Robert Wilson - Los cronolitos

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Scott Warden es un hombre perseguido por el pasado… y pronto también por el futuro. En la Tailandia de comienzos del siglo XXI es un vago en una comunidad costera de expatriados, cuando es testigo de un acontecimiento imposible: la aparición en el boscoso interior de un pilar de piedra de casi setenta metros. Su llegada colapsa los árboles en un cuarto de kilómetro alrededor de su base. Parece estar compuesto de una exótica forma de materia y la inscripción tallada muestra la conmemoración de una victoria militar… que tendrá lugar dentro de dieciséis años.
Poco después, un pilar aún mayor aparece en el centro de Bangkok. A lo largo de los siguientes años, la sociedad humana queda transformada por estos misteriosos visitantes, al parecer llegados desde el futuro reciente. ¿Quién es el guerrero “Kuin”, cuyas victorias celebran? Scott sólo quiere reconstruir su vida, pero un extraño bucle le arrastra sin cesar hacia el misterio central… y una fascinante batalla con el futuro.
Tensa, emotiva, rigurosa y emocionante, “Los Cronolitos” es una obra maestra de uno de los mejores autores de ciencia ficción de la actualidad.

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El Ministro de Defensa aceptó esta explicación con el mismo escepticismo de un clérigo musulmán que se encuentra de visita en el Vaticano. Formuló algunas preguntas, admiró los cristales blindados que habían sustituido a las ventanas del hotel y dedicó unas palabras de aprobación a los hombres y mujeres que se encargaban del funcionamiento de la maquinaria. Después de desearnos que todos aprendiéramos algo útil durante las siguientes horas si, que Dios no lo quisiera, la tragedia tenía lugar, se dirigió hacia el tejado para contemplar el despliegue de antenas, seguido por los fotógrafos que no paraban de beber café en vasos de plástico.

Todo esto sería editado de forma que lograra transmitir al pueblo la tranquilidad del gobierno frente a la crisis.

Pero el hielo de Minkowski se estaba derritiendo invisible e inevitablemente. Las conexiones del hotel seguían estando al máximo de su capacidad debido a la cantidad de instrumentos de intercambio de datos que estaban conectados, pero ese día recibí una llamada. Era Janice. Y me dijo que mi padre había muerto mientras dormía.

En Maryland había estado nevando todo el día y el suelo estaba cubierto por una capa de nieve polvo de unos quince centímetros de espesor. En el mismo instante en que mi padre sufrió la insuficiencia cardiaca, su tarjeta médica envió una señal de alarma al hospital… pero cuando la ambulancia consiguió llegar a su casa, ya era demasiado tarde. Janice se ofreció a hacer los preparativos necesarios mientras yo estaba en el extranjero (puesto que no había más familiares con vida). Accedí y le di las gracias.

—Lo siento, Scotty —dijo—. Sé que era un hombre difícil, pero lo siento mucho.

Intenté sentir su pérdida de un modo significativo. Sin embargo, sólo fui capaz de preguntarme cuántas penurias habría eludido al abandonar la historia en estos momentos.

Morris llamó a mi puerta al anochecer y me acompañó a la suite tecnológica, que estaba bañada en la luz azulada que proyectaban los monitores. Como observadores, Morris y yo quedamos relegados a las sillas que se alineaban contra la pared del fondo, donde nadie nos pudiera pisar. La sala estaba caliente y seca, puesto que los calefactores portátiles ya estaban funcionando al máximo de su capacidad. Los técnicos, que parecían llevar demasiada ropa encima, sudaban frente a sus paneles de control.

El despejado cielo empezaba a oscurecerse. En la ciudad reinaba un silencio preternatural.

—Ya falta poco —susurró Morris. Ésta era la primera vez que se había previsto la llegada de un Cronolito con tanta precisión; de todas formas, los cálculos seguían siendo aproximados y la cuenta atrás, provisional.

—Mantened los ojos bien abiertos —dijo Sue, al pasar delante de nosotros.

—¿Y si no sucede nada? —dijo Morris.

—Entonces el Likkud perderá las elecciones, y nosotros nuestra credibilidad.

Los minutos pasaron. Nos dieron chaquetas acolchadas a todos aquellos que no nos habíamos puesto ropa de abrigo. Morris volvió a salir de las sombras, sudoroso e inquieto.

—Suponemos que el aterrizaje tendrá lugar en el distrito comercial. Se trata de una elección interesante, pues evita la Ciudad Antigua, el Templo de la Montaña.

—Kuin es como César —comenté—. Todo el mundo puede adorar al dios que prefiera, siempre y cuando se incline ante el conquistador.

—Y no sería la primera vez que eso sucede en Jerusalén.

Pero puede que fuera la última. Los Cronolitos habían hecho que despertaran todos los temores apocalípticos que durante el siglo XX se habían centrado en las armas nucleares: la sensación de que la llegada de una nueva tecnología provocaría de nuevo la guerra, la impresión de que el largo desfile de imperios que se alzaban y se desplomaban podía haber llegado a su ciclo final. En estos momentos, resultaba demasiado sencillo creer en estas cosas… al fin y al cabo, el valle de Megiddo se encontraba a escasos kilómetros de aquí.

Nos recordaron que, a pesar de la temperatura, debíamos mantener las chaquetas abrochadas. Para amortiguar el choque térmico, Sue quería que en la habitación hiciera tanto calor como fuéramos capaces de tolerar.

Gracias a los análisis efectuados durante las llegadas previas, nos habíamos hecho una idea de lo que debíamos esperar. Cuando aparecen, los Cronolitos no desplazan el aire ni el lecho de roca, sino que transforman esos materiales y los incorporan en su estructura. La onda expansiva es una consecuencia de lo que Sue denominaba “enfriamiento radial”: alrededor de la piedra de Kuin, el aire se condensa, se solidifica y se precipita hasta el suelo… y durante unas décimas de segundo, sucede algo similar con el aire que lo reemplaza. En un radio ligeramente más amplio, la atmósfera se congela, separando los gases que la constituyen (oxígeno, nitrógeno y dióxido de carbono); y en un radio mucho mayor, el vapor de agua se sedimenta.

La presencia de aguas subterráneas provoca un fenómeno similar en el terreno y el lecho de roca, agrietando la piedra e irradiando una onda expansiva por el suelo.

Todo este aire helado y en movimiento crea células de convección, que provocan fuertes vientos en la zona del impacto y nieblas impredecibles y penetrantes en diversos kilómetros a la redonda.

Y esta era la razón por la que nadie se quejaba del calor ni de que la habitación estuviera sellada.

Los técnicos con batas blancas, que en su mayoría eran estudiantes de postgrado cedidos por la universidad, controlaban las terminales que se alineaban frente a las ventanas. Recibían la telemetría del equipo instalado en el tejado o de los sensores remotos que había en las proximidades de la zona de la llegada. Periódicamente, recitaban números que no tenían ningún significado para mí, pero era obvio que U tensión iba en aumento. Sue paseaba entre estos jóvenes entusiastas como una madre impaciente.

Cuando se detuvo delante de nosotros, me fijé en que llevaba Pantalones vaqueros y una blusa blanca.

—Los niveles van en aumento y están formando unas curvas extremadamente abruptas —explicó—: Sólo faltan un par de minutos para la llegada, muchachos. —¿Deberíamos ponernos gafas o algo así? —No es ninguna bomba de hidrógeno, Morris. No va a dejarte ciego. Dicho esto, se alejó.

Uno de los técnicos de control, una muchacha rubia que no parecía mucho mayor que Kaitlin, se levantó de su asiento y empezó a aproximarse hacia Suecon una sonrisa suplicante en la cara. El contingente de seguridad del EDI la miró con dureza, al igual que Morris.

La muchacha vaciló. Parecía aturdida. Se acercó un poco más y, en un gesto conmovedor y casi infantil, cogió a Sue de la mano.

—¿Cassie? —dijo Sue—. ¿Qué sucede?

—Quería darle… las gracias —la voz de Cassie era tímida pero vehemente. Sue frunció el ceño.

—De nada, pero… ¿por qué?

Pero Cassie ya estaba retrocediendo con la cabeza agachada, como si aquella idea hubiera salido de su mente con la misma rapidez con laque había entrado. Se llevó una mano a la boca.

—¡Oh! ¡Lo siento! Sólo es que… sentía que debía decírselo. No sé en qué estaría pensando…

Se sonrojó.

—Será mejor que ocupes tu asiento —respondió Sue con amabilidad. Estábamos sumergidos en la turbulencia tau. El calor y la tensión eran palpables. Al otro lado de la ventana, el centro de la ciudad parpadeaba bajo un repentino fulgor áureo.

Todo sucedió en cuestión de segundos… pero como el tiempo es elástico, los vivimos como si fueran minutos. Tengo que reconocer que estaba asustado.

La llegada del monumento proporcionó una iluminación secundaria en forma de cortina de colores que cambiaban con rapidez: el azul y el verde dieron paso al rojo y al violeta, que envolvieron la ciudad y nos sumieron en una penumbra espectral.

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