Christopher Priest - Fuga para una isla

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África ha sido devastada por una breve guerra atómica y sus habitantes huyen por el mundo. Al cabo de un año, dos millones de africanos han llegado a Gran Bretaña, y poco después su desesperación se transforma en violencia, la violencia en anarquía, y la anarquía en una guerra civil de consecuencias imprevisibles. Como ha escrito Brian W. Aldiss, esta obra se sitúa “en la tradición de Wyndham, pero los dulces crepúsculos de Wyndham se han apagado y ahora la noche oscura del alma desciende sobre el mundo”.

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El mar estaba muy agitado; unas olas blancas fluctuaban en su superficie hasta el horizonte. El sol seguía brillando, pero había un montón de nubes negras hacia el sudoeste. Me hallaba en medio de una muchedumbre y todos observábamos el buque que navegaba.

El transistor que alguien cerca de mí llevaba anunció la noticia de que el buque no iba a ser asistido por naves de rescate y que las lanchas de salvamento estaban recibiendo órdenes de regresar a sus puertos. Los mismos barcos daban vueltas a menos de kilómetro y medio de nosotros, con evidente indecisión respecto de si debían obedecer las órdenes de la costa o sus propias conciencias. A cierta distancia detrás del buque a la deriva podíamos distinguir la fragata de la Armada Real que había sido destacada para seguir al primero. Hasta entonces no había intervenido.

En un momento dado miré alrededor de mí para efectuar una estimación del número de personas que observaban desde la costa y vi que todos los posibles puntos de acceso estaban atestados a lo largo del lado de King's Road que daba a la playa, además de los centenares de individuos que se encontraban en el muelle central.

Justo a las diez y cuatro minutos las lanchas de salvamento se apartaron del barco y pusieron rumbo a sus estaciones respectivas. Estimé que el buque derivaría más allá del extremo del muelle, y en menos de un cuarto de hora sería invisible desde donde yo estaba. Cavilé sobre si debía moverme o no, y decidí lo segundo.

El barco se hundió exactamente antes de la diez y diez. Su inclinación había aumentado notablemente en los últimos minutos y se pudo ver cómo numerosas personas que estaban a bordo saltaban para abandonarlo. El buque zozobró rápidamente y sin espectacularidad.

La mayor parte de la muchedumbre se dispersó a los cinco minutos del hundimiento. Yo me quedé, hechizado de un modo primitivo por el tacto del viento, el sonido y la visión del enorme oleaje y lo que acababa de presenciar. Abandoné la playa una hora después, angustiado por la aparición de los pocos africanos que lograron nadar hasta la orilla. Menos de cincuenta llegaron vivos a la playa, y en los días siguientes supe por mis conocidos de Brighton que el mar arrojó con cada marea cientos de cadáveres. Restos humanos que flotaban gracias a su estómago distendido, repleto de gas.

Al caer la noche puse el coche a un lado de la carretera y frené. Hacía demasiado frío para continuar conduciendo con el vidrio del parabrisas destrozado y, además, nuestra reserva de gasolina se estaba acabando y no deseaba discutir esto con Isobel delante de Sally.

Habíamos abandonado Londres por el norte, como medida de seguridad, y nos hallábamos en el campo, cerca de Cuffley. Yo había reflexionado respecto de tratar de ir otra vez al campamento de las Naciones Unidas, pero después de dos largos trayectos de ida y vuelta en las últimas veinticuatro horas, ni yo ni las mujeres estábamos deseosos de repetir aquella experiencia si es que nos quedaba alguna alternativa. Además, la combinación de factores, tales como una menguante reserva de gasolina y el desánimo oficial, indicaban que aquella mañana teníamos que encontrar, como mínimo, otra posibilidad.

Sacamos de las maletas nuestras ropas de más abrigo y nos las pusimos. Sally se echó en el asiento de atrás del coche y la tapamos con tantas prendas de abrigo como pudimos encontrar. Isobel y yo esperamos en silencio y fumando el último de nuestros cigarrillos, hasta que estuvimos razonablemente seguros de que había caído dormida. Ninguno de nosotros había comido suficientemente durante el día; el único alimento que habíamos consumido fue el chocolate que descubrimos en una máquina automática en el exterior de un grupo de tiendas cerradas. Mientras estábamos sentados en el coche empezó a llover y en pocos minutos un hilo de agua entró por la desnuda estructura de caucho y se deslizó por el tablero de instrumentos hasta el suelo.

—Sería mejor que fuéramos a Bristol —propuse.

—¿Y qué me dices de la casa?

—No tenemos esperanzas de regresar. —No creo que debamos ir a Bristol.

—¿A qué otro sitio podemos ir?

—De vuelta al campamento de las Naciones Unidas. Al menos, en los próximos días…

—¿Y después de eso?

—No lo sé. Las cosas deben mejorar. No pueden echarnos así de nuestra casa, a patadas. Tiene que haber una ley…

—Eso no arreglará nada. Las cosas han ido ya demasiado lejos. La posición de los africanos ha surgido de la escasez de viviendas. No puedo imaginar que habrán de aceptar un compromiso que los obligue a renunciar a la casa que ya han ocupado.

—¿Por qué no? —preguntó Isobel.

No contesté. En las semanas que precedieron a los hechos recientes, Isobel había demostrado un creciente desinterés por el desarrollo del problema africano y ello no había hecho más que aumentar la distancia que nos separaba. Mientras que yo había estado continuamente enfrentado a la quiebra de la sociedad que conocíamos, Isobel parecía apartarse de la realidad, como si pudiera sobrevivir ignorando los hechos. Incluso ahora, con nuestro hogar inaccesible para nosotros, ella estaba contenta de permitir que yo tomara las decisiones.

Antes de prepararnos a pasar la noche, salí del coche en dirección de una casa cercana de cuyas ventanas salía una cálida luz ámbar. A menos de cien metros del coche, un miedo inexplicable se apoderó de mi mente y di la vuelta. La casa era del tipo de la clase media acomodada y en el camino de entrada había dos costosos automóviles y un remolque-vivienda.

Medité en mi propio aspecto: sin afeitar y necesitado de un cambio de ropa. Era difícil saber cuál habría sido la reacción de los ocupantes de la casa si yo hubiera llamado a la puerta. La anarquía de la situación en Londres no guardaba relación con la de esta zona, que aún no había establecido contacto con los africanos militantes y sin hogar.

Regresé al coche.

—Iremos a un hotel para pasar la noche —dije.

Isobel no respondió, se limitaba a contemplar la oscuridad por su ventanilla.

—Bueno, ¿no te importa?

—No.

—¿Qué quieres hacer?

—Todos estaremos bien aquí.

La lluvia seguía goteando dentro del coche a través del vasto agujero en lo que había sido nuestro parabrisas. En los pocos minutos que yo estuve en el exterior, la llovizna había empapado mi ropa externa. Deseé que Isobel me tocara, que de algún modo compartiera la experiencia de mi paseo… Pero me acobardé mentalmente ante la idea de que ella pusiera su mano en mi brazo.

—¿Qué hay de Sally? —pregunté.

—Duerme. Si quieres buscar un hotel, no me opondré. ¿Podemos pagarlo?

—Sí.

Pensé en ello un poco más. Podíamos quedarnos ahí o seguir avanzando. Miré mi reloj. Acababan de dar las ocho. Si dormíamos en el coche, ¿en qué estado nos encontraríamos por la mañana?

Puse en marcha el motor y conduje lentamente de vuelta al centro de Cuffley. No conocía ningún hotel en la vecindad, pero confiaba encontrarlo en alguna parte. El primero que descubrimos estaba lleno, igual que el segundo. Nos dirigíamos hacia un tercero cuando la gasolina se agotó por completo. Me acerqué en punto muerto hasta la acera y frené.

En cierto sentido fue un alivio para mí no haber tenido que tomar la decisión; no tenía esperanzas reales de encontrar acomodo en un hotel. Isobel no dijo nada, pero se sentó con los ojos cerrados. Su cara y ropas estaban mojadas a consecuencia de la lluvia que había penetrado por el parabrisas.

Mantuve puesto el calefactor hasta que el agua dentro del mecanismo se enfrió tanto que ya no pudo dar más provecho. Isobel aseguró que estaba cansada.

Convinimos en que haríamos turnos para dormir uno encima del otro; le dije que hiciera el primero. Dobló las rodillas y se tumbó en su asiento, con la cabeza apoyada en mi regazo. La rodeé con mis brazos para darle calor y luego traté de encontrar una posición cómoda para mí.

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