Clifford Simak - Estación de tránsito

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Estación de tránsito: краткое содержание, описание и аннотация

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En una remota region rural de los Estados Unidos, en una casa de apariencia vetusta, vive Enoch Wallace, un solitario cuya existencia nada tendría de sorprendente, si no fuese porque la Central Intelligence Agency, descubre que, pese a aparentar unos treinta años, Wallace tiene en realidad 160 y participó como soldado en la Guerra de Secesión Norteamericana. Los agentes federales montan un servicio de vigilancia en torno a la casa, que, pese a su aspecto decrépito, es completamente inexpugnable. En realidad la casa es una Estación de Tránsito, situada por el Gobierno de la Galaxia en aquel remoto rincón. Enoch Wallace, el hombre que no envejece, es el celoso custodio de la Estación, donde conoce a Lucy, la joven sordomuda y traba profunda amistad con Ulises, el extraterrestre.

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El objeto metálico salió de la pistolera; sólo podía ser un arma, o cuando menos algo que pudiera considerarse como tal.

¿Y así era cómo querían cerrar la estación?, pensó Enoch. Un rápido disparo, sin una palabra, y el guardián de la estación muerto sobre el suelo. Por alguien que no fuese Ulises, pues no podía confiarse en éste para matar a un amigo de mucho tiempo.

El fusil yacía sobre el escritorio, y no había tiempo para cogerlo.

Pero la criatura ratuna se hallaba ahora volviéndose hacia la habitación. Su cara se dirigía aún hacia la esquina, y su mano se alzaba, con el arma brillando en ella.

Una alarma vibró en el cerebro de Enoch y agitó su brazo y lanzó el Favorito a la criatura del rincón, saliendo su alarido involuntariamente del fondo de sus pulmones.

Pues se dio cuenta de que la criatura aquella no intentaba matar al guardián sino destruir la estación. La única cosa que había como objetivo en el rincón era el complejo de control, el centro nervioso de la estación. Y de ser deshecho aquello, la estación habría fenecido. Para hacerla funcionar de nuevo, sería preciso el envío de un equipo de técnicos en una astronave desde la estación más próxima… viaje que requeriría un transcurso de muchos años.

Ante el alarido de Enoch, la extraña criatura dio una especie de sacudida para agazaparse, y el Favorito lanzado fue a dar contra su barriga, tirando al ratuno ser contra la pared.

Enoch se abalanzó con los brazos extendidos para asirle. El arma voló de la mano de su antagonista y trazó un molinete sobre el suelo. Luego, Enoch se encontró sobre el alienígena, y su olfato fue asaltado por el hedor de su cuerpo… una mareante oleada nauseabunda.

Rodeó con sus brazos a su adversario y lo levantó, no hallándolo tan pesado como pensó podía haber sido. Su poderoso agarrón lo arrancó de la esquina y lo echó rodando por el suelo.

Fue a chocar contra una silla, y luego, al igual que un cable de acero o como un resorte más bien, saltó hacia el arma.

Enoch dio dos grandes zancadas y lo agarró por el cuello, levantándole y zarandeándole tan salvajemente, que la recuperada arma voló de su mano y la bolsa que traía en una correa a través del hombro, repercutió en sus velludos ijares como un martillo pilón.

El hedor era denso, tan denso que hasta parecía casi vérsele, y Enoch se sintió sofocado por él al zarandear a aquella criatura. Y de pronto fue peor, mucho peor, como un fuego en la garganta y un martillo asestado en la cabeza. Era como un golpe físico asestado en el vientre y expandido al pecho. Enoch soltó su presa y se tambaleó hacia atrás, encorvado y haciendo bascas. Alzó sus manos a la cara e intentó ahuyentar el hedor, despejar sus fosas nasales y boca, borrarlo de sus ojos.

A través de una especie de bruma vio levantarse a la horrorosa criatura, la cual, apoderándose de su arma, corrió rápida a la puerta. Enoch no oyó la frase que dijo, pero la puerta se abrió, y el ratuno ser salió de un brinco. Y la puerta volvió a cerrarse de golpe.

XXXII

Enoch atravesó tambaleándose la habitación y se apoyó en el escritorio. El hedor iba disminuyendo y su cabeza se despejaba. Apenas podía creer lo que había sucedido, pues en efecto resultaba increíble que una cosa así pudiese haber ocurrido. Aquella criatura había viajado sobre el materializador oficial, y nadie, salvó un miembro de la Central Galáctica, podía hacerlo por aquella ruta. Y tampoco miembro ninguno de la Central Galáctica, estaba convencido, habría actuado como lo había hecho aquel ser ratuno. Además, éste había sabido la frase que hacía funcionar la puerta. Y nadie, sino él mismo y la Central Galáctica debía conocerla.

Tendió la mano, cogió el fusil y lo empuñó firmemente. Todo estaba bien, pensó. Nada había sido dañado. Pero había un extraño sobre la Tierra y eso era algo que no podía ser permitido. La Tierra estaba vedada a los alienígenas. Como planeta que no había sido reconocido por la confraternidad galáctica, era territorio fuera de sus límites.

Permaneció con el fusil en mano sabiendo lo que había de hacer… echar atrás a aquel alienígena, expulsarlo de la Tierra.

Lo manifestó en voz alta y se abalanzó a la puerta, saliendo fuera y dando la vuelta a la esquina de la casa.

El alienígena corría a través del campo y casi había alcanzado el lindero del bosque.

Enoch corrió en su persecución, pero a medio camino el ser ratuno se sumió en el bosque y desapareció.

El bosque estaba empezando a ser invadido por la oscuridad. Los oblicuos rayos del sol poniente iluminaban el dosel superior del follaje, mas en su suelo habían empezado a condensarse las sombras.

Al meterse en la linde del bosque tuvo un vislumbre de la criatura, que bajando una pequeña barranca, se metía en el declive opuesto, corriendo a través de los helechos que le llegaban casi a la mitad del cuerpo.

Si se mantenía en aquella dirección, se dijo Enoch, se saldría con la suya, pues el declive opuesto de la barranca acababa en un grupo de rocas que estaba sobre un punto saliente rematado por un farallón, con cada lado entrante, de manera que la punta y su masa de cantos rodados se encontraba aislada, colgada sobre el espacio. Sería harto arduo el sacar al alienígena de las rocas si se refugiaba allí, pero cuando menos podría ser sitiado y no lograría salir. Sin embargo, pensó Enoch, no podía perder tiempo alguno, pues el sol se estaba poniendo y pronto estaría oscuro.

Enoch cortó ligeramente hacia el oeste para contornear la cabeza del pequeño barranco, no perdiendo de vista al alienígena en huida. La criatura seguía sobre el declive y Enoch, observando esto, aumentó su velocidad. Por el momento, tenía atrapado al alienígena. En su huida, había pasado el punto sin retorno. Ya no podía dar una vuelta y retirarse de allí. Pronto alcanzaría el borde del farallón, y allí no podría hacer otra cosa sino cobijarse en el grupo de cantos rodados.

Corriendo con todas sus fuerzas, Enoch atravesó la zona cubierta de helechos y salió al declive más pronunciado, a cosa de unos treinta metros debajo del grupo de cantos rodados. Allí no era tan espesa la cobertura. Había escasa maleza y árboles desperdigados. La blanda arcilla del piso del bosque daba paso a piedra triturada, que en el curso de los años había sido arrancada de los cantos rodados por el cierzo invernal, cayendo declive abajo. Allá estaban ahora las piedras cubiertas de espeso musgo, haciendo traicionero el andar.

Mientras corría, Enoch escudriñó con una ojeada los cantos rodados, pero no había en ellos muestra alguna del alienígena. De pronto, por el rabillo del ojo, vio movimiento y se abalanzó tras unas matas de avellanos, viendo a través de ellas al alienígena recortado contra el firmamento, con su cabeza moviéndose atrás y adelante para pasar rápidamente por el declive inferior, y el arma semialzada y dispuesta para ser usada al instante.

Enoch quedóse helado, con su mano tendida asiendo el rifle. Sintió un trallazo de dolor en los nudillos, viendo que los había desollado en la roca al dar una zambullida para ocultarse.

El alienígena desapareció de la vista tras los cantos rodados y Enoch puso lentamente el fusil en donde pudiera manipularlo, caso de que se le presentara ocasión de disparar.

¿Se atrevería sin embargo a disparar?, se preguntó. ¿Se atrevería a matar a un alienígena?

Este podía haberle matado a él, allá en la estación, cuando había quedado mareado por el espantoso hedor. Pero no lo había hecho; en vez de ello, había huido. ¿Fue debido acaso, volvió a preguntarse, a que la criatura aquella se había atemorizado tanto, que todo cuanto se le ocurrió pensar fue huir? ¿O tal vez, había sido tan renuente en matar a un guardián de la estación, como él lo era en matar a un alienígena?

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