John Darnton - Experimento
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Tizzie hizo una pausa y contempló cómo un lagrimón de cera resbalaba vela abajo.
– No sé si tú lo recordarás, yo no lo recordé hasta que mi padre me habló de ello, pero a nosotros comenzaron a educarnos ya de pequeños. Creo que sobre todo nos impartían enseñanzas científicas, y todos los niños nos sentíamos unos auténticos privilegiados, pues íbamos a ser pequeños pioneros. Un día, algún tiempo después de tu marcha, nos obligaron a ir a un colegio normal del valle. Creo que fue por imposición de las autoridades del estado. Recuerdo que un gran autobús amarillo subía a la montaña a buscarnos y nos devolvía a casa después de las clases. Era divertido. Pero un buen día nos encontramos con que teníamos nuestra propia escuela allí mismo, instalada en una especie de viejo hotel. Recuerdo que a mí me supo mal, porque me gustaba bajar al valle y mezclarme con todos los demás niños. Ellos me parecían normales, y me gustaba lo de recitar el juramento de la bandera y lo de recortar en cartulina la flor oficial del estado. Todo aquello hacía que me sintiera unida al mundo exterior.
«Las cosas cambiaron en cuanto tuvimos nuestra propia escuela, lo recuerdo muy bien. El día que vinieron los representantes del Departamento de Educación hicimos una comedia ante ellos. En previsión de la llegada de los inspectores, habíamos preparado unas lecciones y habíamos arreglado el aula de clase. Hicimos recortes de papel en forma de hojas, o de copos de nieve o algo así, y los pegamos en la ventana, como si la nuestra fuera una escuela normal y corriente. Lo hicimos para engañarlos. No fue más que una farsa para que los inspectores creyeran que estábamos recibiendo el mismo tipo de educación que el resto de los niños. Naturalmente, no era así.
»Lo que más vivamente recuerdo fue la vergüenza que sentí al tener que mentir y el hecho de que mi padre me dijera que en aquel caso mentir estaba justificado. Este fin de semana, cuando mi padre me dijo que se estaba muriendo y que a mi madre le ocurría lo mismo, me pidió que no le dijera nada a ella. Me dijo que en aquel caso la mentira estaba justificada. Y fue entonces cuando recuperé la memoria de golpe. Recordé la escuela, y mis juegos en la mina contigo. Todo me vino bruscamente a la cabeza. Fue asombroso.
– De niña, en Milwaukee, ¿no sabías nada de la historia de tus padres?
– Pues la verdad es que no. Me parecía que, por algún extraño motivo, eran distintos. De pequeña, fantaseaba con la idea de que fueran científicos y estuvieran trabajando en un proyecto supersecreto. Como el Proyecto Manhattan de Los Álamos. Me contaba a mí misma que sus investigaciones eran importantísimas y que un día se harían muy famosos, pero que, de momento, había que mantener el secreto. No podíamos decir ni una palabra, porque había fuerzas malignas decididas a desbaratar los trabajos de mis padres. Aunque todo era pura fantasía, muchos de los elementos de esa fantasía eran reales, y yo, de algún modo, debí de percibirlo.
– ¿Sabías tú a qué tipo de investigaciones científicas se dedicaban tus padres?
Tizzie respondió sin una vacilación.
– Sólo hasta cierto punto. Sabía que la vida era importante, y la longevidad deseable. Sabía que yo debía ampliar mis horizontes, llenar mi cerebro de conocimientos científicos. Y también sabía que cuidar de mi propio cuerpo era importante. Ésos fueron los valores que me inculcaron en la infancia.
»En especial el cuidado del cuerpo. Siempre que me ocurría algo malo, que me resfriaba, que me cortaba o, en el peor de los casos, que me rompía un brazo, las atenciones llovían sobre mí. A fin de cuentas, mi padre era médico y ningún cuidado era excesivo. A la más mínima me administraban antibióticos. Tizzie tomó aire. Estaba llegando a la parte más difícil. -Ahora bien, si lo que quieres saber es si yo, cuando necesité el riñón, estaba al corriente de lo que sucedía, si supe de dónde procedía el órgano, entonces la respuesta es no. Lo que te conté era cierto. De jovencita, cuando tenía quince o dieciséis años (es asombroso hasta qué punto había reprimido estos recuerdos) me puse enferma. Tuve una infección que no me trataron a tiempo y que llegó a revestir una considerable gravedad. Estaba siempre con fiebre y era tan doloroso orinar que me aguantaba las ganas, con lo cual agravé aún más el problema. No quería decirle nada a mi padre, pero él terminó dándose cuenta y me administró gentamicina. Durante un tiempo parecí mejorar, pero luego sufrí una recaída y me puse mucho peor. Recuerdo que me llevaron a un hospital de Milwaukee y me conectaron a una máquina de diálisis. Y luego, un día, me operaron. La intervención se efectuó en una pequeña clínica. No recuerdo gran cosa de la operación, sólo que estuve mucho tiempo en cama y que falté tanto a clase que tuvieron que ponerme un profesor particular.
Tizzie hizo una breve pausa como si buscara las palabras adecuadas.
– Nunca me paré a preguntarme de dónde había salido aquel riñón. ¿Por qué me lo iba a preguntar? Yo en aquella época no era más que una chiquilla. Pero lo que sí resulta extraño es que creo que desde entonces no había vuelto a pensar en la operación. En algún momento debió de parecerme raro, porque, como ahora sé de sobra, los ríñones para trasplantes siempre han escaseado. Además, mucho después de la operación, se me hizo extraño que no me hubieran administrado drogas inmunodepresoras, ni me hubieran sometido a ningún régimen especial, pero la verdad es que nunca llegué a captar el pleno significado de todas aquellas circunstancias. Luego, cuando Skyler nos habló de Julia y de su operación, algo hizo clic en mi cabeza, pero no terminé de atar cabos hasta que mi padre me lo contó todo. Me quedé horrorizada. Al menos mi padre tuvo la vergüenza de mostrarse contrito.
La joven volvió a fijar la mirada en la vela.
– Pero, si he de ser sincera, debo admitir que me sentí rara, como si en alguna medida yo siempre hubiera sabido algo de todo aquello, aunque no se me ocurre cómo llegué a sospecharlo. Porque lo cierto es que nunca me dijeron nada. ¿Te imaginas, decirle a una niña que le han trasplantado un órgano perteneciente a alguien criado exclusivamente con ese propósito? Además, yo no sabía nada de los clones, e incluso ignoraba que existieran. Supongo que, inconscientemente, siempre supe que algo horrible estaba sucediendo.
– ¿Cuántos como tú… como nosotros… no sé cómo llamarnos…? Sí, prototipos. ¿Cuántos prototipos existen?
– No lo sé a ciencia cierta. Veinte o treinta. Repartidos por todo el país. Todos son hijos de los miembros fundadores del Laboratorio. El pasado fin de semana le pregunté a mi padre cómo pudieron ser capaces de hacer algo tan terrible. Lo que me respondió en resumidas cuentas fue que ellos consideraban que nos estaban dando un gran don, el don de la longevidad. Ellos mismos no podrían disfrutar de largas existencias, y por entonces, no te olvides que hablamos de fines de los años sesenta, sus propias investigaciones no estaban demasiado avanzadas. No podían producir clones de adultos y, en aquella época, muchos de los científicos estaban convencidos de que nunca llegarían a conseguirlo. Pero producir clones de niños pequeños era bastante más sencillo.
«Cuando mi padre me explicó el proceso, parecía sentirse casi orgulloso. Tomas el óvulo fertilizado, separas sus células en una etapa temprana de su desarrollo y colocas sus núcleos en otros óvulos. Luego, éstos se congelan y pueden volverse a activar cuando se desee. A tu madre le fue implantado el óvulo años más tarde. Por eso Skyler es más joven que tú y Julia es… era… más joven que yo. Pensándolo bien (y yo he tenido tiempo para reflexionar a fondo sobre el tema) si crías clones para que sirvan como donantes de órganos, es lógico que quieras que los clones sean de menor edad que los clonados. Los órganos deben ser jóvenes y fuertes.
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