John Darnton - Experimento
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Han venido a matarme.
Comprender aquello fue como si un gélido dolor estallara en su estómago y se extendiera por todo su organismo como una densa masa de aceite. La cabeza le daba vueltas: no había modo de disuadir a aquellos hombres de sus propósitos, y nadie acudiría a ayudarlo. Esto es el fin. Había dejado de pensar y en su cabeza ya sólo había lugar para las sensaciones. Hubo algo que lo sorprendió. Siempre había sentido hacia la muerte un terror frío imposible de describir. No era la muerte en sí lo que lo asustaba, sino los momentos que la precedían, la conciencia de que el fin estaba próximo. Por eso siempre había pensado que, sometido a tortura, se convertiría en un abyecto cobarde. Pero ahora que el momento había llegado y su vida pendía de un hilo, tuvo una extraña sensación de distanciamiento. No era exactamente valor, sino una extraña disociación con lo que le estaba ocurriendo que podía pasar por valor. Se observaba a sí mismo. Y se sorprendía de su propia entereza y también de la lentitud con que discurría todo a su alrededor.
Le intrigó lo que uno de los ordenanzas dijo a continuación.
– No le sacudas en la cara. Baptiste se dará cuenta.
Para corroborar sus palabras, el hombre giró sobre sí mismo y disparó un puñetazo contra el plexo solar de Jude que lo dejó sin aire y lo lanzó contra el suelo.
– ¿Qué sucede? -preguntó Tizzie desde la celda de al lado.
– ¡Silencio! -dijo uno de ellos-. Tú también vas a recibir tu merecido.
Sacaron a Jude al corredor. Uno lo sostenía por el cinturón mientras el otro iba a abrir la puerta de la celda de Tizzie. Apenas el hombre hubo metido la llave en la cerradura, Jude entró en acción. Alzó un pie y lanzó la dura punta del tacón contra la espinilla de su captor. El ordenanza lanzó un gruñido, se dobló sobre sí mismo y soltó a Jude. El periodista echó a correr dificultosamente pasillo abajo, con los brazos inmovilizados a la espalda.
Lo alcanzaron cuando ya casi había llegado al fondo del corredor, y le cayó una lluvia de puñetazos. Lo golpearon en la cabeza, en el cuello, en la espalda y los ríñones. Lo obligaron a enderezarse, levantándolo por detrás por las muñecas y alzándolo en vilo sobre el suelo como a un pavo amarrado. Luego lo soltaron. Cuando salieron al exterior y se encontraron en la parte alta del tramo de escalera, Jude tuvo la certeza de que lo iban a arrojar peldaños abajo.
Pero no fue así. En vez de ello, se colocaron cada uno a un lado, escoltándolo como si de pronto se hubiera convertido en un objeto de gran valor.
Bueno, ahora estamos al aire libre, y ellos no querrán testigos, se dijo. Pero… ¿tenía algún sentido pensar así? A fin de cuentas, los únicos que podían ver a los ordenanzas eran los que formaban parte de su propia conspiración.
Bajaron la escalera y siguieron adelante, no en dirección al auditorio, como Jude esperaba, sino en dirección opuesta. Los ordenanzas se pegaron a él y continuaron avanzando como un trío de borrachos.
– ¿Adonde vamos? -quiso saber Jude.
No le contestaron.
El trío rodeó el comedor y enfiló por una calle que pasaba entre dos desiertos barracones. Jude alzó la vista al cielo, que ya comenzaba a oscurecerse. Hacia el oeste se divisaban tonos rojos y anaranjados, y no pudo evitar decirse que el crepúsculo iba a ser espectacular.
Llegaron a una rampa de acceso circular que conducía a la única edificación atractiva de toda la base: una casa de tres pisos de madera pintada de blanco que en tiempos sirvió de residencia del comandante de la base. Los ordenanzas obligaron a Jude a subir la escalinata delantera. El hombre notó que sus captores respiraban con dificultad, y por segunda vez sintió un secreto regocijo a causa de la debilidad que percibía en ellos. También estaban envejeciendo. Podían liquidarlo a él, pero su propio fin estaba próximo. Uno lo sujetó con fuerza mientras el otro abría la puerta principal.
Entrar en el vestíbulo fue como penetrar en otra época. La exquisita decoración era victoriana, con alfombras tejidas a mano, un paragüero de plata lleno de bastones y un reloj de pared cuyo péndulo producía un majestuoso tictac. Los peldaños de la escalera estaban cubiertos por una alfombrilla persa sujeta mediante finas barras de latón.
En el aire se percibía un extraño aroma parecido al de flores mustias, aunque el olor era más medicinal que marchito.
No se dirigieron al piso de arriba. Giraron a la derecha y, tras cruzar una arcada, entraron en lo que parecía ser un salón. Estaba lujosamente amueblado con sofás Victorianos, canapés de dos asientos cubiertos de cojines, escabeles y mesas Pembroke. Las paredes estaban cubiertas de cuadros de la escuela romántica que reproducían paisajes y escenas de caza.
La estancia se hallaba en penumbra, lo cual dificultaba la visión e hizo que Jude no advirtiera que allí, sentado en un sillón, había alguien. Percibió su presencia por el hecho de que sus captores le soltaron y quedaron deferentemente vueltos hacia el sillón.
Y, de pronto, Jude lo vio. Sentado en una butaca de alto respaldo que casi parecía un trono. Un elegante anciano de enjuto rostro.
Comprendió inmediatamente que aquél era el hombre del que tanto había oído hablar a Skyler y Tizzie: Baptiste. Tío Henry.
El teléfono sonó en el quirófano en el momento menos oportuno. Sin embargo, como la primera operación aún estaba por comenzar, decidieron responder. ¿Quién sabía qué problemas podían haber surgido?
– Doctor Higgins, es para usted -dijo el auxiliar que había contestado.
El médico, ceñudo a causa de la interrupción, se puso al teléfono y tras escuchar unos momentos colgó bruscamente el receptor.
– Vaya por Dios -dijo malhumorado-. Problemas en la sala de pacientes. Lo resuelvo y regreso inmediatamente. No hagáis nada hasta que vuelva… No tardaré.
Salió al antequirófano, se despojó del gorro verde, de la bata y de las zapatillas, y lo echó todo en un cubo, malhumorado por el hecho de que al volver tendría que desinfectarse de nuevo. Se puso unos pantalones rápidamente, una camisa a rayas rosas y azules y unos mocasines. Miró hacia la camilla, donde el clon yacía estupefacto, listo para la sedación profunda. Los ojos del médico examinaron expertamente las partes visibles: piel, tono muscular, ojos. Sin duda, se trataba de un buen espécimen.
Luego Higgins entró en la sala de pacientes con la actitud de un severo maestro de escuela.
El doctor Higgins cumplió su palabra. Sólo tardó unos momentos en regresar al quirófano, se lavó, se vistió de verde y apareció en la sala de operaciones tirando de la camilla ocupada por el clon. Sus colegas se apresuraron a congregarse en torno a él.
Prepararon los instrumentos, contándolos y situándolos en el orden adecuado sobre la bandeja. Ajustaron las luces de arriba y pasaron al clon de la camilla a la mesa de operaciones. Le colocaron los electrodos para monitorizar el corazón y el cerebro, le limpiaron el tronco con antiséptico, lo afeitaron, le cubrieron la boca con una mascarilla de oxígeno, y le suministraron una enorme dosis de anestesia.
Era una rutina que habían realizado cientos de veces a lo largo de sus carreras, y sin embargo eran conscientes de que todas las ocasiones anteriores sólo habían servido como preparativo para la operación que ahora iban a efectuar.
– Comience usted -dijo ampulosamente el doctor Higgins-. Le cedo los honores.
La cirujana se sintió sorprendida, pero también halagada por aquella muestra de respeto profesional.
Se situó junto al cuerpo mientras los demás ocupaban sus posiciones: el anestesista en la parte alta de la mesa, la auxiliar principal a la derecha de la cirujana, junto a la bandeja de instrumentos. La doctora extendió la mano derecha y no necesitó decir ni una palabra. La auxiliar le colocó en ella el mango del primer bisturí.
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