Pero no lo hice. Me detuve muy erguido y desafié el resplandor con el resplandor de mis propios ojos. No puedes aparecer delante del palacio de un rey y empezar retrocediendo en los escalones de la entrada. No si tu intención es sacar a patadas a ese rey de su trono, y eso era lo que había venido a hacer. Metafóricamente, por supuesto.
Había guardias armados delante del palacio, vestidos con llamativas túnicas de tela de oro. Sentí deseos de echarme a reír ante aquello. ¡Guardias! ¡En el palacio del Rey de los Roms! ¿Desde cuándo el Rey de los Roms necesitaba protegerse tras un puñado de guardias? Dios sabe que no había actuado así cuando yo era el rey.
Pero ahora ya no era el rey. Shandor era el rey. Y Shandor hacía las cosas de un modo distinto.
Los guardias me miraron con aire de superioridad. Parecían arrogantes y seguros de sí mismos, pero pude ver que sudaban debajo de su arrogancia, porque sabían quién era yo y les asustaba. Les aterraba .
—Identifíquese —dijo el guardia que estaba al frente, rostro plano y ojos como cuentas.
—Conoces malditamente bien mi nombre —respondí.
—Nadie sube esta escalinata sin identificarse.
—Mi rostro es mi identificación.
Se puso verde. Parecía como si estuviera a punto de caer enfermo.
Acerqué mi nariz a la suya.
—¿Ves estos ojos? ¿Ves este bigote?
Los guardias intercambiaron miradas intranquilas. Un segundo guardia, alto y muy moreno, con un clásico rostro rom —hubiera podido ser uno de mis nietos, o quizá de mis biznietos— avanzó unos pasos y dijo:
—Señor, las reglas exigen…
—Al diablo las reglas. Estoy aquí para ver a Shandor.
—Hay formalidades…
—¿Para mi ? Deberías estar de rodillas en el suelo besándome las botas, ¡y me estás hablando de formalidades!
El segundo guardia suspiró.
—Anotad en el registro. Su Ex Majestad Yakoub…
—Su Excelencia y Beneficencia —añadí.
—Su Excelencia y Beneficencia Su Ex Majestad Yakoub…, esto…, solicita audiencia con el Rey Shandor, ¿es eso?
—Solicita audiencia con Shandor, sí.
—Anotad. Solicita audiencia con el Rey Shandor en el palacio de Galgala, el día catorce de berilio de 3162…
Y siguieron con sus preciosas formalidades. Apenas les presté atención. Mi mente estaba a un millón de parsecs de distancia. Saltando de mundo en mundo, recordando viejas glorias, trazando nuevos planes. Un mal hábito el mío. Pero creo que ya soy demasiado viejo para romper con mis hábitos. Y tampoco deseo hacerlo. Pero al cabo de un minuto volví a prestar atención a los guardias del palacio, y descubrí que estaban hablando por el intercom con algún funcionario del interior del edificio, programando una audiencia para dentro de dos o tres semanas. Yo no acepto audiencias. Adelanté la mano, corté el contacto y dije:
—Dile a Shandor que Yakoub le verá ahora mismo.
—Pero…
Pero yo ya estaba en camino. Hubieran tenido que detenerme por la fuerza para retenerme fuera. Por un momento parecieron considerar la posibilidad, creo; pero no se atrevieron. En vez de ello, los dos que habían estado hablando conmigo echaron a andar tras de mí, uno a cada lado, manteniéndose cerca de mí como temblorosas alas, mientras los otros echaban a correr para transmitir la noticia de que algo no habitual estaba ocurriendo. Subí la escalinata a buen paso, dejando atrás las banderas del reino, dejando atrás las nubes de polvo dorado en sus retenedores magnéticos, dejando atrás los emblemas de todos los mundos que los viajeros roms habían descubierto, dejando atrás los demás símbolos y oropeles que tan bien conocía de mis cincuenta años o así de residencia en aquel edificio cuando era Rey de Todos los Gitanos. Y estuve dentro.
En realidad, no era exactamente un palacio. Nunca nadie había pretendido que lo fuera. Desde el exterior todo es brillo y relumbre, pero eso se debe a que es de oro. Dentro es un edificio más bien humilde. Eso también es intencionado. Deseamos honrar nuestros humildes orígenes, cuando vivíamos en traqueteantes carromatos tirados por caballos y vagábamos por toda la vieja Tierra afilando cuchillos y leyendo la buenaventura y vaciando bolsillos. Así que decoramos nuestro palacio con mucho brillo superficial —un rey tiene que ser al menos un poco regio—, pero el edificio en sí, básicamente, no es mucho más lujoso que aquellos viejos carromatos. Dejamos los grandes e imponentes edificios para nuestro colega el emperador, allá lejos en la Capital, como llaman los gaje a ese excesivamente grande e imponente planeta suyo en el corazón del Imperio.
Ellos necesitan ese tipo de cosas. Les hacen sentirse importantes, y Dios sabe que lo necesitan. Un palacio no precisa grandeza. Es grandeza, sólo por el hecho de existir.
Nuestra propia sala del trono, para darle un nombre que no merece, está recubierta con tapices oscuros e iluminada con antiguas y humeantes lámparas. Shandor se sentaba prácticamente en la oscuridad, mirándome con el ceño fruncido, cuando entré en ella. Creo que una de sus mujeres gaje estaba allí también en alguna parte, pero desapareció cuando yo entré. Su inconfundible olor quedó atrás en el aire.
Casi no le reconocí. Debía haberse hecho una remodelación no hacía mucho, y no parecía tener más de treinta o cuarenta años. Una piel tersa y olivácea, pelo negro, incluso una nariz nueva. Pero bajo todos aquellos cambios dictados por su vanidad pude ver todavía los duros y brillantes ojos de Shandor, sus anchos pómulos, sus gruesos labios. Los rasgos roms. Como los míos. Como los de mi padre. Inerradicables. La tiranía de los genes.
—¿Qué demonios estás haciendo tú aquí? —restalló. Luego agitó la cabeza —. Pero no eres tú, ¿verdad? Sólo eres su doble.
Estaba intentando parecer feroz, y debo reconocer que lo estaba consiguiendo. Shandor era un hombre feroz, de acuerdo, y peligroso. La sangre de los inocentes chorreaba de sus manos. No olviden que la gente acostumbraba a llamarle el Carnicero de Djebel Abdullah, antes de que se hiciera absolver de esa repugnante atrocidad. Pero también era nervioso. Siempre había actuado nerviosamente. En eso era diferente de mí, y de todos mis demás hijos. Nosotros sabíamos cómo mantenernos tranquilos, al menos exteriormente. Desde un principio había habido algo distinto en Shandor.
—No soy ningún doble —dije —. Soy el auténtico. El genuino. Pensé que debía hacerte una pequeña visita.
—No emplees tus trucos conmigo. Nos conocemos hace demasiado tiempo. ¿Qué te da derecho a entrar aquí de este modo?
—¿Derecho? ¿ Derecho ? ¿Tengo que pedir permiso para saludar a mi propio hijo?
—El rey —corrigió.
Le miré fijamente.
—Eres un pequeño bastardo —dije —. Y estúpido además. ¿Cómo conseguiste hacerte coronar? Sabes bien quién es el rey, Shandor.
Pensé que sus ojos iban a salírsele de las órbitas. Probablemente nadie le había hablado así en noventa años.
Su rostro se contrajo. Sus dedos se contrajeron también. Agitó los labios, pero ningún sonido brotó de ellos excepto pequeños gruñidos roncos. Quise creer que era el miedo lo que atenazaba su voz, y quizá fuera así, en cierto modo. Pero sobre todo era la rabia. Necesitó unos instantes para recuperar el control, y cuando consiguió hablar de nuevo lo hizo con una quebrada y chillante explosión, casi patética:
—¡Abdicaste!
—¿De veras? ¿Lo creíste?
—Hiciste mucho ruido por todas partes diciéndole a todo el mundo que ya estabas harto de ser rey. Desapareciste, y nadie supo nada de ti durante años. Te ocultaste Dios sabe en qué planeta deshabitado en algún lugar fuera del Imperio, inhibiéndote de tus responsabilidades, dejando que nuestro querido pueblo se las apañara como pudiera, ignorando…
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