John Darnton - Experimento
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El viejo negro se inclinó sobre Baptiste y le susurró algo al oído. Éste frunció el entrecejo y se puso en pie.
– Me acaba de informar de que no disponemos de tiempo para terminarnos el té.
– Pero… ¿adonde vamos?
– Arriba. -Hizo la más breve de las pausas y añadió-: Creo que ha llegado la hora de que conozcas a Rincón.
La cirujana se sentía preocupada por lo que estaba viendo. Al principio la operación había ido bien. Había cortado limpiamente la piel y la había retirado con una simetría en la que se veía sin duda la mano del experto. Luego pasó a la siguiente etapa, abrió la cavidad torácica y amplió el corte para dejar al aire las partes superior e inferior del abdomen.
Fue entonces cuando reparó en que los órganos no tenían buen aspecto. El color del estómago era desvaído; la textura del hígado, inadecuada; y el tacto del intestino, flácido.
– No lo entiendo -dijo bajo la mascarilla-. Se supone que los clones están en perfecta condición. Para eso fueron criados. ¿Cómo vamos a trasplantar estos órganos con alguna posibilidad de éxito?
– Algo anda mal -dijo el segundo cirujano.
– Un momento -intervino la auxiliar.
Sin pedirle permiso a nadie, la mujer retiró los instrumentos que habían quedado sobre el paño blanco estéril situado sobre la parte inferior del cuerpo del paciente. Uno a uno, fue dejándolos sobre la bandeja.
– ¿Se puede saber qué haces? -preguntó la cirujana.
– Quiero verificar algo -respondió la mujer comenzando a bajar la sábana.
Primero dejó a la vista el vello púbico, luego los genitales y por último las piernas. Todos se dieron cuenta más o menos al mismo tiempo, y a todos se les hizo difícil articular palabra debido a la impresión que les produjo lo que no vieron en el muslo. No vieron el tatuaje de Géminis. Al que estaban operando no era un clon, sino un prototipo.
La auxiliar dejó caer la sábana.
– Higgins -exclamó la cirujana dándose media vuelta-. Has cometido un error. Un terrible error. Te equivocaste de paciente.
La mujer miró en torno pero Higgins no estaba en el quirófano. Se había escabullido en algún momento. La cirujana dejó el bisturí que tenía en la mano, se arrancó la mascarilla y cruzó corriendo las puertas dobles. Atravesó el antequirófano e intentó entrar en la sala de pacientes, pero la puerta golpeó contra algo. Resultaba difícil abrirla y tuvo que empujar con el hombro. Una vez logró trasponer el umbral, vio qué había bloqueado la puerta: el cuerpo de Higgins. Lo habían dejado inconsciente de un golpe, y yacía en el suelo, en pantalones y camisa a rayas. La cirujana se inclinó para tomarle el pulso y, estaba tan concentrada en hacerlo, que no comprendió por qué los que llegaban tras ella perdían la compostura y se ponían a dar voces.
En cuanto alzó la vista lo entendió todo. Vio que todas las camas que habían estado ocupadas por los clones se hallaban ahora vacías. Las sábanas estaban diseminadas por el suelo, la puerta del otro extremo de la sala estaba abierta y las gruesas correas que habían servido para inmovilizar a los clones colgaban hacia el suelo. Algunas todavía se mecían suavemente.
Tizzie llevaba casi media hora peleándose con la llave que el ordenanza había dejado puesta en el otro lado de la cerradura. Había quitado el imperdible de la parte posterior de su placa de identificación y, tras enderezar el extremo punzante, lo había insertado en el orificio tratando de alinear la llave con el hueco de la cerradura. Luego desenroscó su bolígrafo y utilizó la punta del tubo de plástico para tratar de empujar la llave hacia afuera. Le resultó difícil porque no la podía ver -tenía que usar las dos manos, y éstas le impedían distinguir la cerradura-, y porque la llave no dejaba de resbalar hacia su posición inicial.
Pero al fin lo consiguió. Notó que la llave cedía y caía al suelo. El tintineo quedó ligeramente amortiguado debido a que la llave había caído sobre la blusa de Tizzie, que ésta había pasado por debajo de la puerta, extendiéndola todo lo que pudo. Ahora, lenta y cuidadosamente, tiró de la blusa rezando porque la llave no hubiese rebotado y caído sobre las baldosas. No se creyó del todo que lo había conseguido hasta que vio asomar la redonda cabeza de la llave por la rendija inferior de la puerta.
La llave encajó perfectamente desde el interior, y Tizzie abrió la puerta en un satiamén.
Corrió por el pasillo, pasando frente a la puerta de la celda de Jude, que estaba abierta, y salió a la escalera exterior. Estaba oscureciendo. A lo lejos le pareció oír sonidos amortiguados y voces de gente, y creyó ver difusas sombras que corrían. Tendría que andarse con mil ojos.
Bajó por la escalera, corrió hacia el perímetro exterior de la base y siguió la cerca hasta llegar a la oficina de servicios generales. Entró atropelladamente, cogió el teléfono, marcó el teléfono de información de Washington, y consiguió el número del FBI.
¿Cómo se llama el tipo? Jude mencionó su nombre.
El teléfono estaba sonando.
Oh, no. Es muy tarde. No estará. No habrá nadie.
Pero alguien respondió. Tizzie recordó el hombre.
– Brantley. Señor Brantley. Ed Brantley. Es urgente.
– Un momento, por favor.
Y luego, para asombro de la joven, el hombre se puso al aparato. Y si no sonó como si estuviera en un lugar tan lejano como Washington, fue porque estaba mucho más cerca.
En lo alto de la escalera, el olfato de Jude fue asaltado por un olor fuerte, medicinal, que nada tenía de agradable.
Baptiste lo había conducido hasta el piso de arriba. Subió apoyando la mano derecha en la barandilla mientras con la izquierda conducía a Jude por el codo, lo cual resultaba curioso, teniendo en cuenta que Baptiste era el más débil de los dos. El viejo parecía nervioso. Doblaron una esquina y se metieron por un corredor. Baptiste apretó de pronto el paso, como si tuviera prisa, hasta que llegaron ante una puerta, en la que apoyó una oreja. Quedó unos momentos a la escucha; a Jude le pareció oír extraños sonidos en el interior, quizá un gemido. Luego reinó el silencio. Lenta y cuidadosamente, Baptiste hizo girar el tirador.
La habitación estaba anegada de luz, tanto que al principio Jude apenas pudo ver nada. En cada uno de los cuatro rincones había un foco montado sobre un soporte, y todos apuntaban hacia el centro de la habitación. Había una cama extragrande de matrimonio, cubierta por sábanas tan blancas que parecían refulgir. En el centro de la cama, semirrecostada, yacía una corpulenta mujer empapada en sudor y cuyos largos cabellos, como los de Medusa, se extendían sobre las almohadas que tenía tras de sí. Cuatro personas la atendían, y una de ellas le enjugaba el sudor con un paño frío.
Era una escena absurda. A un lado había un trípode que sostenía una cámara de vídeo apuntada hacia la cama. Contra la pared de la derecha de la puerta había una gran pantalla en la que aparecía la misma imagen en color. En la pared más distante había un lavamanos y una mesa cubierta con un paño blanco en la que había varios implementos médicos, entre ellos una incubadora. En la pared frontera, visible desde la cama, había un terrario de metro veinte de altura, con arena, ramas y un cactus. Para asombro de Jude, una de las ramas se movió, y en ese momento se dio cuenta de que se trataba en realidad de un gran lagarto cornudo.
La mujer gimió y encajó los dientes. Lo primero que a Jude se le ocurrió fue que se estaba muriendo, pero entonces advirtió la gigantesca tripa, la inmensa mole de carne que parecía iniciarse en el pecho y llegar hasta los muslos. En ese momento, todo encajó. Estaba preñada y en los dolores del parto. Aquélla era la mujer que Tizzie había visto. Y allí estaba el médico que había descrito, tomándole nerviosamente el pulso a la paciente.
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