Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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La estrella de los gitanos: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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En aquellos días no había servicio imperial de astronaves de Nabomba Zom a Alta Hannalanna o a Gran Chingada. Y así descubrí por primera vez qué era viajar por el relé de tránsito. Loiza la Vakako y yo fuimos conducidos fuera y atados, y nos colocaron los cascos de viaje y establecieron nuestras coordenadas, de modo que fuéramos recogidos y arrojados al espacio hacia los mundos de nuestra esclavitud.

Loiza la Vakako se mantuvo tranquilo hasta el final.

—Piensa en esto como en parte de tu educación, Yakoub —me aconsejó —. Piensa en todo como en parte de tu educación.

Y sonrió y me envió un beso, y cerraron sobre él su esfera de fuerza. Nunca volví a ver al gran hombre de nuevo, excepto una vez, mucho tiempo después. Mi turno llegó a continuación. Permanecí allí de pie, a solas bajo el sol del mediodía, medio cegado por el resplandor, sin saber en absoluto qué iba a ocurrirme e intentando decirme a mí mismo que todo era para mejor, que todo aquello era, como había dicho Loiza la Vakako, simplemente parte de mi educación. Pero estaba asustado. Mentiría de la forma más abyecta si intentara decirles que no estaba asustado. Toda mi vida se extendía todavía por delante de mí, y sabía que si no moría en aquel abominable salto a través del espacio seguramente perecería en Alta Hannalanna, lo cual me ponía furioso pero al mismo tiempo me llenaba de temor. No era el morir lo que me aterraba más, sino los momentos anteriores a la muerte, cuando yacería allí sabiendo que mi vida iba a serme arrebatada pero antes de iniciarse el proceso. Al menos conseguí controlar mis entrañas; no todo el mundo hubiera podido conseguirlo. Aguardé durante largo rato en medio de un terrible temor, y luego fui arrojado hacia fuera, y el mundo se desvaneció de mi alrededor. Murmuré un conjuro de protección para mí mismo, aunque en aquellos momentos no le atribuía demasiada fe. Y partí girando hacia Dios sabe dónde en mi camino a la esclavitud en Alta Hannalanna.

Ahora, algo así como ciento cincuenta años más tarde, me descubro pensando una y otra vez en aquel primer viaje por el relé de tránsito. Qué miserable me sentí entonces, qué aterrado, por muy absurdo que me parezca ahora. Pero entonces era muy joven y aún no había empezado a ver el mundo de la forma en que lo ven los hombres sabios como Loiza la Vakako. De hecho, todo es parte de tu educación. Nunca aprendes nada ocultándote en la oscuridad y chupándote el pulgar. Es en el agua, y sólo en el agua, donde aprendes a nadar.

Ahora, estaba volando una vez más a través del vacío hacia aventuras desconocidas y un destino ignoto. Pero en esta ocasión ya tenía tras de mí una educación, y estaba preparado para cualquier cosa que pudiera ocurrir. Y así canté y reí y dejé que el tiempo se deslizara a mi alrededor, en mi viaje de vuelta al Imperio desde el helado Mulano, hasta que oí el silbido en mis oídos que me indicaba que había sido captado y que estaba a punto de efectuar mi reentrada en el universo de los hombres.

3

Xamur.

Supe inmediatamente que debía ser allí donde había llegado. Hay un momento de seria desorientación cuando sales del relé, en el que tu mente tiene la sensación como si hubiera sido vuelta del revés como el estómago de una hambrienta estrella de mar, y no puedes distinguir tus dedos de tus orejas. Es algo que dura entre quince segundos y quince minutos, según la resistencia de tu sistema nervioso, y mientras ocurre no es una sensación muy distinta de la que experimentas cuando espectras. Pasé de nuevo por todo ello. Esta vez duró como medio minuto, para mí. Pero aquel medio minuto fue suficiente para decirme que estaba en Xamur. Más que suficiente. Lo supe de inmediato, por la fragancia del aire. Gracias a una sola y suave bocanada de él.

Xamur está listado entre los nueve planetas reales, pero merece algún tipo de designación superior, aunque no puedo pensar inmediatamente en ninguna. Divino quizá sea un título demasiado fuerte. Pero supongo que captan mi idea. El lugar es simplemente el paraíso. Es una tierra de leche y miel y cosas aún mejores.

El aire es puro perfume —no quiero decir que el aire sea como perfume, sino que es perfume—, y el mar podría ser muy bien vino, porque un sorbo de él te hace sonreír y cinco sorbos te ponen eufórico y una docena de buenos tragos te obligan a tenderte con un irreprimible acceso de risa terminal. El cielo tiene un color verde-azulado intenso, fuertemente estriado de rojo y amarillo, una fantástica disposición de colores, y la atmósfera posee alguna propiedad eléctrica que proporciona a todas las cosas un halo resplandeciente, una aurora como de sueño. Bajo ese deslumbrante cielo, el paisaje es sereno y ordenado y perfecto, casi enloquecedoramente relajante, cada árbol situado exactamente en su lugar, cada arroyo, cada colina. Todo es tan hermoso que te echarías a llorar; lo miras, y sientes esa belleza en tu corazón, tu vientre, tus testículos. No puedo decirles quién hizo los mundos de este universo, pero sí sé eso: que quien fuera debió hacer Xamur el último, porque todos los demás planetas no fueron más que bocetos, y Xamur fue a todas luces su producto final, revisado y pulido, del proyecto.

Llegar allí fue un delicioso golpe de fortuna. No puedes esperar una exactitud de siete decimales cuando viajas por relé de tránsito, y al señalar mis coordenadas de destino al abandonar Mulano yo había especificado que cualquiera de los nueve planetas reales serviría. Es decir, excepto Galgala. Galgala estaba bajo el control de mi hijo Shandor, suponía, y no parecía prudente por mi parte entrar directamente en su cuartel general solo y desprotegido antes de saber exactamente qué estaba ocurriendo. Más tarde haría exactamente eso, por supuesto; pero eso sería más tarde. En estos momentos cualquiera de los demás planetas reales sería una aceptable base de operaciones para mí: Iriarte, digamos, o el Marajo de mi primo Damiano, o incluso el errante Zimbalou. De todos modos, si hubiera tenido que elegir alguno, éste hubiera sido Xamur. Y ahora lo tenía. Y él me tenía a mí.

Me detuve allí en aquel primer momento de desconcierto, respirando el perfume y contemplando los girantes colores del cielo y mirando hacia las verdes y gloriosas torres de la ciudad de Ashen Devlesa, cuyo nombre significa «Vaya usted con Dios» en romani. Y me sentí atrapado por una fuerza invisible y barrido al aire. Derivé flotando por encima de los campos en una amplia curva basculante que terminó cuando fui dejado caer como un saco de cebollas sobre un patio descubierto.

Me puse en pie, parpadeando y gruñendo, y miré a mi alrededor. Imponentes columnas de moteada piedra azul me encerraban por todos lados.

—Muy bien, ¿dónde demonios estoy? —le pregunté al cielo. Y el cielo me respondió. El sonido de mi voz activó alguna especie de dispositivo de respuesta, y del mismo aire brotó una agradable voz de sintéticos tonos femeninos que me dijo, primero en imperial y luego en romani:

—Se halla usted en el depósito de retención en Ashen Devlesa del Departamento Imperial de Inmigración de Xamur.

—¿Quiere decir que estoy prisionero?

Un largo e inquieto silencio. ¿Qué estaban haciendo, buscando «prisionero» en el diccionario?

Respiré el perfumado aire, dentro-fuera, dentro-fuera, efectuando pequeños ajustes hormonales para mantenerme tranquilo. Vagos sonidos silbantes y zumbantes brotaron encima de mi cabeza.

Luego, finalmente:

—No es usted prisionero. Se halla en retención. Aguardando los procedimientos normales de autorización para circular libremente por el planeta.

Oh.

Aquello era irritante, por supuesto. Pero en realidad no demasiado sorprendente. O muy amenazador. Era simple burocracia: sabía cómo luchar contra ella. Me sentí algo más tranquilizado.

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