Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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¡Eh! ¡Yakoub! ¡Yakoub! ¡Yakoub!

¡Al fin de vuelta!

2

Si las cosas hubieran ido de modo diferente me hubiera convertido en el yerno de Loiza la Vakako, y a su debido tiempo hubiera heredado probablemente la rica y abundante plenitud que era Nabomba Zom. Realmente, las cosas se encaminaban en esa dirección. Y entonces alguien distinto hubiera sido con toda seguridad el Rey de los Gitanos, porque yo no hubiera permitido que nadie me hablara de dejar mi real y glorioso dominio y mi espléndido palacio para ocuparme de todos los dolores de cabeza y luchas del Reino.

Pero las cosas no fueron así. Quizás en algún otro universo Yakoub se volvió rico y gordo y viejo y soñoliento y murió felizmente en los brazos de su hermosa Malilini hace años, junto alas orillas del mar escarlata. Y la corona de los rom fue a algún brillante líder cuya habilidad era muy superior a la mía y que ya ha reclamado la Estrella Romani para su pueblo y realizado otras muchas cosas maravillosas. Pero en el universo donde vivo todo ha ido de una manera muy distinta.

Supongo que lamento todos aquellos esplendores y toda la felicidad que hubiera podido tener y que perdí. Y supongo que debería lamentarme por todas las dificultades que pavimentaron mi camino después de la caída de Nabomba Zom. De todos modos, sin embargo, ¿tengo algo de qué quejarme realmente? He comido bien y he vivido bien y he amado bien. He realizado grandes tareas y, a menos que me esté engañando mucho a mí mismo, tengo la impresión de que la vida que he vivido no es algo de lo que deba lamentarme, pese a todos los golpes y arañazos recibidos. Necesitamos unos cuantos arañazos, y algo peor que algunos golpes, para enseñarnos el auténtico significado de la palabra felicidad. Y en cualquier caso ésta fue la vida que se suponía que estaba destinado a vivir: no la otra. Aquello fue sólo un sueño.

Sorprendentemente, soy incapaz de recordar cuándo Malilini y yo nos convertimos en amantes, yo que recuerdo tantas cosas en tan minuciosos detalles. Pero fue un proceso gradual, y quizá no hubo una primera vez. Quizá siempre fuimos amantes. Quizá nunca.

Íbamos a cabalgar juntos, e íbamos a nadar juntos a los cálidos arroyos que alimentaban el caliente mar escarlata, y a veces partíamos a espectrar juntos, ahora que había aprendido el truco. Nos deslizábamos a nuestra manera fantasmal hasta la mayoría de los demás mundos reales, Marajo y Galgala y Darma Barros, Iriarte y Xamur. Nunca había soñado que pudieran existir riquezas tales como las que vi en esos nobles planetas. El universo me parecía como un gran himno a la alegría, gritando su belleza desde un millar de gargantas a la vez.

Fuimos espectrando muy lejos en el espacio, pero nunca recorrimos una gran distancia en el tiempo. Un año o dos hacia atrás, cinco, diez, eso era todo. Creo que ella temía penetrar demasiado en los profundos reinos del tiempo. Y en esos días yo no sabía que eso fuera posible, o me hubiera lanzado a ellos hambriento: para ver la antigua y perdida Tierra, para visitar las pirámides de Egipto y los templos de Babilonia, para retroceder hasta la propia Atlantis. ¡Incluso visitar la Estrella Romani! Pero no hice nada de eso, porque no sabía que podía hacerse.

Ahora era un hombre, y Malilini seguía siendo la misma Malilini: hermosa, inalterable, siempre joven. Supongo que finalmente nos besamos. Supongo que unimos nuestras manos y las mantuvimos unidas durante horas. Supongo que salimos riendo del mar carmesí y agitamos nuestros desnudos cuerpos y los secamos al poderoso sol azul y nos volvimos el uno hacia el otro y nos abrazamos. Y luego supongo que llegó un momento en que seguimos más allá del abrazo y ya no hubo límite alguno entre ella y yo, y nos fundimos en uno, con sus largas y esbeltas piernas rodeándome apretadamente, su pálida y graciosa forma y mi musculosa torpeza uniéndose al final. Y luego aquel intenso momento de placer. Pero he perdido los recuerdos de todo ello. Supongo que pensar en esas cosas resultaba demasiado doloroso.

La conocía, pero no la conocía. Ella nunca decía mucho. Era chispeante y etérea, pero también era elusiva, remota, siempre un enigma. ¿Por qué nunca había amado antes? ¿Por qué amaba ahora? Nunca busqué las respuestas. Sabía que nunca las hubiera recibido. Igual hubiera podido volverme a las estrellas de los cielos y preguntarles por qué ésta ardía con un fuego azul y aquélla otra con un fuego rojo, y la de más allá amarillo y la siguiente blanca.

Aun así, quedó establecido al cabo de un tiempo que nos habíamos prometido el uno al otro. Yo empecé a llamar a Loiza la Vakako «padre», y eso pareció completamente natural. Vietoris y mi auténtica familia estaban tan olvidados para mí como los sueños del ayer. Cuando recorría las extensiones de Nabomba Zom en el aero-coche de Loiza la Vakako sabía que estaba destinado a ocupar algún día su lugar como monarca de aquel resplandeciente mundo. Por aquel entonces ya había conocido a los maridos de sus otras hijas y podía decir que cada uno de ellos había fracasado de alguna forma en llenar las esperanzas que Loiza la Vakako había puesto en ellos. Eso era una herida dolorosa para Loiza la Vakako, pero nunca la exhibió. Eran buenos hombres, gobernaban prudentemente y bien sus provincias, pero parecía como si les faltara alguna última medida de profundidad y aliento, y ninguno de ellos heredaría el dominio, sólo aquella parte que era su propio feudo.

¿Y yo? ¿Qué tenía yo que a ellos les faltaba?

No tenía ni la más remota idea. Pero Loiza la Vakako lo veía. De alguna manera veía la realeza en mí, cuando ni yo mismo descubría el menor rastro de ella. Había sido un niño esclavo y luego había sido un mugriento mendigo callejero y ahora, por algún sorprendente giro del destino, estaba viviendo la vida de un joven y rico príncipe, pero los príncipes jóvenes y ricos no son generalmente unos personajes muy profundos, y yo tampoco lo era. Lo que más deseaba hacer era cabalgar por la landa y nadar en el océano escarlata y sumergirme en las brillantes profundidades de los Cien Ojos, y luego volverme a Malilini y deslizar mis temblorosas manos por la parte interior de sus muslos; y de alguna forma Loiza la Vakako veía en mí a un rey. Bien, había un rey oculto dentro de mí, de acuerdo. Pero se necesitaba un Loiza la Vakako para descubrirlo.

Para celebrar nuestro compromiso dio un gran patshiv rom, una fiesta ceremonial. Y ése fue el único error que cometió en toda su serena e intensa vida de sabiduría y previsión, y trajo consigo su ruina y la mía.

La preparación del patshiv duró varios meses. Fue enviado aviso a todos los rincones de Nabomba Zom de que lo mejor de cada cosecha debía ser reservado para él; y los agentes de Loiza la Vakako en todos los planetas reales y en la mitad de los mundos del Imperio recibieron instrucciones de embarcar los más espléndidos alimentos y vinos para nosotros. Las seis hijas casadas de Loiza la Vakako y sus seis principescos maridos iban a estar allí, e incluso el hermano de Loiza la Vakako, el muy moreno Pulika Boshengro, con su rostro sombrío, acudiría desde su reino en uno de los mundos vecinos.

Fue construido un gran pabellón en el patio del palacio, y fueron instaladas largas mesas, a la manera rom, bajo un emparrado de enredaderas de luz que arrojarían una suave radiación sobre toda la fiesta. Luego llegaron los cocineros, pelotones de ellos, legiones de ellos, para preparar y cortar las carnes y picar las guarniciones, sazonar las aves de caza con salvia y tomillo y mejorana, aromatizar los animales de los espetones con pimienta y romero, preparar las enormes bandejas de judías con crema y lentejas, puré de guisantes al vinagre, pepinos con yogurt y eneldo, las olivas, los rábanos, las albóndigas especiadas con nuez moscada, todos los platos preferidos de los roms durante tantos miles de años. ¡Y los toneles de vino! ¡Las botellas de coñac! ¡Los barriles de cerveza!

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