Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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La estrella de los gitanos: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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—¡Pero es Vabrikant ! El mejor hombre que haya pisado nunca este jodido lugar.

El vigilante me miró como si yo me hubiera vuelto loco e hizo un rápido gesto con el pulgar, indicándome que volviera allá donde me correspondía. Yo no pensaba hacerlo. Me acerqué a él, hasta que prácticamente nuestros rostros se tocaron, y señalé furiosamente a Vabrikant.

—¡No tiene por qué morir! ¡Llevadlo a cirugía! ¡Al menos dadle algo contra el dolor! —Una gélida mirada fue la única respuesta que obtuve —. Maldita sea, ¿acaso no sois humanos? Un hombre está tendido ahí en el suelo con las entrañas colgándole fuera, ¿y ni siquiera vais a hacer nada?

El vigilante llevaba su porra en una mano y su látigo sensorial en la otra. Vi el ramalazo de irritación y furia en sus ojos, y supe que si no retrocedía al siguiente momento iba a golpearme. Pero no me importaba. Seguí señalando y gritándole, y cuando esto no pareció hacer ningún efecto sujeté su brazo y le hice volverse en redondo.

No me golpeó con la porra. Lo hizo con el látigo sensorial. No estaba preparado para aquello. El látigo sensorial es un arma que normalmente sólo es usada en casos extremos. Puede matar. Pensé que me había matado. Nunca había conocido tanto dolor en toda mi vida. Sentí como si me hubieran hendido la cabeza con un pico. Mi cabeza rodó hasta que casi se desprendió de mis hombros y mi corazón dejó de latir y mis pies cedieron bajo mi cuerpo y caí, asfixiándome y jadeando, mordiendo el esponjoso suelo.

Cuando recuperé el conocimiento las paredes parecían girar a mi alrededor. El techo del dormitorio había desaparecido, los kilómetros de materia esponjosa que teníamos encima habían sido volados y vi el cielo abierto, y estaba lleno de brillantes torbellinos amarillos como relámpagos danzando arriba y abajo. Mi visión se aclaró gradualmente y vi al vigilante recortado contra el resplandor de luz amarilla. Estaba de pie encima mío, aguardando para ver qué iba a hacer yo a continuación.

El movimiento más sensato hubiera sido alejarme rápidamente de él. Olvidarlo todo acerca de Vabrikant y arrastrarme a algún tranquilo y oscuro rincón del dormitorio, si me quedaban fuerzas suficientes para ello, y lamerme mis heridas, si podía recordar dónde estaba mi lengua. De otro modo, si causaba algún problema más, el vigilante iba a golpearme con el látigo sensorial una segunda vez, y esa segunda vez seguro que me mataría. Yo era joven y muy fuerte, pero acababa de recibir una tremenda sacudida de energía a través de todo mi sistema nervioso. Un segundo golpe de la misma magnitud y estaba acabado.

Cualquier persona sensata sabía eso. Y yo era una persona sensata. Normalmente.

Pero también sabía que Vabrikant iba a morir muy pronto si yo no hacía nada. Y que yo probablemente iba a morir pronto también, porque había agarrado furioso el brazo de un vigilante, y eso me señalaba como extremadamente peligroso. Se supone que los esclavos no les dicen a los vigilantes lo que tienen que hacer. Se supone que jamás les ponen la mano encima. La próxima vez que me saliera de la línea los vigilantes acabarían conmigo.

Débil, aturdido, me puse en pie. Temblaba como un hombre atacado de parálisis. Mis brazos colgaban como si no tuvieran huesos. Había envejecido mil años. El vigilante me observaba burlonamente. Tenía el látigo sensorial enrollado, preparado para usarlo, pero sabía que yo iba a alejarme derrotado. Un hombre que ha sido golpeado de aquel modo no vuelve a por más. Es algo de sentido común. Así que cuando di un par de tambaleantes pasos en su dirección pensó que simplemente estaba desorientado. Quería ir en la otra dirección. Los relámpagos amarillos seguían estallando en todo mi cerebro y apenas podía enfocar los ojos. Transcurrió un momento antes de que se diera cuenta de que el sentido común me había abandonado y que yo estaba a punto de hacer la cosa más estúpida de mi vida; y entonces ya fue demasiado tarde para él. Alzó el látigo y se preparó para dar el golpe fatal, pero yo me deslicé suavemente por debajo de su brazo, moviéndome con mucha mayor rapidez de la que tenía derecho, sorprendiéndonos a los dos. Y le arranqué el látigo de la mano, y le dije lo que iba a hacerle con él; y entonces giré el control de fuerza del látigo a su nivel más bajo y le azoté.

No deseaba matarle. Ni siquiera quería que perdiera el conocimiento. Sólo tenía intención de hacerle daño, una y otra vez, hasta que se arrodillara, hasta que suplicara, hasta que gritara. Deseaba torturarle tanto en cinco minutos como yo había sido torturado en dos años en aquel mundo. As¡ que le azoté al nivel más bajo de energía y volví a azotarle, y luego otra vez. El control de sus esfínteres cedió al tercer golpe. Cayó y se arrastró, sollozando, gimiendo, mordiendo el suelo, golpeándolo con manos y pies en un desesperado dolor. Suplicándome que parara. Disfruté no parándome.

Llegaron corriendo otros vigilantes, por supuesto. Con un pie en la espalda del caído, los detuve.

—Retroceded o le golpearé de nuevo. No voy a matarle de inmediato. Sólo seguiré golpeándole.

Se miraron entre sí, desconcertados. Quizá no les importara en absoluto lo que yo le hiciera a su compañero. Pero nadie quería aceptar la responsabilidad.

—Llamad al robot médico —dije —. Llevaos a Vabrikant dentro y haced que le cosan la herida.

—Está muerto —dijo uno de los vigilantes.

—Lleváoslo de todos modos. Intentad resucitarlo. Haced todo lo que podáis. —Agité amenazadoramente el látigo sensorial en su dirección —. Adelante. ¡Hacedlo!

Nadie se movió. Le administré otro latigazo al vigilante en el suelo.

—Hacedlo —gimió éste. Y luego, en un chillido —: ¡Hacedlo!

—Vabrikant está muerto.

—¡Hacedlo de todos modos!

Enviaron a buscar al robot médico. Alzó a Vabrikant, sujetándolo como un muñeco que va perdiendo todo su relleno por el camino, y se lo llevó cliqueteando.

¿Y ahora qué? Mantener al vigilante como rehén no iba a protegerme mucho tiempo. Podía morir en cualquier momento por efecto de los latigazos, aun a su nivel más bajo de energía, y entonces no tendría ninguna palanca sobre todos los demás. O quizá los demás decidieran que no valía la pena preocuparse por é: y simplemente se lanzaran sobre mí desde todos lados. Por aquel entonces debían estar pensando ya que si no me controlaban rápido podían encontrarse con una rebelión de esclavos a gran escala entre las manos. Tenían sus látigos sensoriales, por supuesto, pero ellos no eran muchos, y nosotros demasiados.

Tenía que salir de allí.

—Levántate —le dije al vigilante a mis pies.

—No puedo.

—Levántate o te mato.

De alguna forma, lo hizo. Estaba temblando, y sollozaba incontrolablemente. Podía oler su terror. Era el prisionero de un rom loco, y ahora esperaba que yo hiciera cualquier cosa. Estaba en lo cierto.

—Empieza a retroceder fuera de aquí.

—¿Dónde me llevas?

—No te importa. Simplemente muévete. Un paso detrás de otro, muy cuidadosamente. Tienes el látigo sensorial detrás mismo de tu nuca. Si haces algo que no me guste te golpearé tan fuerte que serás incapaz de sacártela de los pantalones antes de orinar. Vamos a ir a los túneles.

—Por favor…

—Vamos.

—Tengo miedo. No soporto ese lugar. ¿Qué vas a hacerme?

—Lo descubrirás cuando lo descubras.

Le hice encaminarse hacia uno de los túneles orientales, manteniéndole entre yo y los demás vigilantes. Nos siguieron un trecho, pero no tenían instrucciones para cubrir esta situación, y retrocedieron, inseguros. Al cabo de diez minutos alcanzamos un lugar donde se entrecruzaban siete u ocho túneles. Ahora tenía a mis espaldas dos años de merodear por aquellos túneles, y una idea bastante aproximada de por dónde iban; los vigilantes no. Entramos en la intersección, agarré mi tembloroso rehén que olía espantosamente a mierda y orina, y lo empujé con todas mis fuerzas de vuelta por el corredor que conducía al dormitorio. Lo último que vi de él fue. que echaba a correr hacia los demás vigilantes como un peñasco rodando por la empinada ladera de una montaña. Me volví y desaparecí en el laberinto de túneles.

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