Al fin desperté en un lugar definitivo. Estaba sujeto con correas a la cama y lleno de tubos de alimentación y electrodos de biosensores. No había médicos a mi alrededor. En la pequeña habitación había sólo otra persona: Marygay, que dormía en la cama vecina a la mía. Su brazo derecho había sido amputado precisamente por debajo del codo.
No la desperté. Pasé un largo rato mirándola, mientras intentaba ordenar mis sentimientos, superando el efecto de las drogas. Aquel muñón no me despertaba simpatía ni repulsión. Traté de forzar tanto una reacción como la otra, pero no lo conseguí. Era como si siempre la hubiese visto de ese modo. No sé si se debía a las drogas, al condicionamiento o al amor. Había que esperar.
De pronto ella abrió los ojos; comprendí entonces que llevaba un rato despierta, pero que me había dado tiempo para pensar.
—Hola, juguete roto —me saludó.
—¿Cómo… cómo te sientes? —pregunté.
¡Brillante, la pregunta! Ella se llevó un dedo a los labios para besarlo, en un gesto familiar, mientras pensaba.
—Estúpida, aturdida. Y feliz de no seguir siendo soldado —respondió, sonriendo—. ¿Te lo han dicho? Vamos camino de Paraíso.
—No lo sabía. Pero tenía que ser hacia allá o hacia la Tierra.
—Paraíso es mejor que la Tierra —observó ella, mientras yo pensaba que cualquier cosa lo era—. ¡Ojalá estuviéramos ya allí!
—¿Cuánto falta para llegar?
—No lo sé —respondió Marygay, volviéndose de cara al cielo raso—. ¿No has hablado con nadie?
—Acabo de despertar.
—Hay una nueva orden que no se molestaron en comunicarnos antes. La Sangre y Victoria debe realizar cuatro misiones; hay que seguir combatiendo hasta haber cumplido las cuatro. A menos que nuestras bajas sean muchas y no convenga seguir.
—¿Cuánto es «muchas»?
—¡Quién sabe! Ya hemos perdido la tercera parte, pero vamos con rumbo a Aleph-7. «Incursión de calzones.» Tal era el nuevo término que aplicábamos a aquel tipo de operaciones cuyo objetivo principal era capturar artefactos taurinos y prisioneros, dentro de lo posible. Traté de investigar los orígenes de la frase, pero la única explicación que se me ocurrió fue completamente estúpida.
Alguien llamó a la puerta. En seguida entró el doctor Foster, haciendo revolotear las manos como si fueran mariposas.
—¿Todavía en camas separadas? Marygay, creí que estabas más repuesta.
Foster tenía razón. Era un pajarillo alborotado, pero demostraba cierta divertida tolerancia por la heterosexualidad. Examinó primero el muñón de Marygay y después el mío. Finalmente nos puso sendos termómetros en la boca para que no pudiéramos hablar y habló con tono serio y directo.
—No voy a pintaros las cosas de color de rosa. Los dos estáis llenos de droga hasta las orejas y la pérdida que habéis sufrido no os preocupará mientras no os prive de ella. Por mi propia conveniencia os mantendré así hasta que lleguemos a Paraíso. Tengo veintiún amputados a mi cargo; me sería imposible manejar veintiún casos psiquiátricos.
»Disfrutad, mientras tanto, de la paz del espíritu. Vosotros dos más que nadie, pues probablemente querréis seguir juntos. En Paraíso os pondrán unas prótesis muy aceptables, pero cada vez que uno de vosotros mire su miembro mecánico, pensará en lo afortunado que es el otro. Cada uno despertará constantemente en el otro recuerdos de dolor y pérdida… Tal vez os tiréis los platos a la cabeza en menos de una semana. Tal vez compartáis un taciturno amor por el resto de la vida. Pero también es posible que lo superéis, que os deis fuerzas mutuamente. Si no es así, no tratéis de engañaros.
Verificó las marcas de los termómetros y tomó nota en su libreta.
—Este médico sabe lo que dice, aunque sea un poco extraño para el anticuado punto de vista que vosotros mantenéis. No lo olvidéis.
Me sacó el termómetro de la boca y me dio una palmadita en el hombro. Imparcialmente, hizo lo mismo con Marygay. Ya en la puerta, agregó:
—Dentro de seis horas entraremos en campo colapsar. Una de las enfermeras os llevará a los tanques.
Pasamos a los tanques (tanto más cómodos y seguros que las viejas cápsulas de aceleración) y entramos en el campo colapsar Tet-2, iniciando ya la loca maniobra evasiva a cincuenta gravedades que nos protegería de los cruceros enemigos al surgir en Aleph-7 un microsegundo más tarde.
Como era de esperar, la campaña de Aleph-7 resultó un fracaso total. Nos retiramos con sólo dos campañas cumplidas, cincuenta y cuatro muertos y treinta y nueve lisiados, para tomar rumbo a Paraíso. Quedaban sólo doce soldados en condiciones de combatir, pero no estaban muy ansiosos por hacerlo.
Para llegar a Paraíso debimos trasponer tres saltos colapsares. Ninguna nave iba directamente desde la batalla a ese sitio, aunque el desvío costara algunas vidas más. Había que evitar a toda costa que los taurinos descubrieran Paraíso o la Tierra.
Paraíso era un planeta encantador, similar a la Tierra, pero aún en buen estado. Así podría haber sido nuestro mundo si los hombres lo hubieran tratado con más compasión que codicia. Selvas vírgenes, playas blancas, prístinos desiertos. Sus treinta o cuarenta ciudades se confundían perfectamente con el medio (una estaba completamente bajo tierra) o eran atrevidas afirmaciones del ingenio humano: Océano, en un arrecife de coral, con seis brazas de agua sobre los techos transparentes; Bóreas, colgada de la abrupta cima de una montaña, en las estepas polares; la fabulosa Skye, una enorme ciudad que flotaba de un continente a otro según la llevaran los vientos.
Descendimos en Umbral, la ciudad de la selva, como se hacía por costumbre. Esta población está constituida en sus tres cuartas partes por un hospital y es, con mucho, la más grande del planeta. Nadie podría apreciarlo desde el aire, al bajar la órbita. El único signo de civilización era una breve carretera que aparecía súbitamente como un pequeño parche blanco, reducido a la insignificancia por los bosques inmensos que avanzaban desde el este y por el océano, extendido hasta el otro horizonte.
Una vez que se entraba en la espesura la ciudad quedaba más a la vista. Entre los troncos, de diez metros de diámetro se alzaban edificios bajos, construidos con maderas y piedras del lugar, conectados entre sí por disimulados senderos de piedra; una avenida ancha bajaba hacia la playa. La luz del sol se filtraba formando parches en el follaje. El aire tenía allí la dulzura de la selva mezclada con el vigor del salitre.
Más tarde supe que la ciudad se extendía a lo largo de doscientos kilómetros cuadrados; cuando las distancias a recorrer eran demasiado prolongadas, uno podía tomar un transporte subterráneo que le llevaría en cualquier dirección. La ecología de Umbral, cuidadosamente equilibrada y mantenida, imitaba la selva exterior, pero sin sus peligros e incomodidades. Un poderoso campo hipertensor mantenía alejados a los animales peligrosos y a los insectos que no resultaban necesarios para la vida de las plantas.
Caminando, renqueando o en sillas de ruedas entramos en el edificio más próximo, que era la recepción del hospital. El resto estaba constituido por treinta plantas subterráneas. Cada uno fue examinado y llevado a una habitación. Traté de conseguir un cuarto doble para compartirlo con Marygay, pero no estaban preparados para dar esa clase de alojamiento.
Corría por entonces el año terrestre 2189. Eso significaba que yo tenía doscientos quince años. ¡Dios, qué viejo carcamal! Por favor, que alguien pase el sombrero… No, no era necesario, el médico que me examinó dijo que transferirían mis sueldos acumulados de la Tierra a Paraíso. El interés compuesto me ponía en un tris de convertirme en billonario. Me comentó que en Paraíso había muchas formas de gastar ese dinero.
Читать дальше