Ése fue nuestro tercer intento. Nunca volvimos a ver a Focale después de ello. Supusimos que había sido vendido fuera del planeta, porque era el peor busca-problemas de la logia.
Incluso sin él estábamos decididos a escapar. Yo más que los otros: me convertí en el líder en su lugar, pese a que era uno de los más jóvenes. Mi esclavitud, que había soportado confortablemente durante los primeros años, se había convertido ahora en un peso intolerable. Me sentía furioso todo el tiempo. Espumaba de rabia e impaciencia. ¿Por qué debía pasar mi adolescencia en aquel miserable y sudoroso mundo, mordisqueando mendrugos de pan seco y mendigando en mugrientos prostíbulos unas cuantas monedas? Vivía día y noche sólo para el momento de alcanzar la libertad. Mientras recorría la ciudad estudié el laberinto de callejuelas y pasajes cubiertos, elaborando un itinerario que imaginaba me permitiría eludir a los censores. Mis amigas las prostitutas podrían ayudarme. Tenía intención de pasar de alcoba en alcoba, ocultándome detrás de sus faldas y debajo de sus camas, zigzagueando por la ciudad hasta alcanzar el lugar desde donde pudiera correr hacia la libertad. Luego tendría que arriesgarme con los horrores con alas y picos de la jungla exterior, pero tenía un plan. Iría hacia el oeste, alejándome del astro-puerto, y buscaría refugio durante la noche en la gran fortaleza que dominaba el mar. Nunca esperarían eso; pensarían que me sentiría aterrorizado sólo de acercarme a aquel lugar. A todo el mundo le ocurría. Pero yo era rom; ¿por qué debería temerle a un montón de viejas piedras? Me ocultaría allí y les dejaría creer que había sido devorado por algún monstruo salvaje, y al cabo de un tiempo volvería, rodeando toda la ciudad. Cuando alcanzara el astro-puerto suplicaría refugio al primer rom al que espiara, y eso podría ser el fin de mi esclavitud. O eso creía.
Me atraparon antes de que hubiera recorrido media ciudad, y esta vez me golpearon sin la menor piedad. Pensé que iban a romperme todos los huesos, y quizás ésa fuera su intención, pero yo era joven y ágil. Luego me llevaron ante el procurador. Aquel hombre siniestro y glacial me miró fijamente y luego preguntó al maestro de la logia:
—¿Cuántas veces han sido?
—Este es su cuarto intento, señor.
—¿Dónde adquirimos esta basura? Haz con él lo que hiciste con el otro. Aquél tan desagradable.
Así que iban a enviarme al mismo lugar donde habían enviado a Focale. No me importó. Nada podía ser peor que seguir en la logia.
Un censor de la liga, con un bovino rostro rojo y unos hombros enormes, me hizo subir a un todo terreno, y nos dirigimos al norte y luego al oeste durante media hora o así. Era un día bochornoso, y el sol estaba cubierto por un velo verde grisáceo. Al cabo de un tiempo vi la oscura silueta de la antigua fortaleza erguirse recortada contra el cielo, allá delante.
Pese a todo mi valor contuve bruscamente la respiración y me hundí en mi asiento. ¿Qué íbamos a hacer allí?
Pero no íbamos allí. El censor giró hacia una carretera lateral que conducía directamente al mar. Nos detuvimos en una curva y me ordenó que bajara. La carretera seguía en aquel tramo el borde de un agreste acantilado de una piedra verdosa, blanda y de aspecto jabonoso, muy dentada y erosionada. El mar se extendía a veinte o treinta metros más abajo; era una caída en vertical desde el borde mismo de la carretera. Miré por encima de aquel borde. Nunca antes le había echado una mirada de cerca al mar de Megalo Kastro. No era nada que se pareciera al agua; era rosado y de aspecto rígido, como si estuviera recubierto por alguna especie de asquerosa espuma, y de él brotaba un ligero vapor. Su superficie era áspera y grumosa. No había nada parecido a olas. Permanecía casi inerte, apretando contra la orilla, efectuando pequeños y siniestros movimientos ondulantes.
El censor cogió mi amuleto y me lo arrancó del cuello de un tirón.
—Ya no necesitarás esto, pequeño rom.
Entonces comprendí lo que estaba a punto de ocurrir, e intenté liberarme. Pero él era demasiado rápido para mí. Me cogió por la cintura y me alzó por encima de su cabeza en un rápido movimiento, y me lanzó con todas sus fuerzas hacia aquel repugnante mar.
Ya estaba muerto. No tenía la menor duda al respecto. Si no me rompía el cuello al golpear la superficie del mar, sería devorado en un instante por él. Mientras flotaba y giraba sobre mí mismo en mi caída me sentí enfermo de miedo, sabiendo que aquél era mi fin. Durante años había oído historias acerca de aquel extraño mar, acerca de cómo era un gigantesco organismo vivo de miles de kilómetros de profundidad y anchura, de cómo se alimentaba de las criaturas terrestres que caían a él, de cómo a veces incluso extendía un pegajoso zarcillo hacia la orilla para atrapar a alguien que pasara lo bastante cerca.
Fue una caída larga. Pareció tomar una hora. Duró tanto tiempo que el miedo me abandonó y empecé a sentirme impaciente por saber qué iba a ocurrir a continuación. Noté el calor del mar alzarse hacia mí, y su extraño olor, dulce y no desagradable, golpeó mi olfato. Cálidas corrientes de aire jugueteaban sobre su superficie. Pensé en mi padre y en mi hermana Tereina y en la regordeta y pequeña prostituta Salathastra. Luego choqué contra la superficie.
Pese a la altura de la que había caído, mi amerizaje fue blando y suave. El mar pareció tenderse hacia arriba para atraparme y me atrajo hacia sí. Yací suavemente bajo su superficie, sin moverme, sin siquiera molestarme en respirar, apresado por la densidad de aquel extraño fluido caliente.
¿Era así como se sentía uno estando muerto? ¡Qué descansado!
Flotaba. Derivaba. El mar me tomó y me arrastró. Sentí que mis ropas se disolvían. Quizá mi piel y mi carne hubieran desaparecido también, y yo ya no fuera más que unos cuantos huesos reluciendo en el humeante lodo rosa. Mantuve los ojos cerrados. Sentí los dedos del mar acariciarme por todas partes, mis muslos, mi vientre, mis riñones, invisibles y viscosas serpientes deslizándose por todo mi cuerpo. Había una especie de éxtasis en ello. El mar emitía suaves sonidos sorbentes. Burbujeaba y chillaba y silbaba. Extendí los brazos, y pude tocar con las puntas de los dedos de una mano la orilla y con las de la otra la orilla del distante y desconocido continente occidental a diez mil kilómetros de distancia. Los dedos de mis pies descendieron hasta las raíces del planeta, donde ocultos volcanes derramaban fiera lava.
Está digiriéndome, pensé.
Está haciéndome parte de él.
No me importaba. Estaba muerto. Amé el mar y amé ser devorado por él. Ser absorbido por él. Pasar a formar parte de él.
Luego, una voz profunda dijo:
—Nada, Yakoub.
—¿Nadar hacia dónde?
—Hacia la orilla. Esta masa no puede retenerte.
—Me está devorando.
—Lo hará si tú le dejas. ¿Pero por qué dejar que lo haga?
—¿Quién eres?
—Abre los ojos, Yakoub.
No lo hice. Seguí derivando. Cálido, seguro, soñoliento.
—Yakoub —de nuevo la voz profunda. Más insistente —. Despierta. ¡Despierta, cobarde!
Aquello me dolió.
—¿Cobarde? ¿Yo?
—Me has oído.
—¿Por qué cobarde?
—Porque estás vendiéndole toda tu vida a esta cosa, y por un precio estúpido. ¿Tienes miedo de vivir? ¿Tienes miedo de hacer todas las grandes cosas que el destino reserva para ti?
Abrí los ojos. Había una bruma púrpura a todo mi alrededor. Vi un espectro encima de mí, envuelto en una resplandeciente aura dorada. Ojos llameantes, bigote negro. El rostro de mi padre, casi. Casi. No mi padre, pero muy cercano a él de todos modos, alguien al que conocía muy bien. Lo conocía incluso mejor que a mi padre. Parecía furioso, pero también estaba sonriendo.
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