Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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La estrella de los gitanos: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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Pero por supuesto nunca estuvieron en condiciones de poder elegir Galgala, Xamur o Nabomba Zom. Esos mundos son nuestros por derecho de descubrimiento.

La Capital no es un lugar terrible. Es un mundo pequeño, uno de los seis que orbitan en torno a un pálido sol amarillo verdoso, y posee un clima suave, ríos y afluentes, flores y árboles, aire que puedes respirar sin necesidad de adaptadores, una sensación general de confort y placidez. Pero los océanos son poco profundos, y sus montañas son bajas y romas, y sus pájaros son grises y marrones. Un planeta triste, un pequeño mundo seguro, un decente lugar a medio camino de todo. Quizá por eso les gusta tanto a los gaje. Pero ni siquiera han conseguido darle un auténtico nombre.

Naturalmente, han construido en él una absurda y fantástica ciudad imperial hecha de mármol y llama, una gran empresa chillona, resplandecientes torres y amplias avenidas y brillantes luces, con el habitual cristal y esmeralda y alabastro por todas partes. ¿Pero qué otra cosa puede esperarse de los gaje? Teatralidad, espectacularidad, sobremagnificencia ridícula. Pero en ese caso hubieran debido edificar su capital en algún otro planeta distinto a la Capital. Del mismo modo que el cráter Idradin parece incongruente en su fealdad contra la belleza inmaculada de Xamur, la ciudad imperial parece locamente fuera de lugar en la Capital. Es como un colosal diamante lanzando el resplandor de sus facetas en medio de una diadema de cartón.

Bien, no importa. La Capital es el gran lugar de los gaje, y yo soy un simple gitano zarrapastroso, que no sabe nada del auténtico esplendor. Quizás algún día llegue a comprender mejor la Capital de lo que la comprendo ahora. Pero el comprender la Capital no tiene para mí la menor importancia.

Pese a todo su esplendor, el centro imperial tenía un aspecto intranquilo, como provisional, cuando llegamos a él. Era como una ciudad que apenas estuviera recuperándose de una guerra…, o preparándose para una. Los estandartes celestes, verdes y rojos, que rendían homenaje al Decimoquinto, habían sido apagados. Sólo un puñado de los nuevos con los colores del Decimosexto había sido alzado, y así el cielo parecía extrañamente vacío. En el anillo exterior de la ciudad, donde docenas de resplandecientes lanzas de luz brillaban normalmente en honor de los lores de otros mundos que acudían de visita, todo estaba a oscuras. Nunca había visto el lugar así antes.

Aquella oscuridad me desconcertó. ¿No había otros lores de visita en aquellos momentos? Y si los había, ¿no ponían ninguna objeción a la ausencia de sus lanzas? Quizá todos los vasallos imperiales se mantenían alejados de la Capital hasta que estuvieran absolutamente seguros de que Periandros era el emperador al que debían rendir vasallaje. Bien, aun así, yo era un vasallo imperial, y estaba allí. ¿Dónde estaba mi lanza de luz? La eché en falta. Quizá fuera el único allí. Tal vez Periandros había dicho a todos los demás que se mantuvieran a distancia. ¿Era posible que el Decimosexto, aún inseguro en su trono, creyera que sería mostrarse equivocadamente provocativo si exigía el homenaje de los lores planetarios en aquellos momentos? Yo sabía que, en su lugar, yo jamás hubiera hecho algo así. De hallarme en los zapatos de Periandros, yo hubiera estado haciendo tanto alarde como me atreviera de todo mi poder y mi reconocida autoridad. Pero —gracias al Buen Dios y a la Divina Madre y a la Santa Sara-la-Kali— Periandros se hallaba en los zapatos de Periandros, y yo me hallaba bien metido en los míos.

—¿Por qué no hay encendida ninguna lanza para mí? —pregunté a Julien, poco después de haber sido instalado en el opulento palacio de huéspedes, en la Plaza de las Tres Nebulosas, que el Imperio mantiene para uso exclusivo del rey rom cuando acude de visita a la Capital.

—Hay un problema con las lanzas —dijo Julien diplomáticamente.

—Supongo que sí —admití.

—Consumen una gran cantidad de energía. Nos hallamos en tiempos difíciles, mon ami .

—Oh. Lo olvidé. El frugal Periandros.

—Ha ordenado una drástica reducción en el consumo superfluo de energía. Me temo que, temporalmente, no habrá más lanzas de luz. Total, sólo es una exhibición inútil, ¿no crees, mon vieux ? ¿Esas candelas romanis brillando constantemente?

—Veo que el emperador tiene sus propios estandartes celestes.

—Sólo unos cuantos —dijo Julien, incómodo —. Al fin y al cabo, debe afirmar su presencia imperial. Pero observarás que allá donde el Decimoquinto tenía centenares de estandartes en el cielo, el Decimosexto apenas tiene unos pocos. Un mínimo simbólico.

—Yo también tengo una presencia que afirmar —indiqué —. Me gustaría tener mi lanza de luz, Julien.

Cher ami , te lo suplico…

—Sí —dije —, mi buena y vieja lanza de luz, brillando púrpura, quinientos metros de alto, diciéndole a la Capital que el baro rom se halla aquí aguardando audiencia con el emperador…

Julien se veía miserable, y no hacía ningún intento por ocultarlo. Pero comprendió lo que yo quería decir. Generalmente me importan un comino las lanzas de luz y los estandartes y las banderas y las medallas y todas las demás trivialidades de este tipo. Pero aquéllos eran tiempos de prueba para todo el mundo. Periandros me debía la cortesía de una lanza. De una forma sutil o no sutil —no era asunto mío—, Julien debería transmitir mis deseos a su amo. Entonces Periandros se vería obligado a sopesar su necesidad de reducir al mínimo los óbolos contra el deseo del venerable rey rom de un poco de pompa y espectacularidad. Y yo descubriría exactamente dónde me hallaba en la estima del nuevo emperador, y cuánta palanca podía ejercer sobre él en los difíciles tiempos que se avecinaban.

El cielo permaneció a oscuras la noche siguiente. Pero, a la otra noche, vi la tradicional lanza de luz real rom atravesar los cielos apenas se hubo puesto el sol.

En su hospitalidad, al menos, el nuevo emperador era pródigo…, o tal vez Julien había arreglado simplemente las cosas como creía que debían ser arregladas. Eso era lo más probable. Periandros hubiera sufrido un ataque de apoplejía si hubiera sabido lo que Julien estaba gastando para mantenerme distraído mientras aguardaba a los consejeros que había llamado para mis reuniones con el emperador.

El inmenso Y espléndido palacio rom se hallaba en un orden inmaculado y disponía de pelotones de sirvientes —robots, androides, esclavos humanos, dobles de esclavos—, un personal tan enorme que resultaba ridículo. Las más espléndidas comidas y vinos se hallaban disponibles a cualquier hora del día y de la noche. Músicos, bailarines, barrios, lo que quisiera. Y otros servicios. Era embarazoso. ¿Quién necesitaba todas esas multitudes, ese jaleo? Especialmente a la luz del tipo de hospitalidad que mi propio hijo me había proporcionado. No era que deseara las cosas que se arrastraban sobre mi cuerpo y las comidas de gachas, entiendan; pero esto iba demasiado en dirección opuesta. Supongo que se darán cuenta ustedes de que éste no es el espíritu rom, esto es puro lujo. Es la idea gaje del espíritu rom, tal vez: o quizá los gaje se sientan tan culpables acerca de la forma que nos han tratado a lo largo de los milenios que ahora tienen la sensación de que deben corregirse a su excesiva manera cuando un baro rom llega a la ciudad.

Día tras día mi gente fue llegando a la Capital, trayendo noticias del horrendo caos que se había extendido por todos los mundos durante el tiempo de mi encarcelamiento, y —¡sean alabados todos los dioses y demonios!— el maravilloso restablecimiento del orden que había seguido al hundimiento de la insurrección de Shandor. Los lores gaje podían seguir disputando, pero al menos nosotros los roms teníamos nuestras rutas espaciales abiertas de nuevo y las naves cumpliendo regularmente con sus horarios.

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