John Darnton - Experimento
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Masculló una maldición y se volvió hacia sus compañeros. En los ojos de Tizzie advirtió que se le acababa de ocurrir algo.
– Tengo una idea -dijo-. Prueba con «Savannah» y «Samuel Billington».
Jude supo que era una buena idea aun antes de pulsar las teclas, y lanzó una exclamación de alegría cuando vio aparecer el documento. Era un breve artículo procedente del Atlanta Journal and Constitution, del 12 de septiembre de 1992. Se trataba de una nota acerca de la venta de una vieja base militar situada a cien kilómetros de Savannah. Un congresista de Georgia, P. J. Clarkson, había conseguido que se aprobase una ley especial que autorizaba que la base, abandonada hacía años, pasase a manos de un particular. El comprador fue Samuel T. Billington.
– Clarkson es el tipo al que reconociste en la sala del Congreso -dijo Jude-. Forma parte del grupo. Y, una vez más, Billington pone el dinero. Él entregó la propiedad al Laboratorio.
– Todo encaja -dijo Tizzie-. Hemos encontrado el nido de víboras del que hablabas.
La alegría de Jude se vio mitigada en cierto modo por algo que vio a través del espejo. Cuando alzó la vista hacia los cuerpos sin cabeza, advirtió que Tizzie tenía la mano sobre la rodilla de Skyler. Aunque no exactamente sobre la rodilla, sino más bien sobre el muslo.
En realidad, se dijo Jude, la mano reposaba probablemente sobre el punto en el que se hallaba la marca de géminis de Skyler.
CAPÍTULO 30
Tizzie alquiló un coche en el aeropuerto de Savannah y los tres se dirigieron hacia las afueras de la ciudad, pasando ante una serie de bases militares. Tomaron por Ogeechee Road y cruzaron los pantanos que bordeaban el Aeródromo Militar Hunter. Treinta kilómetros más adelante, se desviaron por la Ruta 144 y dejaron atrás el aeródromo. Al llegar a la Ruta 119, giraron a la derecha, en dirección a Fort Stewart.
«Posibilidad de carreteras cerradas», advertía el mapa, y el aviso era exacto. En un par de puntos sendas barricadas impedían el paso. Se dirigían hacia la base anexa que, en los tiempos en que Jude estaba en el Ejército, recibía el nombre de Stewart II, una zona secreta que, durante años, no apareció en ningún documento asequible al público general. Sin embargo, puesto que la base había sido abandonada y había pasado a manos privadas, sus planos podían conseguirse a través del Cuerpo de Ingenieros Militares. A primera hora de aquella mañana, Jude había obtenido un juego de planos del grosor de la guía telefónica de una pequeña población. Ahora sentado en el coche, le indicaba a Tizzie la ruta.
Tuvieron que seguir otros treinta kilómetros en dirección norte, hasta la 280 y luego enfilaron en dirección oeste, atravesando las pequeñas poblaciones de Pembroke, Groveland y Daisy, para tomar al fin en dirección sur, hacia Midway. Estaban entrando en la región militar por la puerta trasera.
– Tuerce aquí -dijo Jude.
No había señales, pero el agudo ángulo del desvío era una indicación, lo mismo que el asfalto ligeramente elevado, lo cual sugería una sólida construcción y un adecuado sistema de drenaje: aquella carretera estaba pensada para soportar los grandes pesos de los transportes militares y era recta como el cañón de un fusil. Tras recorrer dos kilómetros y medio, llegaron a un bosque de pinos. Un camino de tierra se desviaba a la izquierda y desaparecía entre los árboles. Se metieron por él, escondieron el coche y caminaron entre los pinos hasta llegar a un campo cubierto por hierba de más de un palmo de altura.
En el centro se hallaba la base militar. El perímetro estaba protegido por una cerca metálica con alambre de espinos en la parte superior, por lo que apenas podían ver los edificios.
– Y ahora ¿qué? -preguntó Tizzie-. Si disponen de algún sistema de seguridad, por ínfimo que sea, no podremos llegar ni siquiera hasta la cerca.
Jude lanzó un gruñido, sacó unos prismáticos y miró por ellos moviéndolos lentamente de izquierda a derecha y de arriba abajo.
– Por lo poco que veo, no parece que exista mucha actividad -comentó-. Junto a la entrada principal hay una garita de vigilancia, pero no alcanzo a ver si hay alguien dentro.
Enfocó los prismáticos en los agudos dientes del alambre de espinos.
– La cerca parece fuerte. Y no tiene aberturas.
– ¿Hay luces? -preguntó Skyler.
– No estoy seguro. No se ven farolas de alumbrado. Pero podría haber focos en el suelo. Y, si vamos a eso, quizá la cerca esté conectada a una alarma. En los planos vi un centro de seguridad, y había una nota acerca de los sistemas de alarma.
– Estupendo -comentó Tizzie-. ¿Alguna idea?
– En los planos aparecía una entrada trasera. Y, si no recuerdo mal, había un panel de controles a cosa de siete metros de la cerca. Eso está en el otro extremo del campo, así que es imposible verlo desde aquí. Si logramos introducir a una persona en el perímetro, podría abrirnos la puerta.
– Meter a una persona es tan difícil como meter a tres -dijo ella.
– Lo sé. Ya se nos ocurrirá algo. Sólo necesitamos algo de tiempo.
– No disponemos de tiempo. Hoy es lunes. Mañana el Laboratorio se reúne en Savannah. Sin duda, sus miembros vendrán aquí. Y una vez se encuentren en el interior del cercado, podrán hacer lo que les plazca. No podremos impedírselo.
– ¿Por qué no me dices algo que yo no sepa?
Aquel comentario era propio de Raymond. Lo echaba de menos, sobre todo en esos momentos en los que no les habría venido nada mal disponer de un aliado del FBI.
– Volvamos a Savannah -dijo Jude-. Allí podremos inspeccionar los planos y echarle un vistazo a ese hotel.
Apenas hubieron regresado al bosque, oyeron el motor de un automóvil en el camino. Echaron a correr y, tras la corta carrera, se tumbaron sobre el suelo y miraron. El coche, un Ford Taurus, avanzaba lentamente y se detuvo frente a la puerta principal. Un hombre salió de la garita, se inclinó sobre la ventanilla del conductor y dijo algo. Luego retrocedió un paso, la portezuela del coche se abrió y un hombre se apeó. Los dos fueron hasta la parte posterior del vehículo y el conductor abrió el maletero para que el otro lo inspeccionase. El guarda alargó la mano y tocó algo.
Tizzie tiró de la manga de Jude.
– Pásame los prismáticos -dijo-. Aprisa.
Se los quitó de la mano y los alzó en el momento en que el conductor volvía junto a la portezuela.
– Enséñame la cara -murmuró-. Enséñame la cara, maldita sea.
El guarda abrió la puerta y el hombre hizo intención de regresar al interior del vehículo. La suerte quiso que se quedara unos momentos apoyado en la portezuela, hablando un poco más con el guarda.
Cuando salieron del bosque, y mientras avanzaban por el camino de tierra, Tizzie explicó por qué se había puesto tan nerviosa.
– Lo he reconocido. Es el médico que estaba examinando a la vieja preñada del hospital. Su apellido es Gilmore -dijo colocándose entre Jude y Skyler y tomando a uno y a otro del brazo-. Y yo que creía que ya nada podía extrañarme…
Pasaron la noche en el Planters Inn de Savannah. A la mañana siguiente, tras un desayuno de huevos con beicon, Tizzie se fue en busca de una tienda de suministros médicos, mientras Jude y Skyler vigilaban el DeSoto, un edificio de catorce pisos que se alzaba en la calle Liberty. No se atrevían a entrar en el vestíbulo y se apostaron por turnos en distintos puntos de la acera de enfrente.
Skyler estaba en una cafetería, bebiendo café tras café y sin quitar ojo a la fachada del hotel cuando vio que un coche se detenía en la rampa circular de acceso del DeSoto. Del vehículo se apeó el juez, a quien Skyler reconoció inmediatamente, ya que no era sino una versión envejecida de Raisin. El hombre le pareció sorprendentemente frágil cuando traspuso con paso inseguro la puerta principal. Skyler se dirigió a un teléfono público y llamó al móvil de Jude, quien se encontraba a tres manzanas de distancia y regresó a toda prisa. No alcanzó a ver al juez, pero llegó a tiempo de contemplar un desfile de otros recién llegados.
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