Clifford Simak - Estación de tránsito

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En una remota region rural de los Estados Unidos, en una casa de apariencia vetusta, vive Enoch Wallace, un solitario cuya existencia nada tendría de sorprendente, si no fuese porque la Central Intelligence Agency, descubre que, pese a aparentar unos treinta años, Wallace tiene en realidad 160 y participó como soldado en la Guerra de Secesión Norteamericana. Los agentes federales montan un servicio de vigilancia en torno a la casa, que, pese a su aspecto decrépito, es completamente inexpugnable. En realidad la casa es una Estación de Tránsito, situada por el Gobierno de la Galaxia en aquel remoto rincón. Enoch Wallace, el hombre que no envejece, es el celoso custodio de la Estación, donde conoce a Lucy, la joven sordomuda y traba profunda amistad con Ulises, el extraterrestre.

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El río rodaba ondulante a sus pies, indiferente a todo.

Nada le importaba. Acogía al colmillo del mastodonte, al cráneo del maquerodo, al esqueleto de un hombre, al árbol muerto, a la roca y al fusil, y todo lo engullía y lo cubría de limo o arena y seguía su curso gorgoteante sobre todo ello, ocultándolos a la vista.

Hace un millón de años, no había habido un río allí, y en otro millón de años podría no haberlo tampoco… pero dentro de ese millón de años habría, si no el Hombre, cuando menos algo de interés. Y ése era el secreto del Universo, se dijo Enoch, algo que seguía fluyendo.

Se volvió lentamente del borde del risco y gateó a través de los cantos rodados, para subir luego la loma. Oyó el tenue remolineo de la vida pequeña en las hojas caídas, y en una ocasión el soñoliento fisgar de un pájaro despertado. Y en todo el bosque se hallaba tendida la paz y el consuelo de aquella refulgente luz… no tan intensa, no tan profunda y brillante y tan maravillosa como cuando estuviera realmente presente allí, pero aún quedaba un soplo, un hálito de ella.

Llegó al linde del bosque, subió la ladera, y tuvo enfrente suyo a la cuadrada estación sobre la cima. Y le pareció que ya no era tan sólo una estación, sino también su hogar. Hacía muchos años, había sido su hogar y nada más, convirtiéndose luego en una estación de tránsito a la Galaxia. Pero ahora, aun cuando seguía siendo estación, volvía a ser de nuevo hogar.

XXXVI

Entró en la estación; el interior estaba tranquilo y un tanto fantasmal en su quietud. Una lámpara ardía sobre su escritorio y sobre la mesa flameaba la pequeña pirámide de esferas despidiendo sus abigarradas luces, al igual que las bolas de cristal que se empleaban en los estrepitosos años veinte para convertir una sala de baile en un lugar mágico. Los titilantes colores revoloteaban por toda la habitación, como el baile cabrilleante de una cómica banda de luciérnagas en tecnicolor.

Por un momento permaneció indeciso, no sabiendo qué hacer. Había algo que faltaba y de pronto se dio cuenta de lo que era. Durante todos aquellos años había habido un fusil en su colgadero o sobre la mesa. Y ahora no lo había.

Tendría que asentarse —se dijo— y volver al trabajo. Había de desempacar las cajas. Poner en su sitio los diarios y seguir con su redacción. Había, en fin, muchas cosas que hacer.

Ulises y Lucy se habían marchado hacia una hora o dos, con destino a la Central Galáctica, pero aún parecía palparse en la habitación la sensación del Talismán. Aunque, acaso —pensó— no era en absoluto en la habitación, sino en su mismo interior. Quizá era una impresión que le acompañaría a cualquier parte que fuese.

Atravesó lentamente la estancia y se sentó en el sofá. Frente a él, la pirámide de esferas estaba derramando su lluvia de colores. Tendió una mano para cogerla, pero la retiró seguidamente. ¿A qué examinarla de nuevo?, se preguntó. Si no había descubierto su secreto las muchas veces anteriores, ¿por qué cabía esperar el descubrirlo ahora?

Un lindo objeto, pensó, pero inútil.

Se preguntó cómo le iría a Lucy, y se dijo que todo marchaba bien. Lo sabía. Ella saldría adelante en cualquier parte adonde fuese.

En vez de quedarse sentado debería volver al trabajo. Había en efecto mucho que hacer. Y en adelante no dispondría de sí mismo, pues la Tierra estaría llamando a la puerta. Habrían conferencias y reuniones y una serie de otras cosas, y en pocos días más llegarían de nuevo los periódicos. Pero antes de que sucediera, Ulises volvería para ayudarle, y quizá habría otros también.

En un momento podría tomar algún bocado y ponerse luego a la tarea. Si trabajaba hasta muy entrada la noche, podría dejar mucho hecho.

Las noches solitarias —se dijo— eran buenas para el trabajo. Y aquélla era solitaria, no debiendo serlo. Pues él ya no estaba solo, como lo había pensado aún pocas horas antes. Ahora tenía a la Tierra y a la Galaxia, a Lucy y a Ulises, a Winslowe y a Lewis, y al viejo filósofo afuera en el manzanal.

Se levantó y cogió la estatuilla que Winslowe había tallado representándole. La sostuvo bajo la lámpara del escritorio dándole vueltas lentamente en sus manos. Ahora veía que había una soledad en aquella figura… el esencial aislamiento de un hombre que caminaba solo.

Pero él había tenido que caminar solo. No había habido otro medio. Ninguna otra elección. Había sido la tarea de un hombre solo. Y ahora la tarea estaba…, no hecha, pues aún quedaba mucho por hacer, pero la primera fase de ello estaba ya realizada y comenzando la segunda.

Volvió a dejar la estatuilla sobre la mesa y recordó que no había dado a Winslowe la pieza de madera que el viajero thubano había traído consigo. Ahora podía decir a Winslowe de dónde había provenido toda la madera. Podían revisar los diarios y hallar las fechas y el origen de cada trozo. Eso agradaría al viejo Winslowe.

Percibió un crujido de seda y giró rápido en redondo.

—¡Mary! —exclamó.

Ella estaba justamente en el borde de la sombra y los cabrilleantes colores de la destellante pirámide le hacían parecer como alguien que hubiese surgido del país de las hadas. Y era verdad, estaba pensando él extraviadamente, pues su perdido país de las hadas había vuelto.

—Tuve que venir —dijo ella—. Estabas muy solitario, Enoch, y no podía permanecer ausente.

Ella no podía permanecer ausente, y eso pudiera ser verdad, pensó él. Pues bajo la condición que él había impuesto podía haber sentido el insoslayable impulso de ir adonde era necesaria.

Era una artimaña, pensó, una trampa a la que no podía escapar. Allí no había ninguna libre voluntad, sino la mortal precisión del ciego mecanismo que él mismo había modelado.

Ella no debía venir a verle, y quizá lo sabía tan bien como él, pero no pudo impedir el hacerlo. ¿Seguiría siendo así por siempre?, se preguntó él.

Permaneció helado, lacerado por la necesidad de ella y por el vacío de su irrealidad, al ver que ella estaba moviéndose hacia él.

Estaba ya próxima y en un instante se detendría, pues conocía las reglas tan bien como él; ella, no más que él, podía admitir la ilusión.

Mas no se detuvo. Se le aproximó tanto que él pudo aspirar su fragancia de flor de manzano. Extendió ella una mano y la posó sobre la suya.

No era un toque de sombra, ni la sombra de una mano. Pues sintió la presión de sus dedos y su frescura.

Permaneció rígido, con la mano de ella posada sobre su brazo.

¡La luz destellante! —pensó—. ¡La pirámide de esferas!

Pues ahora recordaba quien se la había dado… un ser de una de aquellas razas errantes del sistema Alfa. Y había sido por la literatura de aquel sistema que había aprendido el arte del país de las hadas. Habían intentado ayudarle dándole la pirámide y él no había comprendido. Había habido un fallo de comunicación… pero era fácil que sucediera así. En la Babel de la Galaxia, era fácil entender mal o simplemente no saber.

Pues la pirámide de esferas era un mecanismo maravilloso, y sin embargo simple. Era el agente fijador que proscribía toda ilusión, que hacía un país de hadas de lo real. Uno hacía algo como lo deseaba y luego giraba la pirámide, y se obtenía lo hecho, tan real como si no hubiese sido nunca ilusión.

Excepto —pensó—, en algunas cosas en las que uno no podía engañarse. Se sabía que eran ilusión, aun cuando se tornasen reales.

Tendió en un tanteo su mano hacia ella, pero la mano de ella se apartó de su brazo al dar Mary un paso hacia atrás.

En el silencio de la habitación —el terrible, solitario silencio— quedaron como ratoncillos juguetones mientras la pirámide de esferas hacía girar su incesante arco iris.

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