Y cuando todo estuvo preparado y el clan entero se hubo reunido, Loiza la Vakako salió del palacio vestido con tanta majestad y opulencia que me resultó difícil recordar la simplicidad de sus habitaciones privadas, la austeridad e incluso el ascetismo de su vida íntima. Yo caminaba a su lado, vestido con la misma magnificencia. Y Malilini, resplandeciente en su propia belleza y envuelta en algo que parecía no ser más que aire entretejido y que resaltaba como ninguna otra cosa su maravillosa perfección.
Loiza la Vakako tenía intención de que aquella fiesta fuera algo como Nabomba Zom no había conocido nunca. Pasaría a las leyendas de los roms como algo no superado en toda nuestra historia e insuperable para las generaciones futuras. Bien, no se puede negar que fue una fiesta como Nabomba Zom jamás había conocido. Pero no de la forma que Loiza la Vakako tenía en mente. En cuando a ser insuperada e insuperable…, no, eso no.
Ocupamos nuestros asientos en la mesa de honor: Loiza la Vakako en el centro, su hermano Pulika Boshengro a su izquierda, Malilini a su derecha, yo al otro lado de Malilini. Casi todos éramos caballeros y damas del reino, las seis hijas, los seis yernos, el archimandrita local y tres de sus taumaturgos, el cónsul imperial y un puñado de sus hieródulas, vasallos surtidos de las plantaciones lejanas, y una multitud de otros, incluido un cuadro de nobles que Pulika Boshengro habría traído consigo de su propia corte, todos ataviados con las más abigarradas ropas.
Loiza la Vakako extendió sus manos en bendición, invitando a todo el mundo a sentarse.
Los sirvientes escanciaron la primera ronda de vino. Apilaron las ensaladas y, los manjares ahumados en nuestros platos. Todos aguardamos. El invitado del lugar más alejado era quien debía dar el primer mordisco.
Ése era Pulika Boshengro. Se levantó, un hombre pequeño y compacto como su hermano, lleno de contenida energía y pasión. Sus ojos brillaban con una inteligencia glacial.
A su lado, sobre la mesa, estaba su lavuta, su violín, un espléndido y antiguo instrumento gitano. Se decía que aquel Pulika Boshengro era un excelente músico, y que abriría la fiesta con una de las antiguas melodías, una rápida y enérgica canción para iniciar correctamente la celebración. Se produjo un gran silencio. Pulika Boshengro recorrió ligeramente con los dedos el mástil de su violín y tendió la mano hacia su arco. A todo su alrededor la gente del pabellón sonreía y asentía y cenaba los ojos como si ya pudieran oír la música.
Pulika Boshengro pasó el arco por encima de las cuerdas. Pero lo que brotó no fue una dulce melodía gitana. Fueron tres notas discordantes, duras y rasposas.
Una señal. La señal para la acción.
Los secuaces de Pulika Boshengro se movieron con asombrosa rapidez. Antes de que se apagaran los ecos de la tercera nota fui arrancado brutalmente de mi silla y puesto en pie, y sentí un brazo apretarse contra mi garganta y un cuchillo clavarse ligeramente en mis riñones. A todo lo largo de la mesa de cabecera estaba ocurriendo lo mismo a Loiza la Vakako, a Malilini, a los seis yernos y sus esposas. Secos jadeos de sorpresa brotaron de los invitados de las demás mesas, pero nadie se movió. En un solo instante todos éramos rehenes.
Volví la cabeza hacia la izquierda y miré más allá de Malilini a Loiza la Vakako. Su rostro estaba tranquilo y sus ojos no mostraban ninguna turbación, como si hubiera visto venir aquello y no se sintiera sorprendido en absoluto, o como si creyera que la fuerza de su alma era tal que ni siquiera el ser apresado en la mesa de su propia fiesta podía alterar su dignidad. Me sonrió.
Entonces uno de los hombres de Pulika Boshengro lanzó un gruñido de alarma. Señaló a Malilini.
Aunque viva hasta los mil años, aquel momento seguirá ardiendo furiosamente en mi memoria. Miré hacia ella; y vi que su rostro adoptaba una expresión extraña. Sus ojos estaban velados, las aletas de su nariz temblaban, las comisuras de su boca estaban tensas en una mueca que no era una sonrisa.
Sabía el significado de aquella expresión. Estaba acumulando energía para espectrar.
Pulika Boshengro supo también lo que significaba aquel rostro. Y vio de inmediato lo que yo era aún demasiado denso para comprender en aquel primer y alocado momento: que lo que ella pretendía hacer era deslizarse espectrando un corto trecho en el pasado, una semana quizá, o incluso menos, y advertir a su padre de que su hermano no debía ser admitido a la fiesta.
Entonces aquella energía contenida en él entró en juego, junto con su inteligencia glacial. Un impulsor apareció en la mano de Pulika Boshengro, una pequeña arma de acero de chato cañón. Disparó una sola vez —un suave sonido como un taponazo—, y Malilini pareció alzarse y flotar alejándose de él, hacia arriba y hacia atrás junto a la mesa. Cayó sobre ella, entre las botellas de vino y los platos de comida, y quedó inmóvil.
Por un momento Loiza la Vakako pareció derrumbarse. Su rostro se disolvió y sus hombros se agitaron como si hubiera sido golpeado por un enorme martillo. Luego su gran fuerza se reafirmó y se irguió de nuevo, inconmovible y al parecer inconmovido. Pero vi que el invierno había penetrado en sus ojos. Y entonces, por un momento, no vi nada en absoluto, porque mis lágrimas acudieron a raudales, y con ellas acudió una oleada tal de fiera rabia que me cegó. Lancé un tremendo grito e intenté darme la vuelta, sin pensar en la hoja que pinchaba mi espalda ni en el brazo que apretaba con asfixiante fuerza mi garganta. Mis manos aún estaban libres; las agité en busca de ojos, labios, narices, cualquier cosa.
—Yakoub —dijo Loiza la Vakako con voz muy tranquila —. No.
De alguna forma aquella voz cortó en seco mi locura; o quizá fue el poderoso brazo que se apretó más fuertemente contra mi tráquea. Me relajé de inmediato y quedé allá de pie, fláccido, mirando mis pies. Todo había terminado. Éramos prisioneros, y Pulika Boshengro había capturado Nabomba Zom con tres chirridos de su violín. Todo un mundo había caído, y sólo había habido una víctima.
Llevaba años rumiando en silencio lo que creía que era una injusticia en la herencia de la familia, que había cedido Nabomba Zom a su hermano, y nada excepto dos desolados, tormentosos y pequeños mundos para él. Durante todo aquel tiempo Pulika Boshengro había fingido amor y fidelidad, aguardando su momento. Nadie excepto un hermano hubiera podido derribar a Loiza la Vakako; porque estaba bien custodiado, e incluso los ejércitos del Imperio hubieran tenido dificultades en apoderarse de Nabomba Zom. ¿Pero quién busca la traición en la mesa de tu festín? ¿Quién sitúa guardias armados entre tú y tu hermano? Ciertamente no un rom, o al menos no uno por cuyas venas corra la auténtica sangre. Nuestros lazos familiares se hallan por encima de todo lo demás. Sin embargo, no todos somos santos, ¿verdad? Para Pulika Boshengro había una fuerza más intensa que el amor familiar.
Ya estaba hecho y no podía deshacerse. No importaba que hubiera centenares de testigos, altos oficiales del Imperio entre ellos, y jueces y senadores de Nabomba Zom. Para el Imperio, aquello era simplemente un asunto interno, una disputa entre los señores rom de Nabomba Zom; no había razón alguna para interferir. Y los jueces y senadores de Nabomba Zom no eran más que vasallos; habían jurado fidelidad no a algún código de leyes sino al príncipe de su mundo, que ahora ya no era Loiza la Vakako sino Pulika Boshengro, pipa, derecho de conquista.
Primitivo, bárbaro, sí. Pero tenemos que recordar que tales cosas siguen ocurriendo incluso en nuestra época de magia y milagros. Podemos vivir doscientos años en vez de sesenta, podemos bailar de estrella a estrella como los ángeles, podemos arrancar planetas enteros de sus órbitas y enviarlos rodando a través del espacio; pero aun así, arrastramos con nosotros el mono primordial, y también la serpiente primordial. Vivimos de tratados de cortesía y comportamiento civilizado; pero los tratados sólo son palabras. La codicia y la pasión aún no han sido extirpadas de nuestros genes. Y así seguimos hallándonos a merced de los peores de entre nosotros. Y así debemos tener cuidado. Sólo en un poblado sin un perro, reza el viejo proverbio rom, puede un hombre andar sin un bastón en la mano.
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