y media. Cogió su caña de pescar y la dejó en la lancha. Se alejaron del embarcadero a las 12.35.
Skyler se situó en la proa y se inclinó contra la brisa cuando la lancha abandonó la ensenada y adquirió velocidad. Olfateó el aire. Una pequeña garceta aleteó y remontó el vuelo. Todo en torno a él -el cielo, la pálida luz, el olor de las marismas- le resultaba abrumadoramente familiar.
Jude, situado en el centro de la lancha, tenía un sinfín de preocupaciones, como, por ejemplo, dónde desembarcarían y si alguien oiría el sonido del motor. Le sorprendía lo bien que Skyler parecía encajarlo todo. Lo miró desde detrás. Ni que hubiera salido a pescar cangrejos, se dijo. No parecía tener ni una sola preocupación en el mundo.
Sin embargo, Jude se equivocaba. Skyler a duras penas lograba contener su emoción. Mirase donde mirase, encontraba algo que evocaba antiguos recuerdos ya casi enterrados. Según iba quedando atrás la línea de la costa, ésta le resultaba más y más familiar, como si la silueta de los árboles encajara con una vieja imagen mental que él albergaba en su recuerdo. Todo le recordaba los profundos y contrapuestos sentimientos de la infancia: amor y temor, deseo e impotencia.
Homer rompió el trance evocativo.
– ¿Y cómo piensan volver?
– Tendrá que volver usted a recogernos -dijo Jude.
– No sé si podré.
– Vamos, hombre. No va usted a dejarnos allí.
– Depende de la hora. Quizá después de cerrar la tienda. Naturalmente, eso tendrán que pagarlo aparte.
Fijaron una hora para el encuentro, las seis de la tarde. Jude no tenía ni idea de si serían capaces de acudir a la cita.
Homer los dejó cerca de la cabaña de Kuta. Tuvieron que llegar a la playa vadeando, ya que no fue posible amarrar la lancha porque el embarcadero se había derrumbado y la mitad de sus maderos se encontraba bajo el agua.
Skyler advirtió inmediatamente que algo andaba mal.
La cabaña estaba semiderruida. La gran rama de un roble cercano había caído sobre su techo. Faltaba una ventana completa, y a través del hueco pudieron ver el roto y torcido espejo que colgaba de la pared. El viejo motor fueraborda se había caído de su tocón y se hallaba medio enterrado en el suelo. El viento había lanzado una red de pesca contra las ramas de una palmera. Por todas partes se veían ramas rotas y hojas secas, y el césped estaba aplastado y cubierto de barro seco.
Mientras se ponían los zapatos, oyeron la lancha de Homer alejándose. El sonido del motor se fue haciendo más y más débil, hasta que se convirtió en un lejano petardeo. Cuando éste se extinguió por completo, el silencio que se produjo fue casi sepulcral.
– Ésta era la cabaña de Kuta -dijo Skyler, que se movía con la cautela de quien camina por un campo de minas.
Abrió la puerta delantera y echó un vistazo al interior. En las paredes se veían grandes manchas de humedad y el suelo estaba cubierto de barro. La cama se hallaba empapada y pandeada, pero la cómoda seguía en pie, con el intacto aparato de radio encima.
– No sé si Kuta volvió por aquí después de que vi al ordenanza. Lo mismo no volvió. Tal vez… tal vez lo mataron.
– No tienes por qué pensar eso. Todos estos daños los produjo sin duda el huracán. Quizá tu amigo haya huido. Resulta difícil saber si recogió sus cosas antes de que la borrasca llegara a la isla.
Jude trató de abrir un cajón atascado. Tiró con más fuerza y lo sacó por completo de la cómoda. Mostró su contenido a Skyler. El cajón estaba lleno de ropa.
– Bueno, quizá salió con prisa -dijo.
Skyler advirtió que la trompeta no colgaba de los clavos de la pared. Aquello era buena señal, pues la trompeta sería lo último que Kuta dejase atrás.
Volvieron al exterior.
– Por aquí -dijo Skyler avanzando entre los árboles en dirección al camino de la casa grande.
Aunque intentaba que no se le notase, el corazón le latía aceleradamente y las extremidades le temblaban.
En media docena de puntos, los troncos de árboles abatidos bloqueaban el paso. Habían caído en todas las direcciones, unos sobre el suelo, y otros muchos contra las ramas de sus compañeros, rompiendo con ello la verticalidad del bosque y convirtiéndolo en una especie de selva. Las raíces habían levantado grandes montones de tierra que alcanzaban los dos y los tres metros de altura y que parecían las trampillas de acceso a unas cuevas subterráneas.
Tardaron media hora en llegar al campus.
Sin abandonar el amparo de las sombras de los árboles, esperaron varios minutos aguzando la vista y el oído.
– Qué cosa tan rara -murmuró Skyler-. No se oye más sonido que el de los pájaros y las cigarras.
No se veía ni una alma, ni se percibía el más mínimo movimiento.
– Parece como si este condenado sitio estuviera desierto -dijo Jude susurrando sin darse cuenta de que lo hacía-. Todo esto me da muy mala espina.
Skyler abandonó la protección del bosque y salió a descubierto. Consideraba que le correspondía a él tomar las decisiones, actuar como jefe. Jude lo siguió.
Caminaron cautelosamente, pegados al lindero del bosque, hasta llegar a la pradera abierta y el campo en el que Skyler y los otros miembros del grupo de edad habían hecho gimnasia todos los días. También allí había árboles derribados. Altos montones de tierra y de raíces se alzaban aquí y allá como lápidas. El campo estaba cubierto por la capa de barro que había dejado tras de sí la tormenta. Lo cruzaron no sin dificultad, dejando hondas huellas a su paso y resbalando en varias ocasiones. Al otro lado estaba el camino que conducía a los barracones.
– ¿A ti qué te parece? -preguntó Jude-. ¿Crees que no queda nadie? ¿Que se fueron todos huyendo del huracán?
– Tal vez, pero no creo. Nunca había sucedido una cosa como ésta, y eso que durante mi niñez hubo grandes huracanes. Esto es muy extraño. Nunca supuse que algo así pudiera ocurrir.
Un enorme roble arrancado de raíz había caído paralelo al camino. Instintivamente, Jude y Skyler avanzaron tras el árbol.
Skyler se dirigió a la puerta del barracón, la misma puerta cuyo umbral había traspuesto miles de veces durante la niñez. La abrió y entró. Los ojos del joven no tardaron en acostumbrarse a la penumbra. Inmediatamente, se dio cuenta de que todo era igual pero distinto. Las camas y los muebles estaban donde siempre, pero había desaparecido todo lo que se podía transportar fácilmente. En un rincón había un montón de sábanas sucias, y en otro calcetines, camisas y otras prendas de ropa. La evacuación, si de una evacuación se trataba, había sido apresurada.
Fue hasta un camastro y se sentó en el húmedo colchón. Vio que en la ventana más próxima faltaba un cristal. Qué extraño se le hacía mirar en torno, fijarse en objetos que, de tanto verlos, había llegado a no reparar en ellos y advertir lo distintos, lo rudimentarios y toscos que le parecían. Quizá la diferencia estuviera en él mismo, pues ahora sus ojos ya habían visto el mundo del «otro lado».
Jude iba de un lado a otro por el barracón observándolo todo.
– No se puede decir que vivieras entre el lujo y la opulencia -dijo.
Caminó hasta el otro lado del dormitorio y se sentó en un camastro que, por puro azar, había sido el de Skyler.
– Quizá desde el punto de vista médico os atendieran de maravilla, pero desde luego no les importaba un pimiento que estuvierais cómodos o no.
A Skyler se le hizo extraño escuchar a Jude haciendo comentarios despectivos sobre el lugar en el que había crecido. Sintió una extraña necesidad de defenderse, de decir que no todo habían sido miserias y crueldades. Sin embargo, permaneció en silencio.
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