Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Como atendían con preferencia a los heridos más graves, pasaron varios días antes de que yo pasara a cirugía. Más tarde, al despertar en mi habitación, descubrí que me habían fijado una prótesis al muñón; era una estructura articulada de metal reluciente que, en mi profana opinión, parecía exactamente el esqueleto de una pierna y un pie. Era horripilante sin remisión; yacía en un saco de fluido transparente, con varios cables que se insertaban en una máquina instalada a los pies de la cama En ese momento entró un ayudante médico.

—¿Cómo se siente, señor?

Estuve a punto de sugerirle que dejara de fastidiar con eso de «señor», puesto que yo ya no pertenecía al ejército ni pensaba volver a él. Pero tal vez al hombre le resultara grato sentir que mi rango era superior.

—No sé. Me duele un poco.

—Dolerá como el infierno. Espere a que los nervios comiencen a crecer.

—¿Nervios?

—Claro —repuso, mientras manipulaba la máquina y leía los indicadores del otro lado—. ¿De qué serviría una pierna sin nervios? Sólo para quedarse aquí en la cama.

—¿Nervios como los normales? Es decir, ¿bastará con que yo piense «muévete» para que la pierna se mueva?

—Por supuesto.

Me miró intrigado antes de volver a su tarea. Pero yo estaba asombrado.

—Pues la prótesis ha avanzado mucho.

—¿«Pro» qué?

—Esto, los miembros artif…

—¡Ah, claro, como en los libros! Piernas de madera, ganchos, todo eso.

¿Cómo era posible que le hubieran dado ese empleo?

—Todo eso, sí, prótesis. Como lo que tengo en el muñón.

—Oiga, señor —aclaró, mientras dejaba el tablero en donde había estado garabateando algún dato—. Usted está muy atrasado. Va a ser una pierna igual a la suya, sólo que ésta no se romperá jamás.

—¿Y con los brazos también hacen eso?

—Por supuesto; con cualquier miembro —explicó, volviendo a sus anotaciones—. Hígados, riñones, estómagos…, cualquier cosa. Con el corazón y los pulmones no estamos tan avanzados; todavía se emplean sustitutos mecánicos.

—Fantástico —exclamé, pensando que Mary-gay también volvería a estar completa.

Él se encogió de hombros.

—Supongo que sí. Esto se hace desde antes de que yo naciera. ¿Qué edad tiene usted, señor?

Cuando se lo dije silbó de asombro.

—¡Caray! Usted ha de haber estado en esto desde el comienzo.

Su acento era muy extraño. Las palabras eran correctas, pero no la forma de pronunciarlas.

—Sí, estuve en el ataque a Epsilón, en la campaña de Aleph.

Al principio los colapsares recibían los nombres de las letras del alfabeto hebreo, pero cuando esos malditos planetas empezaron a pulular por todas partes las letras no alcanzaron y hubo que agregarles números. Yod-42.

—¡Vaya, eso es historia antigua! ¿Cómo eran las cosas en aquella época?

—No lo sé. No había tanta gente; era más agradable. Hace un año volví a la Tierra. ¡Diablos, fue hace un siglo! Depende de cómo se mire. Aquello me pareció tan espantoso que me enrolé de nuevo, ¿sabe? Eran todos como zombies, sin intención de ofender.

Él se encogió de hombros.

—Yo no estuve nunca allí. La gente que viene de la Tierra parece echarla de menos. Tal vez haya mejorado.

—¡Cómo! ¿Usted nació en otro planeta? ¿En Paraíso?

No era de extrañar que su acento me resultara imposible de identificar.

—Aquí nací, aquí me eduqué y aquí me reclutaron —afirmó, mientras guardaba el lápiz en el bolsillo y plegaba las anotaciones hasta reducirlas al tamaño de una billetera—. Sí, señor. Pertenezco a la tercera generación de ángeles. Este maldito planeta es el mejor de toda la FENU.

Noté que deletreaba las letras en vez de decir «fenu» como nosotros.

—Oiga, teniente, debo darme prisa. Tengo que controlar otros dos monitores ahora mismo —explicó, dirigiéndose hacia la puerta—. Si necesita algo toque el timbre que está sobre la mesa.

Tres generaciones de ángeles. Sus abuelos habían venido desde la Tierra cuando yo no era más que un centenario novato. ¿ Cuántos otros mundos habrían colonizado mientras yo no me enteraba? Y una vez perdido un brazo, ¿crecería otro nuevo?

Sería agradable instalarse en algún lugar para vivir un año entero cada doce meses transcurridos.

Lo que ese hombre me había dicho con respecto a los dolores no era broma. Y no se trataba sólo de la pierna nueva, aunque ardía como aceite hirviendo: para que los tejidos nuevos se adaptaran hubo que debilitar la resistencia de mi cuerpo a las células extrañas; tuve cinco o seis brotes cancerígenos que fue necesario tratar dolorosamente y por separado.

Comenzaba a sentirme desgastado, pero al mismo tiempo me resultaba fascinante ver cómo crecía la pierna nueva. Los hilos blancos se convirtieron en vasos sanguíneos y en nervios; al principio colgaban un poco, pero lentamente fueron situándose en su lugar a medida que crecía la musculatura en torno al hueso metálico. Como me había habituado a verla crecer, el espectáculo no me repugnaba. En cambio, la visita de Marygay me resultó un verdadero golpe; la autorizaron a levantarse antes de que terminara de crecer la piel del brazo nuevo, y apareció en mi cuarto como una demostración de anatomía en vivo. Sin embargo, logré superar la impresión; ella acabó por visitarme durante varias horas por día para jugar a cualquier cosa o para intercambiar chismes; otras veces nos limitábamos a leer, mientras el brazo le crecía lentamente dentro de la envoltura plástica.

Una semana después de aparecer la piel me quitaron el molde y desconectaron la máquina. La nueva pierna era horrible: tenía la blancura de los muertos y carecía de vello, además de estar rígida como una vara metálica. Pero a su modo funcionaba. Pude levantarme y dar unos cuantos pasos. Me pasaron entonces a ortopedia para «reeducación de movimientos», lo cual era un nombre caprichoso para cierta tortura prolongada: consistía en atarme a una máquina que flexionaba al mismo tiempo la pierna vieja y la nueva. La nueva se resistía.

Marygay estaba en una sección cercana donde le retorcían metódicamente el brazo. El proceso sufrido por ella debía ser peor, pues se la notaba cada día más pálida y ojerosa cuando nos encontrábamos arriba, por las tardes, para tomar un poco de sol. A medida que pasaban los días la terapia dejó de constituir una tortura para convertirse en un ejercicio extenuante. Ambos comenzamos a nadar durante una hora diaria en las tranquilas aguas de la playa, custodiadas por el hipertensor. Yo renqueaba aún en tierra firme, pero en el agua me defendía bastante bien.

Aquellos ejercicios en las aguas protegidas eran lo único excitante que podíamos disfrutar en Paraíso…, excitante para nuestra sensibilidad, adormecida por la guerra. Cada vez que llegaba un buque debían apagar el hipertensor por un instante a fin de que el barco no fuera rechazado hacia el océano. De tanto en tanto se deslizaba algún animal hacia el interior del campo, pero los animales de tierra que podían resultar peligrosos eran lentos para cruzar la barrera. En el mar no ocurría lo mismo.

El amo indiscutido de los océanos paradisíacos es un feo parroquiano al que los ángeles, en un arranque de originalidad, bautizaron «tiburón». Sin embargo, aquellos especímenes son capaces de comerse todo un cardumen de tiburones terráqueos sólo para desayunar. El que logró acercarse a la playa era un tiburón blanco de tamaño medio que llevaba varios días deambulando en torno al borde del campo hipertensor, como si le tentaran todas aquellas proteínas que chapoteaban en el interior del mismo. Afortunadamente, dos minutos antes de la desconexión del campo sonaba una sirena; gracias a eso no había nadie en el agua cuando el animal entró, dispuesto a atacar. En la furia de su inútil embestida estuvo a punto de saltar a la playa.

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