Clifford Simak - El tiempo es lo más simple

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El tiempo es lo más simple: краткое содержание, описание и аннотация

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Llegó un momento en que el hombre tuvo que admitir que no le sería posible alcanzar las estrellas. Lo había sospechado por los cinturones radioactivos de Van Allen, cuando fueron descubiertos por el sabio astrónomo que le dio su nombre, hasta que gradualmente, se llegó a su total certidumbre.
Pero el hombre, con su interminable ingeniosidad, resolvió el problema con el auxilio de los telépatas, y con la ayuda de una gigantesca organización del más alto secreto, llamada “Anzuelo”, mediante la cual, los hombres podían lanzar sus mentes a las profundidades del espacio. Y en una de esas ocasiones, Sheperd Blaine, mientras exploraba su camino asignado por el “Anzuelo” tomó contacto con una criatura fantástica, sin forma, omnisciente, una amsitosa Cosa de Color de Rosa que le dijo: “Intercambio mente con la tuya”.

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Pero allí había algo actual que tenía que ser aceptado, era como una presencia constante, y la sensación indiscutible de enfrentarse con la brevedad de la vida. Existía la muerte… y estaba próxima. Sí, allí se hallaba entre la multitud que se dirigía hacia la cárcel, que ya tomaba la entrada de la pequeña corte de justicia del pueblo, discutiendo con el sheriff, cuya voz, retumbante al principio y audible a través de la puerta principal, increpando a las gentes a que se volvieran cada uno a sus hogares.

—Todo lo que vais a conseguir — decía el sheriff —, será una granizada de tiros en la barriga.

Pero la gente le increpó más fuerte a él y el sheriff gritó a su vez y pudo oírse la agria disputa durante un cierto rato. Blaine permanecía en la celda, cogido a las rejas de la entrada, esperando. Un temor frío comenzó a invadirle, lentamente al principio, rápidamente después, como una ola maligna que recorriese sus venas.

Después, el sheriff entró dirigiéndose hacia su celda, acompañado de tres hombres huraños, hombres encolerizados y llenos de temor al mismo tiempo, pero cuyo temor estaba encubierto por el sombrío propósito que les animaba. El sheriff se detuvo al exterior de la reja de la celda y miró a Blaine, tratando de guardar oculta la cobardía que le invadía.

—Lo siento, Blaine — le dijo — pero no he podido evitarlo. Esta gente son amigos míos. Me crié con ellos y ahora no puedo tirotearlos.

—Por supuesto que no puede — repuso Blaine — siendo un cobarde de tamaña naturaleza.

—Dame las llaves — dijo uno de los tres —. Vamos a sacarlo fuera.

—Están colgadas en un clavo al lado de la puerta — repuso el sheriff.

El sheriff miró de reojo a Blaine.

—No hay nada que pueda hacer — dijo en son de excusa.

—Puede salir fuera y pegarse usted mismo un tiro. Yo se lo recomendaría especialmente. El hombre vino con la llave y el sheriff se echó a un lado. La llave sonó dentro de la cerradura. Blaine se dirigió al hombre que abría la puerta:

—Hay una cosa que quiero que quede bien comprendida. Yo saldré solo de aquí.

—¡Huh!

—Dije que quería salir solo. No quiero que me arrastren.

—Vendrá usted en la forma que queramos nosotros — repuso el tipo aquél —. Vamos, ¡adelante! — ordenó, abriendo la celda.

Blaine salió al corredor y tres hombres le envolvieron, uno a cada lado y el otro a la espalda. No hicieron ademán de levantar una mano para tocarle. El hombre que llevaba las llaves las tiró al suelo, llenando con su ruido todo el corredor. «Ya estaba ocurriendo, pensó Blaine, por increíble que pareciese».

—¡Vamos! ¡Anda, parakino apestoso! — le dijo el tipo de la espalda, empujándole.

—¿No quería dar un paseo? — dijo otro —. Pues a eso vamos, a dar un paseo.

Y Blaine continuaba marchando, recto y firme, concretándose en cada paso para no desfallecer, ya que necesitaba no desfallecer, pues sería su última desventura «La esperanza todavía vivía en su interior», se dijo a sí mismo Había una oportunidad para que alguno del Anzuelo pudiese encontrarse en el exterior y pudiera arrancarlo de aquellos fanáticos. O bien, que Harriet hubiese podido conseguir alguna ayuda y pudiese llegar de un momento a otro. Aunque aquello parecía inverosímil. Ella no habría tenido tiempo bastante, ni sabría la urgencia que el caso requería. Siguió marchando a través de la oficina del sheriff y descendiendo los escalones hacia la puerta de la calle, siempre con aquellos tres hombres pegados a él como perros de presa.

Alguien sostuvo la puerta de salida a la calle con un gesto burlón de cortesía para dejarle pasar. Blaine vaciló por un instante, mientras el terror se posesionaba de él por completo. Si echaba un paso afuera y se encaraba con la multitud, toda esperanza estaría perdida.

—¡Vamos, fuera, asqueroso bastardo! — gruñó el hombre que había a su espalda, mientras le propinó un brutal empujón, haciéndole salir dando traspiés a la calle. Blaine se recuperó para no caer y continuó dando unos pasos más. ¡Allí estaba el feroz rebaño que le esperaba!

Surgió un murmullo animal que hervía entre toda la multitud, un sonido en el que se mezclaba el odio y el temor, como el aullido colectivo de una bandada de lobos que van siguiendo un rastro sangriento, como el rugido del tigre que está cansado de esperar en la selva, y con algo, en todo ello, del desesperado espanto del animal arrinconado, cazado hasta la muerte.

«Y aquellos — pensó Blaine con una parte separada de su cerebro — eran los animales cazados, la gente perseguida. Allí se apreciaba el odio, el terror y la envidia contra los iniciados, allí estaba la frustración de aquellos que habían quedado atrás, al margen, allí estaba la intolerancia y la testarudez de los que rehusaban comprender, la retaguardia de un viejo orden sosteniendo el mezquino paso contra los exploradores del futuro».

Y le matarían a él, como habrían matado a otros, como matarían a muchos más; pero el odio del rebaño estaba allí presente, pues la fácil batalla ya la habían ganado.

Alguien le volvió a empujar desde atrás, obligándole a dar unos cuantos pasos hacia delante. Resbaló y rodó por el suelo y la turba se apelotonó sobre él. Muchas manos cayeron sobre Blaine, con feroces dedos pellizcándole, golpeándole, sintiendo el repugnante aliento de muchas bocas sobre su rostro. Aquellas manos le pusieron nuevamente en pie, traqueteándole como a un muñeco de paja. Alguien le golpeó brutalmente en el vientre, y otros le abofetearon sin piedad. De entre la multitud surgió una voz chillona.

—¡Vete, parakino bastardo! ¡Telepórtate a ti mismo! ¡Eso es lo que tienes que hacer! ¡Telepórtate!

Siguieron los golpes y la burla, ya que realmente existían los que, en efecto, podían teleportarse a sí mismos. Existían los levitadores, que podían moverse libremente por el aire como los pájaros, y había otros que podían teleportar pequeños objetos, y los había, como Blaine, que podían teleportar su mente sobre muchos años luz de distancia. Pero el verdadero teleportador, que podía teleportar su cuerpo de un lugar a otro, en la fracción de un instante, era extremadamente raro. El rebaño tomó como canción la burlona cadencia de: «¡Telepórtate tú mismo, telepórtate, telepórtate, asqueroso parakino!» Y reían ferozmente mientras continuaban sus golpes y sus burlas, descargando todo el odio contenido sobre su víctima, sin cesar por un momento de descargar los pies y manos sobre el abatido Blaine.

Blaine sintió el cálido fluir de la sangre por sus mejillas y los labios tumefactos por un golpe terrible, sintiendo un gusto a sal en la boca. Le dolía atrozmente el vientre y las costillas parecían habérsele destrozado, mientras continuaba la infernal danza de patadas y puñetazos sobre él.

Repentinamente, una voz sonora surgió de entre el rebaño:

—¡Déjenos! ¡Dejad a ese hombre solo!

La multitud se echó haría atrás, permaneciendo en forma de anillo a su alrededor y Blaine en el centro del circulo humano, mirando a su alrededor, observando en las ultimas sombras del atardecer cómo le brillaban los ojos a aquellas fieras desatadas y cómo la saliva caía de sus bocas. El círculo se abrió por la mitad y dos hombres entraron dentro: uno pequeño e insignificante, un tipo parecido a un escribiente o conserje de alguna casa comercial y el otro, un hombretón macizo con una cara donde parecía que una bandada de pájaros hubiera estado picando y escarbando. El hombretón llevaba una larga cuerda enrollada en un brazo.

Los dos se detuvieron frente a Blaine y el hombre pequeño se volvió hacia la multitud que formaba el círculo alrededor.

—Caballeros — dijo con voz propia de un director de funeral —, tenemos que conducirnos con cierta decencia y dignidad. No tenemos nada personalmente contra este nombre, es solamente contra el sistema y contra la abominación, de los cuales él forma parte.

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