Encadenado. Bien, eso era. Tal vez piensen ustedes que tu propio hijo primogénito debería mostrar más respeto hacia ti. Pero recuerden, se trataba de Shandor. Siempre fue un maldito bastardo, mi hijo Shandor.
Cuando Shandor nació yo ya tenía setenta, ochenta años, o quizá más, lo cual acostumbraba a considerarse como una vida larga. Y él era mi primer hijo, recuerden. Pero, por supuesto, la gente vive mucho más tiempo ahora del que acostumbraba a vivir antes, y es considerado un poco torpe empezar una familia demasiado pronto, aunque te gusten los niños, lo cual supongo que es mi caso. De todos modos, incluso para la época, me casé un poco tarde. Eso no fue culpa mía. De buen grado me hubiera instalado en Nabomba Zom con Malilini cuando recién acababa de cumplir los veinte años, pero, como ya saben, el matrimonio con Malilini no estaba en mis cartas. Después de eso vino el pequeño desvío a Alta Hannalanna, y cuando hube escapado de ese campo de vacaciones en particular necesité unos años para relajarme y disfrutar un poco de la vida, cosa que hice, aunque que me maldiga si puedo decirles dónde pasé esos años, o con quién. Cualquiera tiene derecho a perder unos cuantos años en diversiones sencillas después de pasar por una experiencia como la de Alta Hannalanna. En algún lugar a lo largo del camino me di cuenta de que necesitaba ganarme la vida, y, puesto que el afilar cuchillos y la compraventa de caballos ya no tenían mucho atractivo para un prometedor muchacho gitano, me metí en el negocio de pilotar astronaves. Sabía que tenía el don; nunca había dudado de ello.
Pero un piloto, llevando una existencia más viajera que la de los gitanos normales, no suele tender a establecer lazos matrimoniales realmente fuertes. Él —o ella, como ocurre a veces— simplemente se mueve demasiado. En mi caso entré al servicio de una de las compañías exploradoras, lo cual significa que estaba la mayor parte del tiempo fuera en lugares remotos, descubriendo planetas que nadie hasta entonces había visitado. Hacer esto te proporciona una buena visión de la diversidad de la geografía de nuestro universo, pero no sueles encontrar muchas chicas hermosas en esos lugares. Luego, mi carrera de jockey saltarín se vio también interrumpida durante un tiempo por el asunto menor de mi tercer período de esclavitud, el desafortunado episodio de Mentiroso, del cual procede mi duradera amistad con Polarca, pero que aparte esto no fue muy agradable. Así que transcurrió un tiempo considerable antes de que finalmente tomara esposa y me dedicara a la tarea de perpetuar mi valiosa herencia genética.
Su nombre era Esmeralda, un hermoso y antiguo nombre gitano de entre los mejores. Yo no la elegí. Ella me eligió a mí, o, para ser más exacto, su familia lo hizo, sus hermanos y primos. La razón aparente de que me eligieran fue porque sabían que yo era quien debía casarse con Esmeralda, así que tenían que encontrarme y asegurarse de que lo hiciera. Fue uno de esos típicos y complicados casos que trae consigo el espectrar, en los que causas y efectos se enredan inextricablemente, y pasado y futuro se mezclan en la misma olla y son servidos en el mismo plato, y nunca quedó claro cómo empezó todo. Sigues y sigues adelante, y de pronto te das cuenta de que te hallas metido hasta las ingles en una complicada situación que nunca habías sabido que existiera.
Esmeralda era estupenda. Al principio no la amaba —¿Cómo hubiera podido? Ni siquiera la conocía—, pero creo que al final sí. O al menos sentía cariño hacia ella. Hace tanto tiempo que tengo problemas en recordar. Algunas cosas las recuerdo con absoluto detalle, hasta la última sílaba, pero otras permanecen como borrosas. Su aspecto, por ejemplo. Era una mujer de buena apariencia, eso es todo lo que recuerdo, pero tengo alguna dificultad con los detalles. Una mujer grande, sí, con piernas largas y fuertes y poderosas caderas, caderas aptas para la maternidad. Unos ojos oscuros y brillantes, un pelo lustroso. Respecto a sus demás rasgos, la nariz y los labios y la barbilla, no estoy tan seguro. Creo que era hermosa. Al cabo de un tiempo ganó peso, principalmente de cintura para abajo: la ancló, fue como una especie de lastre. No hubiera debido permitirlo, podía someterse a tratamiento, pero no le importaba. Creo que le gustaba sentirse pesada. Tal vez era una tradición en su familia.
Era un mujer de Iriarte. Es un buen mundo, Iriarte. Siempre me ha gustado pasar ni tiempo allí. Posee un pequeño sol amarillo muy parecido al de la Tierra, y amplios mares azules. Buena parte de Iriarte es seca y montañosa y fría, pero hay espléndidos viñedos que producen parte del mejor vino de la galaxia, y sus ciudades poseen la intensa y pulsante vida del poderío económico. La población es en su mayor parte rom, principalmente del tipo fanfarrón, gente mercantil: empresarios, comerciantes, transportistas. Los roms de Iriarte son los jugadores más locos que conozco: apuestan cualquier cantidad a cualquier tipo de cosa, y normalmente no tienen que arrepentirse luego.
Esmeralda procedía de una familia rica. No rica en el sentido de Loiza la Vakako, propietaria de mundos enteros, pero sí bastante rica. Y en un cierto sentido poseían mundos enteres, aunque estaban deshabitados. Eran tratantes en planetas reacondicionados. Es una espléndida ocupación para un rom. En los viejos días de la Tierra, muchos de nosotros éramos tratantes en ganado reacondicionado. Esto era más o menos lo mismo, sólo que a mayor escala. Toma un caballo viejo con mala dentadura y rellena las coronas con brea para que parezcan los dientes de un caballo joven con los centros negros, sí. Da un toque a su pelo gris con tinta o permanganato de potasio. Haz un corte encima del ojo y utiliza una paja para soplar aire dentro, a fin de que el caballo parezca más sano. Pícalo con un erizo justo antes de llevarle al mercado para que parezca más activo, o métele un poco de jengibre por el ano para que se agite como una carga de caballería. Sí, sí, buenos viejos trucos, una gran tradición, engañar cada vez a los gaje. ¿Qué otra elección teníamos? Había que comer. Y los gaje nos lo ponían tan difícil.
La gente de Esmeralda trabajaba en una línea parecida. Enviaban exploradores —yo era uno de ellos— en busca de planetas con razonables expectativas de habitabilidad, una atmósfera con oxígeno, una gravedad manejable. Una fuente de confianza de aprovisionamiento de agua era algo deseable, pero no siempre necesaria. Un clima decente ayudaba. Había muchos mundos así por los alrededores, aguardando a ser hallados. Por supuesto, algunos de ellos necesitaban unos ligeros retoques antes de que pudieran ser vendidos a quienes se encargaban de desarrollarlos y promover colonias. ¿Formas de vida nativas no amistosas? Ocúltalas fuera de la vista. ¿Problemas de incompatibilidades químicas? No es tan difícil efectuar ajustes locales antes de mostrar un mundo a los compradores potenciales. Sorprendente lo que pueden conseguir unas cuantas toneladas de nitrógeno o sulfato de amonio. ¿Un ambiente decepcionante? Una rápida remodelación del paisaje, y ya está. Cualquier planeta puede utilizar unos cuantos arbustos nativos bien situados y un poco de hierba para cubrir sus extensiones peladas de suelo. ¿Carencia de materias primas? Planta algunos árboles, salpica el terreno aquí y allá con minerales útiles, instala algunas piscifactorías para mejorar la calidad de los ríos y lagos. Suena complicado, pero ellos lo habían convertido en una ciencia, y podían pulir un planeta feo hasta hacerlo relucir en un tiempo sorprendentemente corto. No creían en la posesión de grandes stocks: un turno de rotación rápido, ése era su secreto. Arréglalo, ponlo al mercado, véndelo rápido. Y empieza de nuevo en alguna otra parte.
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