Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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La estrella de los gitanos: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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—Éste es un día alegre, Yakoub Rom —dijo Periandros con una voz carente de la más minúscula molécula de alegría. Llana, monótona, un zumbido inhumano —. Eres bienvenido ante nos.

Nos, nada más que eso. ¡Había reinventado el nos real!

Tenía el vino preparado para mí. Tomé la copa. También aquello había perdido su sabor: insípido y ácido, un mal año. Sentí deseos de decirle que se suponía que el vino de bienvenida tenía que ser dulce.

En vez de ello hice el gesto formal que el baro rom hace cuando se halla delante del emperador. Quizá Periandros pensara que era un honor, pero todo lo que yo estaba haciendo era reforzar el mío. Afirmar mi status de rey, antes que afirmar el suyo de emperador. Él no tenía por qué saber aquello.

Consiguió esbozar una pálida y aleteante sonrisa. Una auténtica emoción, estilo Periandros. El equivalente de Periandros de un enorme y rugiente abrazo.

—Ha habido mucha confusión, ¿verdad? —dijo —. ¡Cómo detesto la confusión! —(¿Olvidando ya el nos?) —. Pero el tiempo del caos ya está terminando. La corona imperial ha descendido sobre nos. —(No, sólo un uso inconsistente) —. Y haremos todo lo posible por restablecer el orden en el Imperio. —Una mueca de satisfacción —. Ya hemos hecho mucho, en realidad. Por ejemplo, hemos ayudado a vuestros hermanos romanis en sus tiempos de dificultad.

Metiéndose en nuestros asuntos internos, matando a mi hijo. Sí, una ayuda maravillosa.

—¿Crees realmente que ha desaparecido la confusión, Periandros? —dije.

Siseos y jadeos de sorpresa entre los grandes lores, Una feroz mirada de negro odio de Periandros. Demasiado tarde me di cuenta de mi error. Tutearle y llamarle por su nombre, y sin siquiera el Lord delante. El antiguo Lord Periandros había desaparecido dentro de la grandeza real, lo que Julien llamaba la gloire , del Decimosexto emperador.

No había pretendido insultarle. Simplemente se me había escapado. Recuerdo, al fin y al cabo, el día en que Periandros se había sentado por primera vez entre los grandes lores. No hacía tanto tiempo de ello. La mirada de disculpa del Decimoquinto, como si dijera: es una criaturilla peculiar, lo sé, pero me resulta útil. Me resultaba difícil tomar a aquella criaturilla peculiar en serio. Sentada en el trono de mi viejo amigo. Pero ahora él era el emperador. Al menos, yo había decidido considerarle como el emperador. En bien de la conveniencia. Cubrí mi error con una rápida disculpa. Los viejos hábitos tardan en morir, etcétera, etcétera. Periandros pareció suavizarse algo.

—Ni nos hemos conseguido acostumbrarnos aún por completo a nuestra nueva y encumbrada posición —confesó.

Admiré la elegancia gramatical de aquella confesión. Hubiera podido decir ni nos mismos, lo cual hubiera sido una estúpida redundancia. Pero, por supuesto, yo no había pensado tanto en las sutilezas del nos real como indudablemente lo había hecho Periandros.

Dije piadosamente:

—Debe ser una gran carga, Majestad.

—Nos hemos preparado para ella durante toda nuestra vida. Hay una larga tradición de servicio imperial, ¿sabéis?, en mi mundo de Sidri Akrak. —(Hasta ahora se estaba comportando bien con el nos) —. El Séptimo emperador, y de nuevo el Undécimo…, y ahora, una vez más, nuestro mundo se ha visto honrado en las cúspides del Imperio. —Se inclinó hacia delante, mirándome fijamente, como si intentara leer mi pensamiento. Que Dios me ayudara si podía: hubiera visto el desprecio hasta su miserable alma resplandecer en todas mis circunvoluciones cerebrales, y cinco minutos más tarde yo estaría deseando hallarme de vuelta sano y salvo en la acogedora oubliette de Shandor. Se humedeció los labios —. Este asunto de vuestra abdicación…, ¿cómo se supone que debo interpretarlo?

—Simplemente como un asunto interno rom, Majestad. Una maniobra política, quizá no juiciosamente concebida.

—Ah.

—Ha sido invalidada. Anulada. En lo que a mí y mi pueblo se refiere, no ha habido ninguna interrupción en mi reinado.

—¿Y las pretensiones de vuestro hijo Shandor?

—Una aberración, Vuestra Majestad. Una desesperada insurgencia que en la actualidad se halla ya bajo control. Y, con la muerte de Shandor, todo el asunto queda fuera de órbita. No hay otros pretendientes al trono rom.

Periandros pareció genuinamente sorprendido.

—¿Ha muerto Shandor?

—Durante la invasión de Galgala por parte de las tropas imperiales —dije, quizá demasiado secamente.

Consultó con sus grandes lores. Hubo rápidos murmullos en el opaco dialecto akraki del imperial. Por lo poco que pude captar, vi que Julien me había dicho la verdad cuando señaló que la muerte de Shandor no era obra de Periandros, sino que había sido una contribución espontánea de un general con un exceso de celo. Lo cual al menos me permitiría sentirme un poco mejor en mis tratos con Periandros. Cuando se volvió de nuevo hacia mí, había una mirada casi de compasión en sus ojos. O trastornos intestinales, aunque yo lo interpreté como compasión. Concedámosle algo de crédito. Las emociones humanas iban en contra de su naturaleza, pero se esforzaba. Expresó sus condolencias, y yo le di las gracias. Le dije que Shandor había sido una gran prueba para mí, pero que pese a todo era sangre de mi sangre, etcétera, etcétera. El Decimosexto asintió solemnemente. Con toda probabilidad se sentía muy fascinado por nuestra extravagante y antigua costumbre rom de preocuparnos tanto por los miembros de nuestras familias.

Al cabo de un rato, con evidente alivio por su parte y de hecho también por la mía, dejamos a un lado el tema de Shandor y volvimos al tema del poder, que era mucho más cómodo para ambos.

A su manera personal, frunciendo mucho la boca, reconoció que les dos nos hallábamos en una situación altamente precaria. Pensé que mi situación era considerablemente menos precaria que la suya, pero decidí compartir su opinión. Era lo suficientemente listo como para saber que no se necesitaba un monstruo como Shandor para derribar un rey. Alguien tan leal y dedicado como Damiano podía hacerlo, si empezaba a creer que yo me estaba volviendo demasiado viejo e impredecible como para que pudiera confiarse en mi trabajo. Quizá incluso en connivencia con Polares. Había montones de precedentes en la historia humana de reyes siendo derribados por sus hombres de mayor confianza en aras del bienestar general. Sí, cuanto más pensaba en ello, más arriesgada veía mi posición.

—Sí, nos necesitamos el uno al otro, vos y yo —le dije a Periandros.

La política, dijo el viejo filósofo gaje —Shakespeare, Sócrates, uno de esos— crea extraños compañeros de cama. Nunca imaginé verme a mí mismo inclinándome hacia Periandros. Pero tampoco había imaginado hallar a Periandros sentado en el trono imperial.

Llegamos muy rápidamente a un entendimiento. Habría una espectacular ceremonia pública, con toda la fanfarria, pirotecnia y todo lo demás, a fin de reconfirmarme como Rey de los Roms. El cetro del reconocimiento, toda la parafernalia. Sería invitada toda la nobleza, tanto gaje como rom, de todos los mundos. De hecho, el mayor espectáculo en siglos.

—¿Con lanzas de luz para todos? —señalé.

—Por supuesto, con lanzas de luz —dijo Periandros, irritado —. ¿Cómo podríamos pasarnos de las lanzas de luz, con toda la nobleza reunida aquí?

—Sólo me lo preguntaba —dije.

Pero no, él estaba planeando hacerlo a lo grande, y al diablo los costes. Podía ver lo serio que era al respecto, con sólo tener en cuenta lo que iba a gastar en ello. Aunque se me ocurrió la idea de que tal vez nos pidiera que nosotros contribuyéramos también. Lo cual seria lógico. La ceremonia de reconsagración constituiría un enorme beneficio simbólico para ambos. Para mí, barrería la pequeña ambigüedad que se había suscitado cuando Lord Naria, actuando como regente, había posado el cetro sobre los hombros de Shandor. Para Periandros, serviría igualmente para invalidar lo que Naria había hecho, invalidando así retroactivamente el osado despliegue de autoridad imperial del otro lord. Todos los mundos sabrían que Yakoub Nirano era ahora y para siempre Rom Baro, Rex Romaniorum; e implícito en el reconocimiento de Periandros de mi persona como rey estaba mi reconocimiento de él como emperador.

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