Joe Haldeman - La guerra interminable

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Iniciada en 1997, la guerra con los taurinos se arrastra desde hace siglos. Pasando de un mundo a otro a velocidades superiores a la de la luz, las tropas de la guerra interminable envejecen sólo unos pocos días mientras en la Tierra pasan los años; una Tierra más y más irreconocible en cada nueva visita.
Premio Nebula en 1975; premios Hugo y Locus en 1976.

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Medía unos doce metros; era todo músculo flexible, con una cola afilada como una navaja de afeitar en un extremo y en el otro una serie de colmillos tan largos como el brazo de un hombre. Los ojos, grandes globos amarillos, estaban montados sobre tentáculos, a más de un metro de distancia con respecto a la cabeza. La boca era tan grande que, una vez abierta, podía albergar cómodamente a un hombre de pie. Habría sido una foto impresionante para sus descendientes.

No era posible desconectar el campo hipertensor y aguardar a que el animal saliera por su cuenta, de modo que la comisión de diversiones organizó una partida de caza. Por mi parte no me agradaba demasiado ofrecerme como aperitivo para el gigantesco pez, pero Marygay había practicado bastante pesca submarina en su niñez, allá en Florida, y se sintió entusiasmada ante la perspectiva. También yo me uní al grupo cuando descubrí que el sistema empleado para matar al animal era bastante seguro.

Al parecer, los «tiburones» nunca atacaban a quienes iban en bote. Dos personas, más confiadas que yo en las historias de los pescadores, habían llegado hasta el borde del campo hipertensor con un bote a remos, armadas tan sólo con un trozo de carne. En cuanto lo tiraron por la borda el tiburón apareció a la velocidad del relámpago. Aquélla fue la clave para que todos entráramos en el agua, a fin de iniciar la diversión. Parecíamos veintitrés tontos, aguardando allí en la playa con las aletas para los pies, máscaras de oxígeno y espadas. Éstas eran armas realmente formidables, con propulsión a chorro y cabezas altamente explosivas.

Chapoteamos y nadamos en grupos bajo la superficie, en dirección a la criatura, que estaba comiendo. Al principio no nos atacó; en cambio trató de esconder su comida, tal vez pensando que alguno de nosotros podría arrebatársela y privarle de algún pedazo mientras él se encargaba de los otros; pero cada vez que intentaba llegar a aguas profundas chocaba contra el campo hipertensor. Era obvio que comenzaba a enfurecerse.

Al fin dejó escapar la carne y giró en redondo para lanzarse a la carga. Era bueno para las carreras: lo veíamos del tamaño de una sardinita, allá en el otro extremo del campo, y de pronto apareció a poca distancia, grande como un hombre, cada vez más cerca. Fue alcanzado quizá por diez espadas (yo erré el tiro). Pero aun cuando un golpe experto o afortunado le había hecho saltar un ojo y la parte superior de la cabeza, aunque iba dejando tras de sí trozos de cuerpo y entrañas en una estela sangrienta, irrumpió en nuestra fila y atrapó a una mujer entre las mandíbulas, amputándole ambas piernas antes de que se le ocurriera morir.

La llevamos a la playa, casi muerta; allí aguardaba una ambulancia. La llenaron de sangre artificial y anti-shock y salieron a toda velocidad rumbo al hospital; la mujer salvó la vida, pero debió pasar por el tormento de desarrollar piernas nuevas.

Una vez que la terapia se hizo soportable, nuestra estancia en Umbral se tornó bastante grata. No había disciplina militar y sí muchos libros para leer y abundantes naderías en que ocuparse. Sin embargo, pendía una sombra sobre la situación, puesto que, obviamente, no habíamos recibido la baja. Éramos piezas rotas en el equipo, que era necesario arreglar para lanzarlas nuevamente a la refriega. Tanto Marygay como yo debíamos servir aún tres años como tenientes.

Sin embargo, nos correspondían seis meses de descanso y diversión, una vez que nos dieran de alta. Marygay recibió su licencia dos días antes que yo, pero decidió esperarme. Mis sueldos acumulados ascendían a 892.746.012 dólares. Por suerte no me llegó en efectivo; en Paraíso se utilizaba un sistema monetario electrónico, de modo que me fue posible llevar mi fortuna en una maquinita provista de un indicador digital. Cuando quería comprar algo marcaba el número del vendedor y la cantidad a pagar; la suma era automáticamente transferida de mi cuenta a la suya. La máquina tenía el tamaño de una billetera no muy llena; estaba diseñada de modo que sólo funcionara con la huella de mi pulgar.

El sistema económico de Paraíso estaba basado en la presencia continua de miles de soldados millonarios que descansaban y se divertían allí. Una comida modesta costaba cien dólares; una habitación para pasar la noche, al menos diez veces más. Puesto que la FENU era la propietaria de todas las instalaciones, esa desatada inflación era un truco evidente para revertir las pagas acumuladas en la corriente económica.

Marygay y yo nos divertimos como desesperados. Alquilamos un aparato volador y un equipo de campamento para recorrer el planeta durante varias semanas. Encontramos ríos helados donde nadar, selvas exuberantes, praderas, montañas, estepas polares y desiertos. Con sólo ajustar nuestros campos hipertensores individuales quedábamos protegidos del ambiente, cosa que nos permitía dormir desnudos en medio de una ventisca. A veces preferíamos gozar del medio natural. Por sugerencia de Marygay, lo último que hicimos antes de volver a la civilización fue trepar a una colina en el desierto y ayunar durante varios días para aumentar nuestra sensibilidad (o alterar nuestras percepciones, no puedo asegurarlo); finalmente nos sentamos en aquel calor reverberante para contemplar el lánguido fluir de la vida. Después, otra vez a la lujuria. Recorrimos cada una de las ciudades del planeta, encontrándoles siempre un encanto distinto, pero al final regresamos a Skye, donde pasamos el resto de nuestros permisos.

El planeta entero resultaba una ganga comparado con Skye. En las cuatro semanas que utilizamos la cúpula-aérea de placer como lugar de residencia, Marygay y yo gastamos más de medio billón de dólares. Comimos y bebimos las mejores exquisiteces del planeta, apostamos (perdiendo a veces un millón de dólares, o más, en una sola noche) y probamos cuantos servicios y productos no eran demasiado extraños para nuestros gustos, declaradamente arcaicos. Cada uno de nosotros tenía un sirviente cuyo sueldo superaba el de un general.

He dicho que nos divertimos desesperadamente. A menos que la guerra cambiara radicalmente, nuestras posibilidades de sobrevivir en los tres años siguientes eran microscópicas, tramos victimas notablemente saludables de una enfermedad mortal, que trataban de vivir toda una vida de sensaciones en el curso de seis meses. No era poco el consuelo de que, por breve que fuera el resto de nuestra vida, lo pasaríamos juntos. Por alguna razón nunca se me ocurrió que hasta de eso nos veríamos privados.

Mientras disfrutábamos un almuerzo liviano en el «primer piso» transparente de Skye, contemplando el deslizarse del océano por debajo, un mensajero entró precipitadamente para entregarnos dos sobres con nuestras órdenes. Marygay había sido ascendida a capitán; yo, a mayor, debido a nuestros antecedentes militares y a las pruebas efectuadas en Umbral. Yo sería comandante de una compañía; ella, oficial con mando. Pero la compañía no era la misma. Ella debía encargarse de una nueva compañía que se estaba formando precisamente allí, en Paraíso. A mí me correspondía volver a Puerta Estelar para «adoctrinamiento y educación» antes de asumir la comandancia.

Por largo rato nos fue imposible decir palabra. Por fin afirmé débilmente:

—Voy a protestar. No pueden hacerme comandante.

Ella seguía muda. No se trataba de una simple separación. Aunque la guerra terminara y ambos partiéramos rumbo a la Tierra con sólo unos minutos de diferencia, en naves diferentes, la geometría del salto colapsar abriría entre nosotros una brecha de muchos años. Cuando el segundo llegara a la Tierra, su compañero sería probablemente cincuenta años mayor o estaría ya muerto.

Durante largo rato permanecimos sentados a la mesa, sin tocar siquiera la exquisita comida, ignorantes de la belleza que nos rodeaba, conscientes tan sólo de nuestra mutua presencia y de las dos páginas que nos separaban, con un abismo tan profundo y real como la muerte.

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