Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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Pese a lo grande que era su palacio, Loiza la Vakako se permitía sorprendentemente muy poco tiempo para disfrutar de él. Incluso él, que era un hombre sedentario y contemplativo, se sentía dominado por la inquietud rom. Se movía constantemente, siempre en viajes de inspección por sus enormes dominios. Tenía que saber lo que ocurría en todas partes. Aunque todos los capataces de sus plantaciones eran capaces y leales, Loiza la Vakako no podía permitirse el ser un mero amo ausente. Y también era un baro rom aquí, pues era el jefe de la kumpania gitana de Nabomba Zom, lo cual significaba que tenía todo tipo de responsabilidades jurídicas y rituales entre su gente.

Desde el principio fui a menudo con él cuando efectuaba esos viajes. Y aprendí más del arte de gobernar en una sola tarde a su lado que lo que hubieran podido proporcionarme seis años de universidad.

Nabomba Zom es uno de los nueve mundos reales de la galaxia. Es decir, se trata de uno de los planetas especialmente elegidos por los roms como propios, cuando se produjeron los primeros asentamientos entre las estrellas hace novecientos o mil años. Los gobernantes de los planetas reales —los otros son Galgala, Zimbalou, Xamur, Marajo, Iriarte, Darma Barma, Clard Msat y Estrilidis— obtenían su poder, técnicamente hablando, por concesión directa del Rey de los Roms, y cada uno tenía el privilegio de nombrar uno de los nueve krisatora, los jueces del más alto tribunal rom. Por supuesto, yo sabía muy poco de todo aquello cuando fui a vivir con Loiza la Vakako, pero gradualmente me educó en los intrincados detalles del sistema que mantenía la unidad de nuestro disperso reino.

Viajando con él llegué a comprender algo que nunca había sospechado como escolar en Vietoris o como esclavo en Megalo Kastro: que gobernar es una carga, no un privilegio. Hay ciertas recompensas, sí. Pero sólo un estúpido aceptaría esa carga a cambio de esas recompensas. Aquellos que tienen el poder lo aceptan porque no tienen otra elección: es un decreto de Dios que ha descendido sobre sus cabezas y que le deben obedecer. Aunque Syluise crea que no es así.

De este modo observé a Loiza la Vakako tomar decisiones acerca de la plantación de nuevas cosechas o la construcción de diques, acerca del precio del grano, acerca del comercio con otros planetas, acerca de los impuestos y las tasas de importación. Le observé presidir el tribunal y decidir sobre las sorprendentes disputas de la gente mezquina en las lejanas provincias. Y pensé en la lección que habían intentado impartirme en mi último día en la escuela, acerca del Décimo-tercer Emperador y lo duro que trabajaba para todos nosotros. Entonces me había preguntado por qué un emperador desearía trabajar tanto, cuando el poder supremo era suyo. ¿Por qué no pasaba todos sus días y sus noches disfrutando y cantando y hablen, do buenos vinos? Ahora comprendía que no había elección en el trabajo. Era el precio del supremo poder, Eso era el supremo poder: el privilegio de trabajar más allá de la comprensión de los seres normales. Me di cuenta de que no había habido nunca ningún gobernante —ni siquiera los odiosos tiranos más famosos, ni siquiera los monstruosos villanos asesinos— que no se hubiera visto unido al yugo en el momento en que había ascendido al trono o a su cargo.

Sin embargo, había ventajas, si las deseabas. Ciertas compensaciones, supongo. Loiza la Vakako recorría su reino en un aero-coche que era en sí mismo un pequeño palacio, un esbelto aparato en forma de lágrima resplandeciente como el fuego que se movía a la velocidad de los sueños. Cuando estabas a bordo no tenías la menor sensación de movimiento: parecía que estuvieras flotando en una alfombra mágica. Y había suaves y maravillosas cortinas elaboradas a partir del manto negro y escarlata de las grandes almejas del mar de los Poetas, había almohadones hechos con la resplandeciente piel del dragón de arena y que eran flotantes globos de pura luz fría. Cuando descendíamos de él éramos recibidos por obsequiosos oficiales que habían llenado el suelo con alfombras de pétalos para nosotros, y los sirvientes aguardaban con ropas nuevas, tazones de fragantes zumos, frutas maduras y exquisiteces ahumadas de misterioso origen.

Sin embargo, pese a esta magnificencia, los aposentos privados de Loiza la Vakako, tanto a bordo del aero-coche como allá donde se detenía para pernoctar, eran siempre sorprendentemente austeros: un delgado colchón en el suelo, cortinas completamente blancas en las paredes, una jarra de agua a su lado. Era como si aceptara la grandeza como algo necesario, una exigencia de su cargo, pero lo pusiera todo alegremente a un lado cuando podía estar a solas. Si desean saber cómo es realmente un hombre, observen la habitación donde duerme.

Nabomba Zom es un mundo que tiende a la magnificencia. Nunca he visto ningún lugar más hermoso, excepto Xamur, que no tiene punto de comparación con nada. Pero Nabomba Zom le va a la zaga. Está el sorprendente mar escarlata, que reverbera al amanecer como golpeado por un martillo cuando los primeros rayos azules de la mañana caen sobre él. Están las montañas verde pálido, suaves como terciopelo, que forman la espina dorsal del gran continente central, y la cadena de lagos conocidos como los Cien Ojos, negros como el ónice e igual de resplandecientes, que se extiende a su oeste. La Garganta de la Víbora, ese abismo serpentino de cinco mil kilómetros de longitud, cuyas paredes brillan como el oro mientras descienden una inmensurable distancia hasta el tumultuoso río de sus remotas profundidades. La Fuente de Vino, donde invisibles criaturas producen una fermentación natural en una cuenca subterránea y un géiser derrama su delicioso producto al aire hora tras hora. El Muro de la Llama…, las Colinas Danzantes…, la Telaraña de Joyas…, la Gran Hoz…

Y los fértiles campos, de los que brotan todo tipo de cosechas. No hay un mundo más generoso. Incluso los excrementos de los gigantescos caracoles, como ya había tenido ocasión de descubrir, eran extremadamente valiosos.

Por supuesto, no pasaba todo mi tiempo recorriendo aquel planeta de maravillas en el aero-coche de Loiza la Vakako. Había que tener en cuenta el resto de mi educación. Sabía leer y escribir, más o menos, pero ésa era toda la educación formal que había recibido. Loiza la Vakako tenía razones —poderosas razones, descubrí— para desear que yo viajara frecuentemente a su lado mientras realizaba sus funciones oficiales, pero también trajo al palacio tutores para mí, y me pidió que los tomara en serio. Lo cual hice; siento muchos apetitos, y uno de ellos es el de conocimientos. Hay más cosas en la vida que eructar. Me apliqué a mis estudios con celo y dedicación.

Y luego estaba Malilini.

No sabía qué pensar de ella. Se movía por el palacio como un espíritu, una diosa, un espectro…, como cualquier cosa menos un ser mortal. No creo que le dijera seis palabras, o que ella me las dijera a mí, en los primeros tres años que viví allí. Pero la vi a menudo observándome —tenía los mismos ojos taimados que su padre— disimuladamente desde lejos, o simplemente mirándome francamente cuando estábamos en la misma habitación.

Me aterraba. Su belleza, su gracia, su misterio. Sabía que había venido espectrando a visitarme en Megalo Kastro —también mirándome, sin decirme nunca ni una palabra—, y que me había observado mientras flotaba a la deriva en aquel cálido y estremecido mar al que me habían arrojado los hombres de la liga. ¿Por qué? ¿Por qué, cuando me habían llamado de mis deberes de paleamierda, había dicho: «Yakoub, al fin», en nuestro primer auténtico encuentro?

No me atrevía a preguntar. La timidez nunca ha formado parte de mi carácter: pero en aquel instante temía buscar explicaciones, por miedo a destrozar algún frágil conjuro que nos unía. Me dije a mí mismo que a su debido tiempo lo averiguaría. Hasta entonces, era mejor esperar. Así que esperé. Fui creciendo alto y ancho y fuerte, y me dejé crecer el bigote hasta que pronto, al mirarme al espejo, empecé a verme a mí mismo con el rostro de mi padre, y aprendí idiomas y astronomía e historia y muchas otras cosas, y al amanecer cabalgaba por la meseta de la parte de atrás del palacio con el ágil caballo de seis patas de Iriarte que Loiza la Vakako me había regalado por mi último cumpleaños. A veces la veía allá a lo lejos, resplandeciente al azul amanecer, cabalgando un caballo aún más veloz. Aunque yo cada vez me adentraba más en mi edad adulta, ella nunca parecía cambiar: siempre una muchacha a punto de convertirse en mujer, radiante, sin tacha.

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