Las carreteras estaban en mal estado, como todas en aquella época lo estaban. Abandonadas desde hacía muchos años y dejado a un lado el viejo concepto de una superficie plana y tersa, casi pulimentada de las grandes carreteras generales, ya que en realidad no eran necesarias. El tráfico entonces se hacía casi enteramente en coches y camiones, que eran a medias aeroplanos, y por tanto no había necesidad alguna de buenas carreteras para vehículos en cuyo movimiento no entraban para nada las ruedas, ni tenían necesidad de contacto con el suelo.
La vieja superficie de las antiguas autopistas se hallaba en un estado lamentable de abandono, escoriadas, llenas de hoyos y agujeros. Había que usar neumáticos duros y los neumáticos no eran muy buenos. No los había ya nuevos, pues apenas se fabricaban aunque Riley se las arreglaba para conseguirlos de antiguas producciones y de viejos almacenes apartados en pequeñas poblaciones del campo.
Había otro problema para el transporte de Riley. El hallar gasolina de motor de combustión. No había estaciones de servicio, que hacía tiempo habían sido cerradas al tránsito, desde hacía casi cincuenta años. No había necesidad alguna de ellas, cuando el tráfico se llevaba a cabo con la fuerza atómica. Así, en cada pueblo había alguna provisión en poder de los granjeros, que todavía la usaban para utilizar la vieja maquinaria agrícola en uso.
Dormían como podían, descabezando un sueño cuando era posible. Comían en el camino, sin dejar de rodar, llevando corrientemente una bolsa de bocadillos y comida que hacían en una vieja sartén de Riley, además de café.
Y así los dos hombres continuaron su camino aventurero a lo largo de la antigua carretera general, usada entonces únicamente porque era el único buen camino terrestre utilizable, a pesar de su mal estado actual, y porque solían ser las distancias más cortas entre dos ciudades del país.
—Yo nunca me hubiera dedicado a este trabajo — dijo Riley en cierta ocasión —, pero se gana dinero, y ¡para qué voy a decirle la falta que el dinero me hace!
—Creo que hace bien — comentó Blaine —. Aunque llegue algunos días más tarde de lo previsto, conseguiremos hacer el viaje en debida forma.
—Ya veremos, con tanto inconveniente — repuso Riley, y con un pañuelo que alguna vez había debido ser blanco, se enjugó el sudor de la frente.
Porque Riley era un hombre asustado, lleno de miedo y de temor, un temor que le llegaba a la médula de los huesos.
«No era un miedo corriente», pensó Blaine, observando a aquel pobre hombre, un miedo supersticioso que siempre debió haber sentido y que creía conjurar con los fetiches y los signos cabalísticos pintados en el exterior de su camión, un miedo producido por las fantasías de las gentes incultas y. que se había transmitido desde hacía tiempo, en el pasado. Debía ser algo más, algo más próximo al horror de una pesadilla latente.
Para Blaine, aquel hombre era una rareza, un espécimen humano surgido de un museo medieval, un hombre que tenía miedo de la oscuridad y que imaginaba unas formas con las que había poblado la oscuridad, un hombre que encontraba alivio a su miedo con aquellos grotescos fetiches y signos cabalísticos pintados en el camión y con el revólver cargado de pólvora blanca y balas de plata. Había oído hablar de otros hombres como Riley, pero nunca se había encontrado con ninguno. Si había existido alguno entre la gente del Anzuelo, seguramente deberían tenerlo bien guardado bajo una máscara sofisticada. Pero si Riley era una curiosidad para Blaine, éste lo era igualmente para Riley.
—¿No tiene usted miedo? — le preguntó.
Blaine sacudió la cabeza con un gesto negativo.
—¿Y no cree usted en esas cosas?
—Para mí — dijo Blaine — siempre han sido una especie de tontería para asustar a los niños.
Riley quiso protestar.
—No son tonterías, amigo. Puedo asegurarle que no lo son. Yo he conocido a mucha gente, he oído contar muchas historias que sé que son ciertas. «Hubo un viejo cuando yo era un niño en Indiana. Fue encontrado en una valla con la garganta abierta en canal. A su alrededor había pisadas y olor a azufre.
Si no era aquella historia precisamente, había muchas otras, de carácter fantástico, o místico o sobrenatural.
Y ¿qué podía hacer cualquiera contra aquello?, se imaginó Blaine. ¿Dónde encontrar una respuesta adecuada? Porque las creencias, la voluntad de creer, se hallaba profundamente arraigada en la fibra humana. No por completo, desde luego, en el eje de la situación actual de aquel tiempo, sino en la sangre y en los huesos del Hombre que procedía de las cavernas. Había en el alma del Hombre una cierta terrible fascinación por todas las cosas macabras. La situación de aquel tiempo, tal y como permanecía entonces, había sido aceptada voluntariamente por hombres para quienes el mundo había llegado a ser más bien un lugar insípido y encalmado, donde el terror no existía en ninguna parte, excepto en el uso de las armas atómicas y en el temor de los hombres inestables que detentaban el poder.
Todo había empezado de forma casi inocente, cuando la gente se agarró a los nuevos principios de la PK, para su entretenimiento y diversión. Casi de la noche a la mañana, el hecho de poseer el poder mental se había convertido en una novedad y un capricho que conquistó el mundo entero. Los clubs nocturnos habían cambiado sus nombres, se exhibieron entonces atracciones de terror, nuevas cantoras jovencitas surgieron con un nuevo estilo, la TV había llenado sus programas con películas de horror y la prensa y las editoriales habían editado millones de volúmenes tratando de lo sobrenatural. Habían surgido nuevos cultos y otros antiguos habían resurgido de nuevo. El antiguo tablero con letras y signos de los espiritistas, volvió a la luz tras doscientos años de haber permanecido escondido en la niebla de una edad anterior, donde se había jugado con los fantasmas y espíritus de los muertos. Y o se creía o se dejaba de creer en aquello, no existían términos medios.
Existieron tipos avispados, como siempre ocurre en tales circunstancias, que hicieron al principio grandes fortunas con la nueva corriente. Los fabricantes habían lanzado cientos y miles de nuevos objetos y novedades para continuar en sus mil aspectos el nuevo capricho, la nueva afición, ya que el término específico tenía que ser aplicado en razón directa a la seriedad de cada individuo que lo practicase.
Si todo aquello estaba en un error, lo paranormal-kinético no lo era, desde luego, ya que no se trataba de nada sobrenatural. Ni de nada macabro tampoco, ya que no se trataba de tener relaciones con espíritus, fantasmas, duendes, o las hordas de cosas ya olvidadas en el pasado, propias de la Edad Media En su lugar era una nueva dimensión de la capacidad humana; pero las mentes, excitadas con aquel nuevo juguete, lo habían adoptado de todo corazón en todos sus aspectos, acabando por falsificar su recto sentido. Y como siempre ocurre también, lo habían superado por el lado falso, interpretándolo erróneamente. Habían jugado tan apasionadamente a interpretarlo con falsedad, que olvidaron, a despecho de todos los avisos que se dieron sobre el particular, que realmente era falsa y nociva tal interpretación. Hasta ir a parar en la creencia de todo lo fantástico e increíble, hasta llegar, en fin, a creer sólo en la verdad de lo fantasmal. Donde había existido la diversión, sólo había quedado la evocación de unos atrayentes faunos, por ejemplo, y allí donde sólo hubo motivos para bromas y diversiones, eran ahora los duendes, los trasgos y los espíritus los que andaban en danza.
Y, como era de esperar, se produjo una reacción, la inevitable reacción de los reformadores fanáticos, acompañada de la sombría crueldad, torcida y sin misericordia de la ceguera de toda reforma fanática. Y ahora, un pueblo asustado se dedicaba, impelido por la idea de cumplir una santa misión, a cazar a muerte a sus vecinos y congéneres dotados con poderes paranormales.
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