John Darnton - Experimento
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Sin embargo, no pudo examinar uno de los barracones, el más próximo al hospital, porque había gente dentro. Había oído voces en el momento en que iba a hacer girar el tirador y se refugió en la parte lateral del edificio justo en el momento en que se abría la puerta. Apareció una enfermera, con una bandeja de implementos médicos, que se dirigió hacia el hospital. Un minuto más tarde salió otra cargada con un montón de mantas. Skyler se acercó a una ventana y miró hacia el interior. Éste, lejos de estar sucio, se hallaba impoluto y estéril. No había ni una arruga en las sábanas que cubrían las camas de hospital. Había soportes para sueros intravenosos, bacinillas, pulsadores de llamada al extremo de largos cordones y todo tipo de monitores de seguimiento médico. El lugar parecía una sala de recuperación.
Asomó de nuevo la cabeza a la calle y advirtió que la base había cobrado vida. A lo lejos se oía algarabía de voces, de coches llegando y de portezuelas cerrándose. Había gente yendo de un lado a otro, entrando en lo que parecía ser un gran auditorio. Algunos miraban en su dirección, hacia el hospital. Una figura ataviada con indumentaria de hospital, lo cual produjo un espasmo de terror en Skyler, avanzaba hacia él.
No disponía de mucho tiempo. Y no se sentía nada bien.
Se llenó los pulmones de aire y echó a correr hacia el hospital. Cuando llegó al muro del edificio, se recostó en él para recuperar el aliento. Permaneció así unos momentos, recuperándose. Al fin, haciendo acopio de voluntad, siguió adelante. Estaba temblando pero se sentía algo mejor.
Se repitió a sí mismo que debía hacer lo que estaba haciendo.
No te queda otro remedio.
Sin dejar de apoyarse en el muro, rodeó el edificio y llegó a la parte posterior. Allí encontró lo que buscaba: un gran ventanal panorámico. En el interior había sillas y mesas; el lugar parecía un solario. Miró hacia la puerta del otro lado y, más allá de su umbral, alcanzó a ver la sala de ingresados.
Y lo que vio en ella lo dejó helado. Notó que todos sus sentidos se avivaban y que la sangre le circulaba con mayor rapidez por las venas.
Acostados en las camas, uno junto a otro, estaban los miembros de su grupo de edad, sus compañeros géminis. Los reconoció a todos y cada uno, y su corazón estaba con ellos. Se hallaban atados a sus camas, tumbados boca arriba, con la vista en el techo o mirándose entre sí. Y todos tenían en los rostros una misma expresión de pánico apenas controlado.
A Jude le tranquilizó que el expediente de Tizzie corroborase la historia que la joven le había contado. Allí estaba todo: la enfermedad infantil, el trasplante de riñón, la marcha de su familia de Arizona y, por último, la muerte de su clon, Julia. Este último acontecimiento estaba anotado con un eufemismo burocrático: Extinción del géminis.
Lo que resultaba definitivamente tranquilizador era que el expediente de Tizzie terminase con la misma palabra que el suyo: Inactiva.
Detestaba admitirlo, pero su alivio le indicó algo. Desde su encuentro en la mina de Jerome, había confiado en Tizzie, pero sólo hasta cierto punto. Inicialmente, había sentido un considerable recelo hacia ella y, aunque había logrado mantener a raya sus sospechas, no fue capaz de desecharlas por completo. Ahora, sí. Aquella única palabra -Inactiva- era argumento suficiente.
Mientras examinaba los archivos leyendo con voracidad, estaba demasiado ansioso para sentir miedo. Oía el rumor de la gente reunida en el salón de arriba: el taconeo de sus zapatos moviéndose sobre las tablas del suelo resultaba magnificado por los muros de hormigón de la oficina del sótano. Sabía que podían sorprenderlo en cualquier momento. Bastaría con que una sola persona decidiera bajar la escalera. Imaginó la escena: él tecleando en el ordenador, un grito agudo, ruido de pisadas descendiendo hasta el sótano, la gente rodeándolo y expulsándolo de allí. Sin embargo, no era capaz de interrumpir su trabajo. Lo que estaba descubriendo era demasiado valioso. El riesgo merecía la pena.
Aquellas dos contraseñas habían logrado abrir la cueva del tesoro, como un ábrete sésamo. Le habían permitido acceder a la fuente principal de información. Casi todo estaba en el interior del ordenador: la forma de operar del Laboratorio, sus miembros originales, los avances científicos, los nacimientos de los niños y de sus clones, la contabilidad, los contactos externos. Había incluso una crónica de los hechos. En ella se contaba cómo los primeros investigadores, incluido el padre de Jude, habían llegado a reunirse. Relataba cómo habían ido más allá de lo que se consideraba admisible en sus distintas escuelas médicas, cómo se habían obsesionado con la clonación y habían pasado a la clandestinidad en Arizona y, finalmente, cómo habían dejado de ser una secta de brillantes científicos para convertirse en una red de conspiradores que utilizaba el cebo de la inmortalidad para acceder a los centros de poder de la nación. Los expedientes, sin embargo, no decían nada -y la omisión era significativa- acerca de la araña que ocupaba el centro de aquella red, el doctor Rincón.
Era como un rompecabezas en el que sólo faltaba una pieza, una pieza situada justo en el centro.
Sin embargo, había más que suficiente para que el FBI actuase y para que los fiscales desarticulasen el Laboratorio. Una de las cosas más importantes era una relación de los conspiradores externos que se habían unido al grupo. Jude estuvo a punto de lanzar un silbido mientras leía la lista de nombres, veinticuatro en total. Allí estaba Tibbett. Y Eagleton. Y el congresista por Georgia. Y otros de similar preeminencia. Todos eran miembros de la élite de las profesiones, los que llevaban la batuta en el mundo de la política, las finanzas, los medios, el comercio y la distribución de bienes. Raymond estaba en lo cierto: habían pagado diez millones de dólares por cabeza a cambio del derecho de participar en el experimento. Recibieron un tratamiento de genoterapia: inyecciones semanales de ADN en el interior de virus sin núcleos, destinadas a reforzar la médula ósea, el lugar en que se fabrica la sangre. Cada uno de ellos también consiguió un clon. En un archivo de respaldo, Jude encontró sus nombres y direcciones: hijos adoptivos ingresados en hogares de acogida de todo el país. Jude advirtió, no sin desagrado, que el mayor de ellos contaba siete años.
En otro archivo, encontró el relato de cómo las cosas se habían torcido, de cómo el tiro del complicado proceso médico había salido por la culata, desencadenando en realidad un proceso de envejecimiento prematuro. Para los que habían recibido la genoterapia, la mayor parte de los miembros del Laboratorio y del Grupo, el error resultó particularmente severo, y los llevó a la enfermedad y después a una dolorosa muerte. Incluso los que sólo habían recibido las primeras inyecciones experimentales -como Skyler, se dijo Jude-, eran susceptibles a contraer la enfermedad.
La solución era una medida desesperada. Los prototipos de los clones, los hijos de los científicos fundadores, debían someterse a un proceso de cirugía radical. Apabullado, Jude advirtió que las operaciones -que aparecían anotadas en mayúsculas, Trasplante en bloque de órganos- ya habían sido programadas. Leyó las fechas y consultó su reloj. ¿Sería posible? Según aquel archivo, el primer trasplante en bloque estaba a punto de producirse.
Jude abandonó el ordenador y comenzó a buscar en los armarios y en los cajones de los escritorios. Junto a un montón de papel de carta, encontró lo que buscaba: un estuche de plástico lleno de disquetes. Cogió uno, lo introdujo en el ordenador y comenzó a copiar. Observó cómo el proceso de copia avanzaba con horrible lentitud. Una y otra vez fue pulsando las teclas adecuadas. No podía copiarlo todo, ya que eso llevaría demasiado tiempo; sólo se llevaría los archivos básicos referidos al Laboratorio y al Grupo.
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