Robert Silverberg - La estrella de los gitanos

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La estrella de los gitanos: краткое содержание, описание и аннотация

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En el año 3159, la humanidad ha conquistado las estrellas, y los otrora despreciados gitanos son hoy mimados y respetados, porque solo ellos pueden llevar a buen puerto las astronaves en sus largos saltos estelares.
Pero los gitanos tienen también otros talentos,. Arrastrados por su tradición errante, siguen vagando, pero hoy no solo a través del espacio, sino también del tiempo: su facultad de espectrar les permite trasladarse a las más remotas épocas, y volver al viejo y ya desaparecido planeta Tierra para contemplar su vida pasada, desde el esplendor de la antigua ciudad de Atlantis hasta el horror de los campos de exterminio nazis.
Y los gitanos mantienen un antiguo sueño: volver a su mundo de origen. Porque ellos nunca fueron nativos de la Tierra. Y así, contemplan desde el cielo de los mil mundos por los que se hallan ahora dispersos la Estrella Romani, de la que tuvieron que huir precipitadamente para salvar sus vidas, y anhelan el día en que podrán regresar a su hogar. Y quien mas lo anhela es Yakoub, el Rey de los Gitanos, un personaje mezcla de Falstaff y Ricardo Corazón de León, que abdicó de su trono para poner las cosas en su sitio y ahora tiene que volver a él para cumplir con el último destino de la raza rom.

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Así es como fui a vivir al planeta real de Nabomba Zom, y al palacio de Loiza la Vakako, que iba a ser como un segundo padre para mí, y más que un padre. Tenía por aquel entonces doce años, o quizá trece. En Nabomba Zom crecí y me desarrollé. En Nabomba Zom me convertí en lo que se suponía que debía convertirme.

8

Loiza la Vakako era un rom lowara, de fabulosa riqueza y legendaria sagacidad. Los lowara siempre han sido buenos en amasar dinero, y la sagacidad es su segunda naturaleza. Todo el planeta de Nabomba Zom le pertenecía, y catorce de sus veinte lunas. Gobernaba su gran dominio y su kumpania de muchos miles de roms como un antiguo rey gitano, sin mezquina pompa ni estúpidas pretensiones, sino con una absoluta fuerza y seguridad. Mucho más tarde, cuando fui rey, basé en gran parte mi estilo en el de Loiza la Vakako. Al menos en lo superficial. Por supuesto, él y yo éramos muy diferentes. Él era un aristócrata natural, frío y contenido, y yo…, bien, yo no soy así. Regio, sí. Frío, no.

Yo estaba cubierto de pies a cabeza por los brillantes excrementos carmesíes de los caracoles salizonga el día que nos encontramos por primera vez.

Mis amigos los navegantes me habían dejado en Puerto Nabomba como parte de una carga de suministros agrícolas: el manifiesto de carga relacionaba tantas transmisiones tractores, tantos fumigadores rotativos, tantas cosechadoras sobre cojín de aire, y «un robot agrícola clase Yakoub, modelo humanoide, tamaño medio estándar, expansible, de mantenimiento automático» Yo permanecí de pie en medio de todas las cajas, con una etiqueta amarilla de identificación de carga colgada de mi oreja. El inspector de aduanas me miró durante largo rato y finalmente dijo:

—¿Qué demonios eres tú?

—El robot agrícola clase Yakoub, modelo humanoide. —Le sonreí —. Sarishan , primo.

Era rom, pero no me devolvió el saludo ni pareció divertido. Frunció el ceño, comprobó el manifiesto de carga, y su ceño se hizo más profundo y más sombrío cuando encontró la entrada correspondiente.

—¿Eres un robot?

—Modelo humanoide.

—Muy curioso. Expansible, dice.

—Eso significa que creceré.

—Yo hubiera puesto más bien expendible. ¿Qué edad tienes?

—Casi doce años.

—Eso es bastante viejo para un robot. ¿Qué demonios hacen enviándonos maquinaria anticuada?

—En realidad no soy…

—Quédate aquí y no te muevas —dijo, tachándome de la lista —. Artículo veintinueve, una caja de transmisiones tractoras…

Así que entré en el planeta real de Nabomba Zom como una unidad de maquinaria agrícola, y así fue casi exactamente como me trataron al principio. Llevando todavía mi tarjeta y aferrando el pequeño sobrebolsillo que contenía los regalos de los navegantes que eran mis únicas posesiones, fui cargado sin ceremonias en un camión unas cuantas horas más tarde, junto con una o dos cajas de equipo recién llegado, y enviado a una plantación en el centro de un amplio y lujuriante valle en alguna parte del interior del continente. Pasé los siguientes seis meses allí, paleando los preciosos excrementos de los caracoles salizonga.

Cualquiera de ustedes se echaría a temblar dentro de sus botas si vieran alguna vez a un caracol salizonga avanzando hacia ustedes a su inexorable manera, bufando y gruñendo y soltando toneladas de vívidos excrementos en su estela. El caracol salizonga es el mayor gasterópodo de todo el universo conocido, una enorme criatura de ocho metros de largo y tres o cuatro de alto, encajada en una cáscara en forma de domo de relucientes placas amarillas superpuestas tan resistentes como una armadura. Por terrible que parezca —los grandes y oscilantes pedúnculos visuales, el tremendo pedestal carnoso de su pie—, lo peor que puede hacerle a uno un caracol salizonga es pisotearlo dejándolo aplastado como una hoja de papel, lo cual hará con toda seguridad si uno no se aparta de inmediato de su inamovible camino. No le devorará, sin embargo. No comen nada excepto un determinado musgo de hoja roja que sólo crece en el interior de Nabomba Zom, que no por coincidencia es el único lugar del universo donde puede hallarse el caracol salizonga.

A nadie le importa una mierda —es una forma de hablar— su enorme monstruosidad, excepto por las materias fecales que deposita con irreprimible celo y en cantidades asombrosas mientras avanza pesadamente por sus pastos favoritos. Esta materia brillantemente coloreada contiene un alcaloide del que se destila un perfume que es desesperadamente buscado por las mujeres de cinco mil mundos. Sólo el macho salizonga segrega el valioso alcaloide y, a menos que los excrementos sean recogidos y refrigerados a los pocos minutos de ser expulsados, el alcaloide se descompone y pierde todo su valor. En consecuencia, es necesario que los trabajadores humanos sigan a los caracoles de uno a otro lado —los robots no parecen capaces de distinguir entre salizongas machos y hembras, puesto que la distinción es más bien sutil—, y paleen apresuradamente la recién excretada materia fecal a los tanques de refrigeración antes de que pierda todo su valor comercial. Éste era el trabajo que me fue asignado a mi segundo día en Nabomba Zom. No lo consideré una mejora espectacular respecto a agitar mi escudilla en los burdeles de Megalo Kastro.

Bien, es decreto de Dios que todo hombre nacido de mujer deba trabajar para conseguir su pan de cada día, lo mismo que cualquier mujer nacida de mujer; pero en ninguna parte especificó Dios que nadie tuviera derecho a un trabajo decente. En aquel momento de mi vida palear mierda parecía ser mi misión, y en aquel momento de mi vida no vi ninguna alternativa inmediata a mano. No pretenderé que llegara a gustarme el trabajo, pero a decir verdad era menos desagradable de lo que pueden imaginar, y sin el menor esfuerzo puedo pensar en ocho o diez profesiones menos placenteras, aunque prefiero no hacerlo. Al cabo de muy poco tiempo dejé de pensar enteramente en la naturaleza de la materia que estaba manejando y simplemente enfoqué mi mente en seguir con vida ahí fuera en los campos de excrementos. (Había un cierto riesgo en el trabajo, puesto que el bufar y el gruñir del caracol que estabas siguiendo podía ahogar el sonido de cualquier otro en las inmediaciones, y resultaba bastante fácil verte aplastado por una de aquellas enormes montañas ambulantes si una de ellas aparecía detrás de ti mientras te estabas concentrando intensamente en el caracol que tenías delante.)

Nabomba Zom es uno de esos mundos que no tiene estaciones. Noche y día duran exactamente lo mismo, y el clima es simplemente delicioso durante todo el año. Así que sólo estoy suponiendo cuando digo que pasé seis meses en aquella plantación. Durante ese tiempo, mi voz se hizo más profunda y empezó a salirme la barba. Y un día se produjo una gran excitación en el extremo más alejado de la plantación: coches, gritos, gente corriendo de un lado para otro. Me pregunté si alguna alma descuidada habría sido fatalmente convertida en oblea por un caracol. Luego el capataz zumbó en mi oído y me dijo que me encaminara al momento a la casa de la plantación.

Precisamente yo había sufrido un pequeño accidente hacía unos momentos. El caracol que estaba siguiendo había puesto bruscamente la directa y yo, en mi esfuerzo por mantener su marcha, había resbalado en el musgo de hojas rojas y había terminado de barriga sobre un montón de excrementos del tamaño de un pequeño asteroide.

—Primero necesito lavarme —le dije al capataz —. Estoy cubierto de la cabeza a los pies de…

—Ahora —dijo.

—Pero yo…

Ahora .

Me llevaron ante un hombre de sorprendente presencia y energía, que podía tener unos cincuenta años, u ochenta, o tal vez ciento cincuenta. Nunca lo supe, y él nunca pareció envejecer ni un solo día en todos los años que pasé con él. Era delgado para un rom, quizá incluso demasiado, con los hombros caídos y el pecho hundido, y no llevaba bigote. De su oreja izquierda pendían dos anillos de plata, un antiguo estilo que estaba empezando a ponerse de nuevo de moda entre nosotros. Había una sorprendente expresión de sagacidad en su rostro: una rápida y taimada sonrisa, en realidad apenas una ligera contracción de su mejilla, que advertía a los adversarios potenciales que fueran con cuidado. No era nadie ante el que pudieras esperar sacar la mejor tajada en un negocio. Sus ojos eran ferozmente penetrantes. Me sentí transparente ante aquellos ojos: veían mis entrañas y mis huesos. Me detuve de pie ante aquel formidable y regio hombre, todo sucio y manchado de excrementos de caracol, y él adelantó una mano hacia mí.

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